Era 9 de agosto.
Dani nos adelantó en la A49. Solo vería a Mari dos veces más. Allí iba, en el asiento trasero del coche, apoyada en la
ventanilla, tan débil. Estoy seguro que la vi. O tan solo es otra más de esas
certezas con las que la memoria se empeña en reconstruir el pasado a su antojo.
Habíamos estado en Caño Guerrero, Huelva, desde el 1 de agosto. El día anterior Carol
y yo habíamos llegado a Sevilla para hacer noche y después marchar todos juntos
(mi madre, Carol, Mari y Ale, su hijo de seis años) al día siguiente hacia la
playa. Llevábamos ya varios años juntándonos hermanos, cuñados y sobrinos en
una casa alquilada por mi madre en la playa para huir del calor sevillano. Días
de playa. Días familiares. Días complicados, siempre. Y felices. Fueron
felices. Pero solo nos damos cuenta de eso más tarde. Mari ya no estaba bien,
su cuerpo mandaba desde hacía un tiempo
señales que nadie comprendía. Ella se lo tomaba a broma, se reía, le restaba
trascendencia. Para mí, hoy, era evidente su nerviosismo, su intranquilidad: nadie
que ha superado un puto cáncer vuelve a desdeñar pequeños síntomas de enfermedad
sin causa justificada que no terminan de desaparecer. Sí, intuí su nerviosismo,
pero le seguí la corriente. Ella quería llegar a la playa, desconectar, descansar,
reír, tomarse muchas cervezas. Pues eso tocaba intentar. Los días se sucedieron
(casi) como siempre: risas, cervezas, tensiones, más risas. Y los niños,
mis sobrinos, los hijos de Espe y de Mari,
tan pequeños por entonces, tan estupendos, cuya existencia tanto ayudó a volver a encontrarme
con ellas. Pero no, algo disonaba. Mari se sentía cada vez peor, lo intentaba
pero no podía seguirnos el ritmo. Tenía extraños moratones en el cuerpo y unas décimas
de fiebre que nunca desaparecían. Finalmente, a pesar de todo, intentó meterse
en el mar. Las vacaciones no terminan de serlo si no cumples ciertos rituales. Debió
salir del agua lívida, tiritando. Así la vi yo al menos, un rato después, en el
salón de aquella puta casa, envuelta en una toalla, temblorosa, atendida por mi
hermana Espe que intentaba restarle dramatismo a la situación. Pero la
situación no mejoró. Mari, a partir de se día, se quedaba por la mañanas en la habitación de arriba, sola.
Decía preferirlo así. Nosotros, de vacaciones, en la playa, volviendo a casa
para comer y preguntando por ella: todo igual. Como buena Almeida ella sabía
imponer sus decisiones. También las absurdas Y se negaba a que la llevásemos al
médico. La situación se hacía insostenible. Recuerdo como si fuera ayer caminar
aquella tarde del 8 de agosto con mi madre por el paseo marítimo. Y decirle, medio
en broma medio en serio, que disfrutara de las vistas, de la playa, del mar, que
me parecía a mí que ya no iba a ver todo eso más ese verano. Así fue. De hecho
no lo volvió a ver hasta dos años después.
Al día siguiente era cuando yo volvía a Madrid. La noche
anterior se decidió por fin trasladar a Mari a Sevilla para ir al hospital y
que la examinasen en profundidad. Dani, mi cuñado, conducía ese coche que nos adelantó.
Mi madre iba en el asiento delantero. Y Mari, allí, en el asiento trasero del
coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Miedo, un miedo infecto, eso es lo
que sentí. Hice lo único que creía poder hacer: apartar las malas ideas de mi
cabeza y continuar el viaje como si nada pasase y nada malo fuese a suceder.
Era 9 de agosto.
Aquella misma tarde, ya en casa, por teléfono, me empezaron
a llegar informaciones contradictorias. Una de mis hermanas afirmaba que en una
conversación con uno de los médicos la posibilidad de leucemia había aparecido.
Ni de coña. Venga ya. Menos dramatismo. Esto era tan solo una anemia, joder.
Durante unas horas nadie quiso creerla. Es más, tocaba criticar su excesiva
teatralidad. Tan lúcidos. Los Almeidas. Tan gilipollas. En el fondo tampoco se
podía criticarnos demasiado. Era pura defensa emocional. Nos daban igual los
indicios. No lo queríamos creer. No nos podía volver a pasar de nuevo. Y menos
a ella. Otra vez. Tal vez negándolo una y cien veces podríamos esquivar a la
verdad.
Solo volví a ver a Mari en dos ocasiones más. La leucemia
era extremadamente agresiva y por tanto también lo fue el tratamiento. Con su
sistema inmune debilitado lo mejor era que estuviese prácticamente aislada. La
primera de esas veces, lo que debía ser un encuentro tranquilo y privado se convirtió,
por culpa de otros hermanos, en un momento desagradable y difícil. Todos
queríamos verla. Recuerdo mi estrés, lo que pensaba en ese momento: "no debíamos estar tantos allí dentro, eso
podía perjudicar su recuperación..." En el fondo, de nuevo, no quería ver nada
de lo que estaba pasando. Qué tonto, qué ingenuo. Qué pena. Seguramente los
médicos, al permitirnos entrar a todos por turnos a verla en una situación tan
grave como esa, nos estaban dando una oportunidad para empezar a despedirnos.
Yo no me enteré. Ella, desde luego, tampoco. Qué bien salen todas esas mierdas
emocionales en el cine.
La última vez que la vi fue aquella madrugada en la que
murió. Nosotros habíamos vuelto a Sevilla a finales de agosto. El tiempo parecía suspendido mientras la
familia empezaba a metabolizar la enorme gravedad de lo que ocurría, sin dejar
de hacer planes de futuro para la gestión de la recuperación de Mari. El dolor,
el miedo, el cansancio y la rabia reabrían viejas heridas y provocaban nuevos
enfrentamientos. Aquella noche Carol y yo habíamos vuelto a casa descansar
mientras mi madre, de nuevo, se quedaba a pasar la noche con ella. Todas las
noches (excepto una), durante 30 días, una detrás de otra, permaneció mi madre
con su hija en el hospital. Más allá de medianoche recibí un mensaje suyo
al móvil: "Pepe, qué malita la veo..." Mi madre, por fin, tras
negarse una y otra vez a aceptar la gravedad de la situación parecía asumirlo
por fin. Y todo se derrumbaba a nuestro alrededor. Horas después alguien nos llamó. Había que ir al
hospital. Deprisa. Recuerdo el silencio con el que Carol y yo nos preparamos
para salir. Un silencio atroz que se deslizaba por cada rincón de esa casa en
la que tantas veces tantas voces lo llenaron todo.
El hospital. Confío absolutamente en la medicina científica.
Es la única oportunidad que tenemos. Por ello ese lugar también debiera ser un
reflejo de esperanza. No es así en mi caso. Después de tantos años reconozco
que cada vez que me acerco a uno de ellos solo siento horror. La sala de
espera. Un abrazo. No me podía quedar allí. Tenía que entrar. Me dejaron pasar.
Compré de manera voluntaria el último pasaje disponible para el tren del terror.
Entré en una habitación en la que mi hermana Mari, la decidida, la valiente, la
vitalista, era ya puro hueso, un pajarillo tembloroso con sus manos aferradas desesperadamente a las
de sus hermanas, Espe y Amparo. Solo pude mirar unos segundos antes de retirar
la vista, aterrorizado, mientras caminaba hacia mi madre que allí, sentada en
un sillón, contemplaba en silencio la escena, derruida, apaleada de nuevo por
la vida.
Era 9 de septiembre.
Un beso, Mari, cinco años después se te sigue echando de
menos.