Siempre fue una noche especial, repleta de expectativas,
vivida con ilusión, llena de risas, llena de gritos, llena, repleta de
hermanos, nadie más, nada menos. A veces mis recuerdos se deslizan por el
territorio espacial y sentimental que reconstruye la incombustible Cuéntame y
me encuentro sonriendo ante imágenes sueltas que pululan a su antojo por mi
memoria: las siestas preparatorias, el despertar ante el grito ahogado de un
pavo que perecía a manos de mi madre ante los ojos horrorizados de mis hermanas,
el olor a sabrosa comida que inundaba perezosamente la casa a medida que avanzaba la
tarde, el discurso del rey que sentaba a mi madre, frenética durante todo el
día, junto a mi padre, que plácidamente fumaba intentando encontrar el detalle
que diferenciaba lo dicho ese año de lo dicho el anterior, los hermanos
sentados a su alrededor, en silencio, intentando comprender la importancia de
esas palabras… Es curioso. Posteriormente, a medida que pasan los años, vamos
desapareciendo todos de ese fotograma emocional, lentamente, al tiempo que
crecemos, que pasamos a ser adolescentes primero, protoadultos después y ya
adultos al final, nos diluimos como en esas elipsis cinematográficas que marcan
penosamente el paso del tiempo. Hoy ya sólo queda mi madre, allí sentada, escuchando
al rey, mientras los demás huimos a la cocina e intentamos reencontrarnos y
reconocernos mediante conversaciones intrascendentes. Lo que una vez fue
subversivo hoy es trivial y esa imagen solitaria de mi madre me produce ahora
una extraña tristeza. El 24 es la navidad. Siempre lo fue, lo demás era
secundario. Ese día, con su noche incorporada, marcaba el principio de una
época gozosa, sin clases, con eventos especiales, con normas que alegremente se
rompían y la sensación de que el tiempo se dilataba para siempre. Cenábamos y
hablábamos. Bueno, en realidad engullíamos y gritábamos… El tiempo casi todo lo destruye o tergiversa,
pero aquellas cenas de navidad donde aún estábamos todos, antes de diásporas y
ausencias, voluntarias o desgraciadas, se resisten al olvido. Por ahí siempre
anda mi hermano pequeño, Migue, y esas pataditas que nos dábamos bajo la mesa
cuando alguna situación nos divertía o advertíamos que alguno de los demás
hermanos, debido a su incontinencia verbal, iba a ser el fatal destinatario del
comentario irónico o ácido de mi padre. Tras los postres aparecía el champán,
el momento tenso del corcho suicida, las copas que entrechocaban y la
maquinaria de la limpieza general que se ponía en marcha para poder
trasladarnos al salón y disfrutar allí del resto de la velada. Era el momento
que más disfrutaba. Había que correr para situarse estratégicamente, alrededor
del brasero, mientras la mesa se iba llenando de dulces, bebidas y chucherías, conformando
una orgía cromática que hace que aún hoy salive pensando en ello. La cosa
empezaba fuerte, las pullas y los puñales de fogueo seguían volando a mi
alrededor, mi madre montaba su teatrillo de cada año en torno al cigarro que
ceremoniosamente mi padre le entregaba, nosotros la jaleábamos gozosos e
incluso a veces, se nos permitió una calada iniciática que nos cogía por
sorpresa y nos generaba a los pequeños emoción y nerviosismo. La noche iba
avanzando, decayendo, mi padre se iba durmiendo tumbado por la bebida y uno a
uno terminábamos desfilando hacia las camas. Los años pasaron, el niño que fui
se convirtió en adultescente, el ambiente familiar se enrareció y el 24 de diciembre se convertió cada año en un
punto de encuentro incómodo aunque necesario. Las tensiones hacían irrespirable
la convivencia familiar, tensiones idiotas que fueron mal gestionadas y que
dinamitaron en parte durante años estos encuentros, pero que también marcaron
en muchos casos las trayectorias de cada uno de nosotros. Los recuerdos de esa
otra época son diferentes. La brecha tal vez la marque la noche del anís. Otro de mis
hermanos, Juanma, ya vivía fuera de casa y aquella nochebuena, cuando todos se
acostaron, nos quedamos solos, charlando y bebiendo, hasta acabar una botella
de anís, que era lo único con alcohol que teníamos a mano. Aquella noche vimos,
más allá de las cuatro de la madrugada, ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra.
Fue la última vez que recuerdo haber visto una película de Capra y tener la
sensación de que estaba viendo algo excelente. Fue la primera nochebuena de
muchas otras (fordianas) que se llenaron de whisky y conversación hasta el
amanecer.
Me gustan los ritos. Siempre me han gustado, Mantener
pequeñas ceremonias que se repiten en el tiempo y a las que acudo sabiendo a
priori lo que va a pasar. No suelo ser esclavo de convenciones sociales impuestas
desde fuera, pero en cambio sí lo soy de algunas mis obsesiones rituales. Hasta
que el paso del tiempo hace imposible mantenerlas. De momento mañana vuelvo a
Sevilla. A casa de mi madre. Con mis hermanos, cuñados y sobrinos. A pasar la
nochebuena. Faltarán algunos. Demasiados. Mala suerte. Pero yo estaré de nuevo
allí. Y me vuelve a apetecer.