Hace
ya casi quince años que me fui de Colmenar de Oreja. Estuve
como interino durante dos cursos en el SIES de la localidad. Fueron dos cursos excelentes en lo laboral y en lo personal pero todavía hoy recuerdo con una sonrisa (de miedo) en la boca aquellos trayectos en autobús (aquel
mítico 337) para llegar hasta
allí, las más lejana población en la que he trabajado en Madrid: una hora de autobús diaria de ida y otra de vuelta que dieron mucho de sí. Sobre todo, un enorme cansancio, claro.
Hace
un año, mientras comía en Buitrago del Lozoya, a donde había ido aprovechando un puente, noté que
un chico me miraba desde otra mesa con extraña insistencia. Notaba su mirada
desde lejos sin acabar de comprender qué podía despertar su curiosidad hasta
que, finalmente, se acercó directamente a mi mesa y me dijo:
—Disculpa,
¿tú eres Pepe, no?
Todos
los docentes sabemos lo difícil que es recordar los nombres de antiguos
alumnos. Incluso olvidamos muchos de los del curso pasado si no vuelven a ser alumnos nuestros al curso
siguiente. Y más los que, como interinos, hemos cambiado de centro con cierta asiduidad . Cada año aprendemos decenas de nuevos nombres e, inevitablemente, vamos olvidando otros tantos. Pero podemos olvidar sus nombres, no
sus caras, sus gestos, su forma de mirar, sus sonrisas. Aunque este chico ya rondaba los 30 años.
—Sí,
soy yo, claro... y seguro que tú fuiste alumno mío, ¿no?
Nos
empezamos a reír y me aseguró que desde que me había visto en la mesa había
pensado que era yo pero que hasta que no había hecho un gesto característico
mío con el pelo no había estado seguro. Mi mujer, también presente, se reía.
Sabe que cuando hablo y me explayo (y más en clase) siempre termino tocándome el pelo mientras intento explicarme. Finalmente, el chaval se identificó y
una avalancha de recuerdos regresaron de golpe a mi cabeza.
Le
había dado clases en la ESO. Por entonces, era un alumno que rozaba la conflictividad
y mostraba siempre un punto de desafío hacia sus profesores pero también tenía un
corazón que no le cabía en el pecho. Y dibujaba como los ángeles. Recuerdo cómo
le animábamos a estudiar y cómo discutíamos por entonces sus profesores las mejores
estrategias para que siguiera estudiando.
Lo último que había sabido de él era que había titulado la ESO y que, animado por todos, había decidido
matricularse en el Bachillerato de Artes en un instituto de Madrid, el IES
Isabel la Católica. Ahora le iba a tocar a él esa hora y media diaria de ida y de
vuelta, en transporte público, para continuar con su formación. Allí, de pie, sin
dejar de sonreír, me completó su historia: me contó que acabó el Bachillerato y
siguió formándose. También me contó que ahora estaba trabajando en la
producción de una serie que se estaba rodando allí, en Buitrago del Lozoya, en
este pueblo en el que casi 15 años después habíamos vuelto a encontrarnos.
Transmitía la misma energía contagiosa que cuando era un chaval y, aunque iba
con prisa, empezó a hablarme de los "viejos tiempos".
—No
sabes lo que nos acordamos de ti, Pepe, nos cambiaste la vida.
Sin
darse cuenta, como si estuviese hablando del tiempo, el hombre en el que se
había convertido aquel chaval al que yo enseñé durante tan poco tiempo, hace ya
tanto tiempo, me soltó ese halago que un docente nunca espera.
Siguió
hablando, riéndose, mientras recordaba su época de chaval en el instituto, las que había montado, cómo se había dado cuenta de que tenía que
seguir estudiando y también cómo recordaba haber empezado entender lo de la FyQ
conmigo. Yo diría que solo le di clases en 3º ESO. Me habló de sus amigos del pueblo, que también habían sido mis alumnos,
y cómo iban a alucinar cuando les contase que me había visto.
Nos
despedimos sin más. Felices. Me alegró la tarde. En un año terrible en lo
personal, pocos días después de la muerte de mi madre y apenas dos meses
después de la muerte de mi hermano Juanma, un reconocimiento espontáneo como el
suyo me llegó al alma.
Solo una cosa de aquella conversación recuerdo con tristeza: no
pude evitar tener presente en todo momento, durante la conversación, a Fernando.
También fue su profesor allí pero no fui capaz de contarle nada sobre él y
sobre lo que le había pasado.
Pienso en todos esos jóvenes (y no tan jóvenes)profesores que se incorporan a nuestras aulas
cada curso y cada día me parece más trascendente esta cuestión sobre la que hoy
escribo.
¿Depende tanto la gestión de esa aula de la ESO del
carácter, carisma y disposición personal del docente como para que, tal vez, no
se pueda enseñar a hacerlo? Esta pregunta enlaza con otra que no se puede
ignorar aunque levante alguna ampolla y cuyo origen son las experiencias que
nos transmiten los que hace muy poco fueron alumnos del Máster de Secundaria y
llegan a nuestras aulas ya convertidos en docentes: ¿puede enseñar a gestionar
un aula de la ESO quien nunca lo hizo o el que dejó de hacerlo hace ya mucho
tiempo (seguramente para eludir contradicciones vitales)?
Creo que sería absurdo negar la existencia de una serie de
pautas que se pueden transmitir y se pueden interiorizar para mejorar la
gestión de un grupo de adolescentes en el contexto de la enseñanza de una
materia de la ESO. En este post que enlazo, por ejemplo, recopilé 10 consejos
básicos para cualquier docente novato que empieza a enseñar en cualquier
instituto. Pero de lo que hoy hablo en este post es de algo más sutil,
diferente y complejo.
¿Qué te permite, como docente, construir las condiciones
previas en tu relación con los alumnos para que tu labor, con la metodología
que elijas para enseñar, pueda resultarles útil?
He leído mucho sobre el asunto pero hoy escribo desde una
óptica básicamente experiencial, casi intuitiva, desde esas vivencias
compartidas por tantos de nosotros, docentes, que vivimos cada día de nuestras
vidas laborales en los institutos. Cuando cada minuto que se pasa en un centro
educativo se vive en un estado profesional de alerta y atención continua (habría
que plantearse la cantidad de compañeros que "no se enteran de nada",
ese primer paso hacia el abismo, hacia el fracaso profesional) se termina
conociendo e intuyendo con relativa facilidad cuáles de tus compañeros enseñan
con cierta garantía de éxito y cuáles van a tener problemas curso tras curso,
sean quiénes sean los alumnos que les toquen.
Hay una serie de docentes, siempre de diverso pelaje
pedagógico (la pluralidad de estilos docentes supone una enorme riqueza de la
enseñanza pública que está permanentemente amenazada no solo por absurdas leyes
educativas sino también por la fiscalización extrema de los militantes de la
#EnsoñaciónPedagógica), que construyen una relación con sus alumnos y
establecen un ambiente de aula que les da la posibilidad real de enseñar y que
sus alumnos aprendan con ellos. Resulta tan curioso como conmovedor ver cómo
algunos de ellos lo consiguen desde una educada distancia emocional, que desde
fuera puede resultar extrema, mientras que otros alcanzan su objetivo desde una
cercanía personal que en ocasiones parece situarlos al borde del error
profesional. No importa realmente cómo lo consiguen: curso tras curso, esos
docentes realizan una labor profesional impresionante, nunca suficientemente
reconocida, casi siempre en la sombra, asumiendo que su forma de ser y lo que
consideran que debe significar la educación determina su trabajo diario pero
que todo empieza y termina en un objetivo educativo irrenunciable: la exigencia
académica. Porque a veces, tal vez demasiadas veces, se elude esa cuestión: los
docentes estamos en los centros educativos para enseñar y para que nuestros
alumnos aprendan. Estamos en los institutos para enseñar y para que nuestros
alumnos, tras nuestro trabajo, tengan una base suficiente de conocimientos que les permita seguir formándose al año siguiente. Somos una gota de agua en su vida
formativa pero no podemos convertirnos en un obstáculo, por acción u omisión,
en el derecho que tienen los adolescentes a adquirir una cultura básica y una
formación suficiente. No nos pagan (o no deberían hacerlo) solo para acompañar
y cuidar emocionalmente de nuestros alumnos. Nos pagan para que, acompañando y
cuidando emocionalmente de nuestros alumnos, consigamos que aprendan los
contenidos de nuestras materias y adquieran una serie de conocimientos como único
camino intelectualmente respetable para la obtención de ciertas
competencias.
La mayoría de alumnos son, casi siempre, perfectamente
conscientes de la calidad de esos docentes. Los aprecian y los defienden. Aunque
a muchos otros docentes y a otros muchos expertos les fastidie ese
reconocimiento y, dependiendo hacia qué tipo de docente se manifieste, siempre
encuentran razones espurias para impugnarlo.
Mi hipótesis, por tanto, es que existen ciertos arquetipos
docentes que demuestran de forma persistente su éxito en el aula. Ojo, habría
que explicar qué entiendo como "éxito". Para mí, tiene una raíz
radicalmente prosaica. Me explico: tan lejos de Keating y su irresponsable mesianismo
docente como sea posible.
Entonces, siguiendo esa idea, no debiera ser difícil, si nos
alejamos de prejuicios pedagógicos, compilar experiencias y establecer las
condiciones previas, en relación a la gestión de grupo, que un docente ha de
conocer para construir una relación con sus alumnos que le permita enseñarles con
cierta garantía de éxito, pero...
Pero luego llega la realidad y te da esa hostia que destruye
hasta la ensoñación pedagógica más modesta. Esa por la que uno lucha cada día. También
la de intentar mejorar un poquito el día a día de tu propio centro, o mejorar
la formación de los grupos a los que das clases, o tan solo que las cosas en tu
tutoría funcionen. Porque no se puede enseñar a nadie a ser lo que no es y lo
que le funciona a un docente se convierte en un estrepitoso fracaso para otro.
He tenido grupos complicados a los que conseguí enseñar con un
extraordinario esfuerzo. En una ocasión, nos convocaron a una reunión a los
docentes de un grupo muy difícil para buscar soluciones colectivas. De manera
extemporánea, sin ninguna maldad pero con muy poco tacto, la jefa de estudios
me pidió que explicara al resto de mis compañeros, que se veían impotentes ante
el grado de disrupción del grupo, "cómo lo hacía yo" para mantener
mis clases en un silencio activo mediante el que yo era capaz de enseñar y los
alumnos eran capaces de aprender. Me encontré, de repente, balbuceando lugares
comunes y consejos que terminaban siendo ridículos en el contexto relacional
que mis compañeros tenían con esos alumnos. Mis compañeros sufrían
extraordinariamente cada clase con ellos y lo que yo les decía no podía cambiar
eso. No me siento todavía hoy capaz de reprocharles nada a pesar de algunos de
sus errores: la propia Administración y la sociedad en la que vivimos habían
decidido que aquel centro fuera el gueto educativo de aquella población, y las
consecuencias de esa decisión puede que fuera algo con lo que aquellos docentes
debían convivir por exigencia laboral pero no suponía, ni de lejos, que ellos fueran
los responsables finales del fracaso educativo y el estigma social al que estaban
sometidos aquellos alumnos (las víctimas reales de todo aquello).
Es el momento de completar la hipótesis anteriormente
planteada: sí, existen ciertos arquetipos docentes que demuestran, de forma
persistente, su éxito en el aula. Pero, ¿son tan fáciles de replicar como
algunos pretenden desde sus despachos universitarios? Me temo que no.
La docencia en la ESO es complicada y en ella entran en
juego matices personales, sociales y emocionales que no se pueden obviar. Tengo
la sensación de que la investigación académica tiene muy poco en cuenta
el factor humano en la construcción de sus relatos educativos. La experiencia
parece demostrar que existen una serie de rasgos de carácter que facilitan
enormemente la labor docente y que, por mucho que se construyan
"formaciones", se puede atenuar las consecuencias de no disponer de
ellos pero, en ningún caso, se consigue replicarlos. Es lo que hay.
No hay nada más alejado de esos rasgos de carácter
que comento que la idea de "vocación" que algunos nos venden como
trasunto laico pedagógico de la iluminación religiosa. El cementerio del
fracaso docente está repleto de profesores con una enorme vocación.
Suelen ser carne de cañón.
Entonces, ¿qué hacemos? A veces, no es necesario mantener y
defender una opinión tajante sobre algo cuando la realidad te demuestra cada
día la imposibilidad de construir una generalización intelectualmente
consistente. Hay que ser humilde. Entender la complejidad. Asumir las
contradicciones.
Creo que es posible dar a conocer a los nuevos docentes ciertas
pautas que les permitirán no cometer errores absurdos en la gestión del aula.
Hay cosas que veo cada curso en ciertos compañeros que me parecen alucinantes y
completamente indefendibles. Pero también hay que aceptar que no existe nada
que les garantice que un grupo de alumnos les vaya a hacer caso como docentes.
Hagan lo que hagan.
Por último, también considero que resulta imprescindible hacer entender a la
sociedad que la docencia es un trabajo más y a ningún docente se le debería exigir
ninguna heroicidad, tan solo profesionalidad. El hecho de que en algunos centros de la enseñanza publica se terminen necesitando unas habilidades docentes especiales y se noten demasiado los defectos profesionales de algunos profesores es tan solo la consecuencia final de la endémica falta de recursos de la enseñanza pública y de la lacerante segregación socioeconómica que la doble red concertada/pública permite y fomenta.
Es
una cuestión recurrente que aparece en muchos centros educativos durante las charlas
informales de la sala de profesores e incluso, de manera tangencial, en algunas
juntas de evaluación. También aparece en el debate público, en las redes sociales, en el
contexto del #ClaustroVirtual, y no pocas veces ha saltado a los grandes medios de comunicación. Curiosamente,
hay un extraño consenso respecto a que supone un hecho constatable para los diferentes bandos educativos, aunque sus opiniones sean después completamente dispares en cuanto a su valoración: la mayoría del
tiempo y los recursos disponibles en los colegios e institutos se destinan a
los alumnos con más problemas y, por ello, no dedicamos el mismo tiempo
ni los mismos recursos a los demás alumnos, a esos que "van bien".
(En este post, y para aclarar posibles confusiones, cuando hablo de "alumnos con más problemas" no me refiero en ningún momento a los ACNEE´s. Quedan fuera del objeto de este análisis).
Evidentemente, esta cuestión
y los debates sobre sus consecuencias están mucho más presentes en aquellos
centros de Primaria y Secundaria que tienen una mayoría de alumnos que conviven
con realidades sociales y familiares complejas, enclavados en barrios socioeconómicamente
depauperados; pero aunque es ahí donde con mayor fuerza se manifiesta no he
conocido instituto en el que, independientemente del número de alumnos
conflictivos o con problemas académicos que haya, no aparezca la cuestión en
algún momento, siempre acompañada de los mantras habituales asociados a la misma.
Mantras que voy a intentar desmontar.
Los docentes de Primaria y
Secundaria (y especialmente los tutores) vivimos actualmente enzarzados en un
día a día muy complicado en el que ya no hay jornada laboral en la que
además de enseñar, nuestra labor fundamental, no tengamos que solucionar,
intervenir o vernos afectados por alguna situación personal de un alumno en
dificultades. Y da igual que algunos docentes, agobiados y enrabietados por la
pesada mochila que nuestro trabajo nos hace llevar, lo rechacen en público o
ejerzan abierta (y equivocadamente) de poco empáticos en las redes sociales.
Más allá de los desahogos y de los discursos rancios y clasistas, lo cierto es
que la mayoría de nosotros, salvo esa ínfima parte de delincuentes laborales
que soportamos, como en cualquier otra profesión, cumplimos con profesionalidad
cuando toca asumir la sobrecarga laboral diaria que el cuidado personal de
nuestros alumnos supone.
Ojo, escribo con toda la
intención del mundo lo de "con profesionalidad" porque, en demasiadas
ocasiones, las situaciones personales y académicas de algunos de nuestros
alumnos son tan extraordinariamente complejas que necesitarían intervenciones
docentes también extraordinariamente acertadas e implicarían, inevitablemente, una extraordinaria
dedicación por su parte. Y no, no se puede ni se debe exigir a los profesores
un nivel de implicación laboral que les suponga tener asumir el papel de héroe docente
redentor prácticamente cada día.
A medida que una sociedad
debilitada delegue cada vez más responsabilidades en la Escuela y le exija sin miramientos lo
imposible, estaremos más cerca de que la realidad termine imponiendo su
dictadura y la miseria social, que ahora mismo contenemos en nuestros centros a
duras penas, termine anegándonos a todos.
Vayamos al tema.
No es posible negar que en
nuestros colegios e institutos la mayoría del tiempo y de los (siempre escasos)
recursos disponibles se dedican mayoritariamente a una serie de alumnos que, en
la mayoría de las ocasiones, parecen terminar desaprovechándolos o
aprovechándolos pobremente. En lugar de ir a los grandes números, prefiero ejemplificar esto que comento analizando el tiempo que un tutor de
la ESO dedica a cada uno de los alumnos del grupo del que es responsable. El tiempo que
se dedica a unos es siempre, inevitablemente, un tiempo que no se le dedica a
otros. Cuando a final de curso examino el documento en el que registro todas
mis intervenciones con los alumnos (y sus familias) de mi tutoría, es abrumadora
la diferencia entre el tiempo real y de calidad que he dedicado a unos y a
otros. Abrumadora. Nunca me he sentido culpable. Es lo que hay. Lo urgente siempre se impone a lo necesario
y, por supuesto, arrasa con la posibilidad de lo deseable. Y en los centros educativos
vivimos en la emergencia permanente.
A partir de ahí, me parece humano que entre los docentes haya terminado larvándose un malestar
existencial que en ciertos momentos de tensión, cuando se les cuestiona sin
matices su labor sin reconocer jamás, salvo de boquilla, la dificultad real de
su trabajo, lleve a algunos a cuestionar la extraordinaria atención laboral que
el sistema les impone dedicar a unos pocos alumnos (los disruptivos, los
problemáticos, los que les desafían cada día en sus aulas, los que nunca estudian
ni parecen preocuparse de nada...) frente a la mínima atención que ello supone
dedicarle a los otros alumnos, los no disruptivos, los que no molestan, los adaptados al sistema,
los que tienen familias que responden, "los que aprueban".
"¿Por qué no pensamos también
en ellos?", dicen. "¿Por qué no destinamos una parte sustantiva de
los pocos recursos y tiempo que tenemos en actividades para hacer crecer
académicamente a esos alumnos que realmente nos están demostrando que sí
quieren estudiar, que tienen inquietudes?" "¿Por qué atender siempre solo
a los problemas de los alumnos más difíciles, que suelen ser siempre los alumnos más disruptivos, cuando en la mayoría de las ocasiones solo obtenemos indiferencia, fracaso o
mediocridad?".
Cuando entiendo que esas preguntas no son más
que una forma de desahogo equivocado, cuando no construyen sus argumentos desde el clasismo
educativo más rancio sino desde un desaliento laboral lacerante, soy capaz de comprender, desde
un punto de vista emocional, a aquellos compañeros que plantean esta equivocada
disyuntiva entre los "alumnos buenos" y los "alumnos
malos". Pero...
Pero desde un punto de visto
ideológico y profesional, considero inasumible e indefendible que los docentes de la enseñanza pública renuncien
a la equidad como motor de su trabajo y discutan la idea de que debemos ayudar
más a aquellos alumnos que más lo necesitan. Si lo que nos falta son los
recursos y el tiempo necesarios para atender como deberíamos a todos, lo que
debemos es exigir a nuestro políticos esos recursos y ese tiempo, no convertir
la escasez en una forma refinada de maltrato y segregación socioeconómica de
los de siempre. Hasta donde podamos. Sin alardes. Pero no negando que esa distribución de recursos y tiempo es pura justicia social.
Por último, para terminar, me gustaría ampliar el foco y permitir que la realidad, con toda su complejidad y sus contradicciones, se muestre. Un análisis honesto del tiempo y los recursos dedicados a unos y a otros desmonta
muchas falacias.
¿Realmente gastamos más tiempo y recursos en los "alumnos malos"? Una respuesta apresurada nos llevaría a contestar afirmativamente a esa pregunta. Pero lo cierto es que la respuesta correcta es no, de ninguna manera.
Hay algo que no se suele tener en cuenta en este debate y que para mí es trascendente: aunque a corto
plazo, en los primeros años educativos, destinemos más tiempo y más recursos a los
"peores alumnos", a largo plazo el gasto educativo en tiempo y recursos es mucho mayor en
los otros, en los que "van bien". Estos alumnos serán los que más
años estarán finalmente dentro del circuito educativo sufragado con los impuestos, serán estos los alumnos
que en su mayoría harán grados y másteres (estudios que suponen un mayor gasto por
alumno) y, por tanto, serán los que, sin duda, finalmente se beneficien de un mayor gasto público individual en
su formación.
Es decir, compañero, cuando
te quejes en nuestros colegios e institutos del excesivo gasto de tiempo y recursos que dedicamos a "los de siempre", párate un
momento a pensar y considera la otra cara de lo que defiendes. Defiendes, al final, que durante esos primeros
años de escolarización sufragada con el dinero de todos también se dé más a los
que ya sabemos que recibirán mucho más en el futuro.
¿Y a eso lo llamas
justicia?
Porque para eso, para dar
más a los que más tienen (con dinero público), ya tenemos a los centros
bilingües y a los colegios concertados. No nos hace falta hacerlo también dentro de nuestros aulas.
Hace
un tiempo, hablando con una amiga, surgió el tema del coaching y me salió, como
siempre, la mala baba. Como resulta inevitable en cualquier charla breve, que
no permite los matices y en la que tan solo se esbozan ideas, solo pude
transmitir mi desprecio hacia dicha actividad mediante el sarcasmo. Pero en
este caso creo que el humor es insuficiente y el tema merece un mayor
desarrollo.
Vivimos
en un tiempo social fuertemente determinado por emociones primarias que se
imponen de manera totalitaria sobre cualquier atisbo de reflexión o crítica
racional. Es por ello que resulta muy difícil atacar lo que hace o dice una
persona sin caer en la ofensa personal por no respetar sus sentimientos. En
este sentido, el coaching es el ejemplo perfecto de cómo un sentimentalismo
opresivo, que antaño solo envenenaba las relaciones personales más tóxicas, ha
terminado por colonizar las relaciones laborales convirtiendo a trabajadores
adultos en guiñapos en manos de iluminados.
El
supuesto éxito de algún coach, siempre con más marketing que realidad, no
invalida el principio general: los coaches emocionales son tipos y tipas sin la
formación adecuada (o con una formación que no avala ninguna de sus
intervenciones) que se arrogan, de manera prepotente, la capacidad de ayudar a otros a sobrellevar las miserias del día a día.
Así,
desde lo general, llegamos a lo particular, a la realidad de una actividad, el
coaching, que sin darnos cuenta ha llegado incluso a nuestros centros
educativos a través de docentes con ínfulas redentoras a los que no les basta
con enseñar y cuidar a sus alumnos. Ellos necesitan epatar.
Hay
demostraciones de supuesta empatía que no son más que una forma perversa de ego
sublimado.
En el ámbito
educativo, la confusión es absoluta. Incluso buenas ideas, como los programas de
mediación escolar, terminan contaminadas por una emocionalidad huera que prioriza
la exposición de una sentimentalidad limitante que obstaculiza la resolución
real de los problemas. Pero nadie parece dispuesto a poner freno a este dislate. Tal vez porque a todos nos cuesta ser
el que intenta advertir que el emperador va desnudo.
En
los muchos institutos en los que he trabajado he visto de todo: desde sesiones
de mindfullnes de Mercadona, con los alumnos dormitando encima de sus mesas con
música suave de fondo, hasta compañeros participando en cursos de formación en
los que les inducían a romperse emocionalmente (no hay mejor manera de
control); desde charlas externas, permitidas de forma irresponsable por directores
u orientadores, que tuve que parar y contener por el tufo sectario que destilaban
hasta sesiones en las que el ponente decidió ejercer el rol de la madre de una
alumna de 13 años y le animó/obligó a esta a que le dijera, delante de todos sus compañeros, lo
que no se atrevía a decirle a su madre.
Desde
aquí, desde este blog en el que llevo escribiendo tantos años, quiero
expresar mi repudio y mi absoluto desprecio hacia el coaching y sus mierdas
emocionales. El coaching no solo es inútil sino que es terriblemente peligroso
por el imaginario socioemocional (paliativo o competitivo, siempre
individualista, enfocado a un "yo" que lo llena todo) que construye.
Y los
coaches merecen una reflexión final: ¿quiénes son? ¿Cómo llegaron a convertirse
en coaches? ¿Qué tipo de trayectoria personal e itinerario laboral les hizo ser
lo que hoy son? Cuando uno investiga sobre ellos encuentra siempre cosas muy
curiosas. Reconozco que tengo especial debilidad por los jornaleros
de la emoción: mindundis que, más que iluminados, lo que hacen es beber de la
fuente inagotable del Lazarillo de Tormes.
Por
ahí andan, por las aulas, comiéndoles la cabeza a los alumnos y también a
muchos docentes mediante cursos formativos en los que los abrazos y las lágrimas
se convierten en sus instrumentos de control. No son más que vendeburras, vendehúmos,
vendedores de crecepelo.
La historia los recuerda. Nosotros, parece, los hemos
olvidado.