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22 noviembre 2025

A pie de aula 8: contradicciones y consecuencias del voluntariado docente

En los institutos hay muchas cosas que se proponen hacer con la mejor de las intenciones sin tener en cuenta el tiempo no laboral que supondrá para los compañeros su realización. Y aunque no siempre la propuesta termina convirtiéndose en exigencia (directa o indirecta) es absolutamente necesario para cualquier docente aprender a decir no sin necesidad de justificaciones, sin aspavientos pero con firmeza, a esa especie de loco zoco de proyectos, actividades culturales externas, intercambios lingüísticos, olimpiadas, excursiones, viajes de fin de curso, viajes a la nieve, charlas dentro y fuera del centro... que cada semana, casi cada día se organiza en la sala de profesores o aparece, en su versión digital, en el buzón de su mail: "no, no lo voy a hacer, no me parece lo suficientemente interesante para esos alumnos como para que vuelvan a perder clases de mi materia mis otros alumnos".
 
Una cosa es que el (inevitable) altruismo que siempre ha acompañado a la docencia docente no deba ser coartado porque nuestra profesión nos impele a construir espacios de aprendizaje que, en ocasiones, necesitan ir mucho más allá del aula y otra tener que asumir que se nos exija lo que no nos toca para cumplir con la ensoñación particular de algún compañero excesivamente entusiasta o de un director especialmente manipulador.
 
Siempre he admirado y defendido esos proyectos educativos, promovidos por compañeros muy comprometidos, que se construyen de manera claramente paralela a lo estrictamente académico y de los que unos pocos alumnos disfrutan durante unos pocos años (el quijotismo docente suele tener siempre un límite temporal). Para ello se suelen usar recreos, séptimas horas y demasiadas horas de la vida personal de esos docentes, especialmente motivados por promover la cultura ente los adolescentes de una forma diferente. Estoy hablando de esas revistas culturales, programas de radio (ahora podcasts), cineclubs o lecturas guiadas. Pero al igual que lo he valorado he intentado siempre hacer notar que esas actividades ni son ni deben ser parte obligatoria de nuestro trabajo, que tienen más que ver con una forma de entender la vida en sociedad y de usar nuestro tiempo libre de una manera altruista que con el estricto ámbito de nuestra profesión docente. Porque la alternativa es absolutamente imposible de gestionar ni salarial ni laboralmente.
 
En mi caso, prácticamente desde que empecé como docente, tuve claro que por las características de mi materia (FyQ) y las ratios tan altas que sufrimos, todos mis recreos (y demasiadas veces, parte de mis séptimas horas) estarían a disposición de mis alumnos para consultar dudas de una manera más personalizada. Desde hace ya muchos años el primer día de clases con cada grupo, además de establecer las condiciones en las que vamos a trabajar y nos vamos a respetar en el aula, les termino trasladando tres ideas clave:
 
1- Podéis preguntar siempre en clase. Tantas veces como queráis. Jamás os voy a poner mala cara o a hacer un mal gesto por tener que repetir una explicación. Me pagan para eso.
 
2- No hay ninguna pregunta tonta relacionada con la ciencia pero sí hay tontos que se ríen de las preguntas.
 
3- Cuando veas que, a pesar de todo, no te enteras o has faltado a clase por estar enfermo y no eres capaz de seguir el ritmo de las explicaciones, "pídeme un recreo".
 
Traducción:
 
1- Estoy aquí para que "ese" alumno aprenda. No le voy a juzgar por preguntar lo que no entendió a la primera ni tampoco le voy a dejar de contestar o le voy a menospreciar porque ayer estaba empanado y no me hizo el caso que debía. NUNCA. Eso sí, cuando se lo vuelva a explicar le recordaré que ayer igual se equivocó al no prestarme la atención debida y poco a poco iré forjando una especie de compromiso invisible con él que me funciona prácticamente siempre: yo estoy aquí para enseñarte y tú estás aquí para aprender. Esto es un trabajo de dos. Yo no te voy a fallar. Procura tú ir fallando cada vez menos.
 
2- Es clave construir un ambiente de aula que permita a todos participar sin ser cohibidos por sus compañeros. Demasiadas veces he visto fracasar a potenciales buenos docentes por no darse cuenta de esto o no saber gestionar al grupo de alumnos. Para conseguirlo es fundamental que el docente ejerza su autoridad en el aula y no eluda su responsabilidad en aras de una absurda autorregulación emocional adolescente. Es más, también es absolutamente necesario que mientras un alumno pregunta o expone una duda el silencio del resto del grupo sea absoluto, no solo para que pueda entender mi explicación posterior sino para que esta no sea útil solo para él sino que sirva de refuerzo al resto.
 
3- Da igual lo que uno intente, siempre hay alumnos tan introvertidos que son incapaces de preguntar en el aula cuando explicas. Da igual lo que se diga, cuando por enfermedad un alumno pierde varias clases continuadas de mi materia suele ser incapaz de entender lo que estamos trabajando cuando vuelve. Da igual lo bien que creamos explicar en el aula, el aprendizaje también tiene un componente emocional que hay que valorar en su justa medida y hay alumnos que necesitan algo más que el aula, un empujón intelectual que les permita ver que nada es tan difícil como cree y un empujón motivacional que les permita imaginar un futuro formativo más ambicioso sustentado en un esfuerzo sostenido. Pues eso, por ellos y para ellos, todos mis recreos están a su disposición.
 
Para mí, esos recreos y séptimas horas de dudas, esas clases particulares gratuitas que les ofrezco a mis alumnos no son más que la consecuencia lógica de extender a cierta parte de mi tiempo no laboral una manera de entender la docencia: nada, absolutamente nada, me parece más trascendente que el hecho de que mis alumnos se esfuercen por aprender y terminen aprendiendo y comprendiendo lo que ayer les parecía tan complicado para así, finalmente, aprobar por sus propios méritos. ¿Por qué? Porque trabajo en la enseñanza pública y casi siempre lo he hecho en barrios con entornos sociofamiliares complicados y económicamente limitados, con alumnos que casi nunca tienen la posibilidad real de buscar esa ayuda puntual externa (mediante profesores particulares, academias o los propios padres y sus amistades) que tantas veces salva a los hijos de la clase media del fracaso en los estudios. Y mis alumnos, en el mundo real, se lo juegan todo a una carta: su formación. Se juegan tener una posibilidad. Aunque no me guste. Aunque mientras les ayudo a obtener sus títulos y su formación critique la trampa de la meritocracia. Porque la realidad mancha, obliga a cabalgar contradicciones y destruye las ensoñaciones pedagógicas de algunos que, asfixiados de pureza ideológica, prefieren eludir al alumnado real para así poder construir imaginarios educativos alternativos.
 
Jamás me he planteado que ninguno de mis compañeros docentes tenga que hacer algo parecido a lo que yo hago en esos recreos. Faltaría más. Lo mío es puro voluntariado, así lo entiendo. Es más, procuro explicarles a mis alumnos que esto que hago es una decisión personal e intento hacerles ver por qué no pueden exigir jamás que otros docentes hagan lo mismo. Dicho esto, y como me conozco al #ClaustroVirtual, creo necesario señalar que antes de criticar mi voluntariado tocaría recordar la ingente cantidad de "eventos educativos" que cada curso anegan nuestros claustros, suponen un extraordinario gasto de energía y de tiempo para otros compañeros y nadie parece plantearse discutir: proyectos, actividades culturales externas, intercambios lingüísticos, olimpiadas, excursiones, viajes de fin de curso, viajes a la nieve, charlas dentro y fuera del centro...   
 
Hablemos ahora un poco de lo que está pasando con todo esto.
 
De unos años a esta parte parece que no son suficientes esos proyectos educativos que antes mencionaba como la revista o el programa de radio, la espectacularización de la enseñanza ha hecho carne en nuestros centros e, independientemente de ideologías y tipos de proyectos educativos, todos los centros intentan vender(se) por todo aquello que, realmente, nunca debió ser ni su función principal ni siquiera algo especialmente reseñable. Enseñar ya no basta. Ni siquiera enseñar bien. El centro educativo convertido en agencia de viajes para los alumnos de familias pudientes. El centro educativo como empresa experiencial para evitar el aburrimiento de los alumnos. El adorno pedagógico como motor educativo. El postureo educativo como equivocado motor de visibilidad. El adorno educativo (premios y proyectos) como la equivocada prioridad de tantos colegios e institutos que desesperan por parecer ser lo que no son y jamás debieron intentar ser. Luego, claro, llega la dura realidad del día a día, cuando las luces del escenario se apagan y la tramoya se descubre. Y toca volver al aula para estudiar algo. ¿Cuál fue el último claustro en el que se aplaudió la labor profesional de un docente en sus clases (enseñar como prioridad) en contraposición con los aplausos y reconocimiento que obtuvo ese otro docente por ese "proyecto de centro" con visibilidad social y premios "random" que todos sabemos que o no funciona o es absolutamente irrelevante?
 
Alumnos que pierden continuamente clases con muchos de sus profesores porque ellos, sus profesores, tienen que ausentarse para guiar y supervisar actividades de extraordinario valor experiencial (aunque en muchas ocasiones de discutible valor académico) para otros alumnos que casi nunca serán ellos. Vacaciones académicas en el extranjero disfrazadas de inmersión lingüística para unos pocos alumnos con familias con dinero. Vacaciones académicas disfrazadas de actividad física en la nieve para unos pocos alumnos con familias con dinero. Vacaciones académicas disfrazadas de viajes de fin de curso en el extranjero, a precios desorbitados y absurdos, para unos pocos alumnos con familias con dinero. Todo ello y mucho más que, unido a las actividades extraescolares tradicionales que todos los departamentos mantenemos y multiplicamos, provoca que no haya día en el que en cualquier centro educativo típico no falten varios docentes (elimino de esta ecuación las bajas médica por motivos obvios): guardias que se multiplican cada curso y un escandaloso e ingente número de horas lectivas perdidas y desperdiciadas para los otros alumnos de ese docente que se tiene que ausentar. Aunque se intenten enmascarar para que nadie se queje.
 
En los institutos en los que trabajé cuando empecé a dar clases hace casi veinte años cada departamento organizaba al principio de curso excursiones puntuales sin coste o con el menor coste posible para los diferentes niveles educativos. Para todos los alumnos. Puntuales y para todos, matiz importante. Pero las cosas han mutado rápidamente, la deriva de los institutos en su búsqueda de experiencias formativas para sus alumnos empieza a resultar hasta ridícula, un camino sin retorno que termina convirtiendo en secundario, aburrido y hasta molesto el aprendizaje diario en el aula. Es importante dejar constancia de ello para que se empiece a poner en cuestión lo que está sucediendo. Nos estamos equivocando y tiene su inevitable coste en la formación de nuestros alumnos.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en X/Twitter el 5 de mayo de 2023.

06 abril 2025

A pie de aula 7: eres quien eres no solo debido a tu esfuerzo, sino también gracias a esa enseñanza pública que hoy desprecias

No es verdad, aunque te guste regodearte en tu ridícula singularidad: la gran mayoría de los que tenéis más de 40 años no habéis conseguido vuestros "grandes éxitos" laborales a pesar de la enseñanza pública (que los impuestos de nuestros padres os sufragaron) sino gracias a ella. Aunque pretendas ahora olvidarlo y busques de manera patética la distinción social (nunca la calidad educativa) para tus hijos matriculándolos en la enseñanza privada.
 
Cuando criticas y desprecias la importancia de esa enseñanza pública en la que te formaste durante los años 80 y 90, la que te permitió convertirte en ese imbécil de clase media profesional y acomodada que eres hoy, lo único que demuestras es tu cobardía moral y tu egolatría sin medida: pretendes que la gente que te rodea piense que todo lo conseguiste tú solo, solo con tu esfuerzo. Tú contra todo y contra todos. Contra profesores mediocres, contra compañeros que obstaculizaban tu aprendizaje y contra una formación académica que siempre discutes y menosprecias pero de la que sacas pecho en cuanto tienes la oportunidad para recordar a todos tu magnífico expediente, tus sobresalientes y tus títulos. Te mola tanto el relato que a veces, a estas alturas, incluso te los has terminado creyendo.
 
Pero en tu interior sabes perfectamente que es falso. Otro como yo te dio clases cuando eras niño o adolescente. Y como a mí ahora me pasa con mis alumnos, te conoció, se acuerda de ti: supo de tus dudas, tus contradicciones y tus debilidades, esas que ahora pretendes que nadie conozca ni recuerde. Se puso todo un sistema educativo a tu servicio para poner en marcha ese famoso ascensor social que te ha permitido llegar hasta donde estás hoy. Con decenas de docentes, a los que ya no pones ni cara, trabajando para ayudarte a superar cada escalón de tu carrera formativa. Sí, también esos docentes que considerabas mediocres, los grises, los que nunca te marcaron. Sin ellos tampoco estarías hoy donde estás.
 
Pero no, tú prefieres eludir todo tu pasado educativo. Enfermo de egotismo, prefieres tan solo recordar a ese profesor que era diferente, ese que has terminado mitificando públicamente, ese tipo que se hace grande en tu memoria porque te impactó y has decidido convertirlo en parte del relato heroico de tu vida. Ni siquiera tengo claro que lo hagas para reivindicar su labor, más bien, lo has convertido en alguien especial tan solo para seguir ensalzándote a ti mismo. Lo elogias seguir elevándote sobre sus hombros y así poder colocarte por encima de todos esos que no se esforzaron tanto como tú como para poder llegar a donde tú estás. Pura soberbia vital.
 
Igual lo que no te gusta tanto es saber cómo sonreiría, con tristeza y desprecio, ese ya viejo profesor que has convertido en leyenda si supiera que ahora matriculas a tus hijos en la enseñanza privada, incluso ya en la universitaria, para eludir cualquier posibilidad de fracaso social de tus retoños, y que incluso vas renegando de los impuestos que te "roban", aunque sepas que una buena parte de ellos irán a esa enseñanza pública que seguirá intentando que otros, como tú hace ya tanto, también tengan una oportunidad de futuro independientemente de su origen social.

Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en X/Twitter el 19 de agosto de 2020

07 marzo 2025

A pie de aula 6: vivimos en la memoria de los que fueron nuestros alumnos

Hace ya casi quince años que me fui de Colmenar de Oreja. Estuve como interino durante dos cursos en el SIES de la localidad. Fueron dos cursos excelentes en lo laboral y en lo personal pero todavía hoy recuerdo con una sonrisa (de miedo) en la boca aquellos trayectos en autobús (aquel mítico 337) para llegar hasta allí, las más lejana población en la que he trabajado en Madrid: una hora de autobús diaria de ida y otra de vuelta que dieron mucho de sí. Sobre todo, un enorme cansancio, claro.

Hace un año, mientras comía en Buitrago del Lozoya, a donde había ido aprovechando un puente, noté que un chico me miraba desde otra mesa con extraña insistencia. Notaba su mirada desde lejos sin acabar de comprender qué podía despertar su curiosidad hasta que, finalmente, se acercó directamente a mi mesa y me dijo:

—Disculpa, ¿tú eres Pepe, no?

Todos los docentes sabemos lo difícil que es recordar los nombres de antiguos alumnos. Incluso olvidamos muchos de los del curso pasado si no vuelven a ser alumnos nuestros al curso siguiente. Y más los que, como interinos, hemos cambiado de centro con cierta asiduidad . Cada año aprendemos decenas de nuevos nombres e, inevitablemente, vamos olvidando otros tantos. Pero podemos olvidar sus nombres, no sus caras, sus gestos, su forma de mirar, sus sonrisas. Aunque este chico ya rondaba los 30 años.

—Sí, soy yo, claro... y seguro que tú fuiste alumno mío, ¿no?

Nos empezamos a reír y me aseguró que desde que me había visto en la mesa había pensado que era yo pero que hasta que no había hecho un gesto característico mío con el pelo no había estado seguro. Mi mujer, también presente, se reía. Sabe que cuando hablo y me explayo (y más en clase) siempre termino tocándome el pelo mientras intento explicarme. Finalmente, el chaval se identificó y una avalancha de recuerdos regresaron de golpe a mi cabeza.

Le había dado clases en la ESO. Por entonces, era un alumno que rozaba la conflictividad y mostraba siempre un punto de desafío hacia sus profesores pero también tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Y dibujaba como los ángeles. Recuerdo cómo le animábamos a estudiar y cómo discutíamos por entonces sus profesores las mejores estrategias para que siguiera estudiando.

Lo último que había sabido de él era que había titulado la ESO y que, animado por todos, había decidido matricularse en el Bachillerato de Artes en un instituto de Madrid, el IES Isabel la Católica. Ahora le iba a tocar a él esa hora y media diaria de ida y de vuelta, en transporte público, para continuar con su formación. Allí, de pie, sin dejar de sonreír, me completó su historia: me contó que acabó el Bachillerato y siguió formándose. También me contó que ahora estaba trabajando en la producción de una serie que se estaba rodando allí, en Buitrago del Lozoya, en este pueblo en el que casi 15 años después habíamos vuelto a encontrarnos. Transmitía la misma energía contagiosa que cuando era un chaval y, aunque iba con prisa, empezó a hablarme de los "viejos tiempos".

—No sabes lo que nos acordamos de ti, Pepe, nos cambiaste la vida.

Sin darse cuenta, como si estuviese hablando del tiempo, el hombre en el que se había convertido aquel chaval al que yo enseñé durante tan poco tiempo, hace ya tanto tiempo, me soltó ese halago que un docente nunca espera.

Siguió hablando, riéndose, mientras recordaba su época de chaval en el instituto, las que había montado, cómo se había dado cuenta de que tenía que seguir estudiando y también cómo recordaba haber empezado entender lo de la FyQ conmigo. Yo diría que solo le di clases en 3º ESO. Me habló de sus amigos del pueblo, que también habían sido mis alumnos, y cómo iban a alucinar cuando les contase que me había visto.

Nos despedimos sin más. Felices. Me alegró la tarde. En un año terrible en lo personal, pocos días después de la muerte de mi madre y apenas dos meses después de la muerte de mi hermano Juanma, un reconocimiento espontáneo como el suyo me llegó al alma.

Solo una cosa de aquella conversación recuerdo con tristeza: no pude evitar tener presente en todo momento, durante la conversación, a Fernando. También fue su profesor allí pero no fui capaz de contarle nada sobre él y sobre lo que le había pasado.

Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito enX/Twitter el 23 de febrero de 2024

31 enero 2025

A pie de aula 5: ¿se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO?

¿Se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO? 
 
 
Pienso en todos esos jóvenes (y no tan jóvenes)  profesores que se incorporan a nuestras aulas cada curso y cada día me parece más trascendente esta cuestión sobre la que hoy escribo.
 
¿Depende tanto la gestión de esa aula de la ESO del carácter, carisma y disposición personal del docente como para que, tal vez, no se pueda enseñar a hacerlo? Esta pregunta enlaza con otra que no se puede ignorar aunque levante alguna ampolla y cuyo origen son las experiencias que nos transmiten los que hace muy poco fueron alumnos del Máster de Secundaria y llegan a nuestras aulas ya convertidos en docentes: ¿puede enseñar a gestionar un aula de la ESO quien nunca lo hizo o el que dejó de hacerlo hace ya mucho tiempo (seguramente para eludir contradicciones vitales)?
 
Creo que sería absurdo negar la existencia de una serie de pautas que se pueden transmitir y se pueden interiorizar para mejorar la gestión de un grupo de adolescentes en el contexto de la enseñanza de una materia de la ESO. En este post que enlazo, por ejemplo, recopilé 10 consejos básicos para cualquier docente novato que empieza a enseñar en cualquier instituto. Pero de lo que hoy hablo en este post es de algo más sutil, diferente y complejo.
 
¿Qué te permite, como docente, construir las condiciones previas en tu relación con los alumnos para que tu labor, con la metodología que elijas para enseñar, pueda resultarles útil?
 
He leído mucho sobre el asunto pero hoy escribo desde una óptica básicamente experiencial, casi intuitiva, desde esas vivencias compartidas por tantos de nosotros, docentes, que vivimos cada día de nuestras vidas laborales en los institutos. Cuando cada minuto que se pasa en un centro educativo se vive en un estado profesional de alerta y atención continua (habría que plantearse la cantidad de compañeros que "no se enteran de nada", ese primer paso hacia el abismo, hacia el fracaso profesional) se termina conociendo e intuyendo con relativa facilidad cuáles de tus compañeros enseñan con cierta garantía de éxito y cuáles van a tener problemas curso tras curso, sean quiénes sean los alumnos que les toquen.
 
Hay una serie de docentes, siempre de diverso pelaje pedagógico (la pluralidad de estilos docentes supone una enorme riqueza de la enseñanza pública que está permanentemente amenazada no solo por absurdas leyes educativas sino también por la fiscalización extrema de los militantes de la #EnsoñaciónPedagógica), que construyen una relación con sus alumnos y establecen un ambiente de aula que les da la posibilidad real de enseñar y que sus alumnos aprendan con ellos. Resulta tan curioso como conmovedor ver cómo algunos de ellos lo consiguen desde una educada distancia emocional, que desde fuera puede resultar extrema, mientras que otros alcanzan su objetivo desde una cercanía personal que en ocasiones parece situarlos al borde del error profesional. No importa realmente cómo lo consiguen: curso tras curso, esos docentes realizan una labor profesional impresionante, nunca suficientemente reconocida, casi siempre en la sombra, asumiendo que su forma de ser y lo que consideran que debe significar la educación determina su trabajo diario pero que todo empieza y termina en un objetivo educativo irrenunciable: la exigencia académica. Porque a veces, tal vez demasiadas veces, se elude esa cuestión: los docentes estamos en los centros educativos para enseñar y para que nuestros alumnos aprendan. Estamos en los institutos para enseñar y para que nuestros alumnos, tras nuestro trabajo, tengan una base suficiente de conocimientos que les permita seguir formándose al año siguiente. Somos una gota de agua en su vida formativa pero no podemos convertirnos en un obstáculo, por acción u omisión, en el derecho que tienen los adolescentes a adquirir una cultura básica y una formación suficiente. No nos pagan (o no deberían hacerlo) solo para acompañar y cuidar emocionalmente de nuestros alumnos. Nos pagan para que, acompañando y cuidando emocionalmente de nuestros alumnos, consigamos que aprendan los contenidos de nuestras materias y adquieran una serie de conocimientos como único camino intelectualmente respetable para la obtención de ciertas competencias.
 
La mayoría de alumnos son, casi siempre, perfectamente conscientes de la calidad de esos docentes. Los aprecian y los defienden. Aunque a muchos otros docentes y a otros muchos expertos les fastidie ese reconocimiento y, dependiendo hacia qué tipo de docente se manifieste, siempre encuentran razones espurias para impugnarlo.
 
Mi hipótesis, por tanto, es que existen ciertos arquetipos docentes que demuestran de forma persistente su éxito en el aula. Ojo, habría que explicar qué entiendo como "éxito". Para mí, tiene una raíz radicalmente prosaica. Me explico: tan lejos de Keating y su irresponsable mesianismo docente como sea posible.
 
 
Entonces, siguiendo esa idea, no debiera ser difícil, si nos alejamos de prejuicios pedagógicos, compilar experiencias y establecer las condiciones previas, en relación a la gestión de grupo, que un docente ha de conocer para construir una relación con sus alumnos que le permita enseñarles con cierta garantía de éxito, pero...
 
Pero luego llega la realidad y te da esa hostia que destruye hasta la ensoñación pedagógica más modesta. Esa por la que uno lucha cada día. También la de intentar mejorar un poquito el día a día de tu propio centro, o mejorar la formación de los grupos a los que das clases, o tan solo que las cosas en tu tutoría funcionen. Porque no se puede enseñar a nadie a ser lo que no es y lo que le funciona a un docente se convierte en un estrepitoso fracaso para otro.
 
He tenido grupos complicados a los que conseguí enseñar con un extraordinario esfuerzo. En una ocasión, nos convocaron a una reunión a los docentes de un grupo muy difícil para buscar soluciones colectivas. De manera extemporánea, sin ninguna maldad pero con muy poco tacto, la jefa de estudios me pidió que explicara al resto de mis compañeros, que se veían impotentes ante el grado de disrupción del grupo, "cómo lo hacía yo" para mantener mis clases en un silencio activo mediante el que yo era capaz de enseñar y los alumnos eran capaces de aprender. Me encontré, de repente, balbuceando lugares comunes y consejos que terminaban siendo ridículos en el contexto relacional que mis compañeros tenían con esos alumnos. Mis compañeros sufrían extraordinariamente cada clase con ellos y lo que yo les decía no podía cambiar eso. No me siento todavía hoy capaz de reprocharles nada a pesar de algunos de sus errores: la propia Administración y la sociedad en la que vivimos habían decidido que aquel centro fuera el gueto educativo de aquella población, y las consecuencias de esa decisión puede que fuera algo con lo que aquellos docentes debían convivir por exigencia laboral pero no suponía, ni de lejos, que ellos fueran los responsables finales del fracaso educativo y el estigma social al que estaban sometidos aquellos alumnos (las víctimas reales de todo aquello).
 
Es el momento de completar la hipótesis anteriormente planteada: sí, existen ciertos arquetipos docentes que demuestran, de forma persistente, su éxito en el aula. Pero, ¿son tan fáciles de replicar como algunos pretenden desde sus despachos universitarios? Me temo que no.
 
La docencia en la ESO es complicada y en ella entran en juego matices personales, sociales y emocionales que no se pueden obviar. Tengo la sensación de que la investigación académica tiene muy poco en cuenta el factor humano en la construcción de sus relatos educativos. La experiencia parece demostrar que existen una serie de rasgos de carácter que facilitan enormemente la labor docente y que, por mucho que se construyan "formaciones", se puede atenuar las consecuencias de no disponer de ellos pero, en ningún caso, se consigue replicarlos. Es lo que hay.
 
No hay nada más alejado de esos rasgos de carácter que comento que la idea de "vocación" que algunos nos venden como trasunto laico pedagógico de la iluminación religiosa. El cementerio del fracaso docente está repleto de profesores con una enorme vocación. Suelen ser carne de cañón.
 
Entonces, ¿qué hacemos? A veces, no es necesario mantener y defender una opinión tajante sobre algo cuando la realidad te demuestra cada día la imposibilidad de construir una generalización intelectualmente consistente. Hay que ser humilde. Entender la complejidad. Asumir las contradicciones.
 
Creo que es posible dar a conocer a los nuevos docentes ciertas pautas que les permitirán no cometer errores absurdos en la gestión del aula. Hay cosas que veo cada curso en ciertos compañeros que me parecen alucinantes y completamente indefendibles. Pero también hay que aceptar que no existe nada que les garantice que un grupo de alumnos les vaya a hacer caso como docentes. Hagan lo que hagan.
 
Por último, también considero que resulta imprescindible hacer entender a la sociedad que la docencia es un trabajo más y a ningún docente se le debería exigir ninguna heroicidad, tan solo profesionalidad. El hecho de que en algunos centros de la enseñanza publica se terminen necesitando unas habilidades docentes especiales y se noten demasiado los defectos profesionales de algunos profesores es tan solo la consecuencia final de la endémica falta de recursos de la enseñanza pública y de la lacerante segregación socioeconómica que la doble red concertada/pública permite y fomenta.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en X/Twitter el 8 de noviembre de 2024

15 diciembre 2024

A pie de aula 4: ¿realmente gastamos mas tiempo y recursos públicos en los alumnos que presentan más problemas?

Es una cuestión recurrente que aparece en muchos centros educativos durante las charlas informales de la sala de profesores e incluso, de manera tangencial, en algunas juntas de evaluación. También aparece en el debate público, en las redes sociales, en el contexto del #ClaustroVirtual, y no pocas veces ha saltado a los grandes medios de comunicación. Curiosamente, hay un extraño consenso respecto a que supone un hecho constatable para los diferentes bandos educativos, aunque sus opiniones sean después completamente dispares en cuanto a su valoración: la mayoría del tiempo y los recursos disponibles en los colegios e institutos se destinan a los alumnos con más problemas y, por ello, no dedicamos el mismo tiempo ni los mismos recursos a los demás alumnos, a esos que "van bien".
 
(En este post, y para aclarar posibles confusiones, cuando hablo de "alumnos con más problemas" no me refiero en ningún momento a los ACNEE´s. Quedan fuera del objeto de este análisis).
 
Evidentemente, esta cuestión y los debates sobre sus consecuencias están mucho más presentes en aquellos centros de Primaria y Secundaria que tienen una mayoría de alumnos que conviven con realidades sociales y familiares complejas, enclavados en barrios socioeconómicamente depauperados; pero aunque es ahí donde con mayor fuerza se manifiesta no he conocido instituto en el que, independientemente del número de alumnos conflictivos o con problemas académicos que haya, no aparezca la cuestión en algún momento, siempre acompañada de los mantras habituales asociados a la misma. Mantras que voy a intentar desmontar.
 
Los docentes de Primaria y Secundaria (y especialmente los tutores) vivimos actualmente enzarzados en un día a día muy complicado en el que ya no hay jornada laboral en la que además de enseñar, nuestra labor fundamental, no tengamos que solucionar, intervenir o vernos afectados por alguna situación personal de un alumno en dificultades. Y da igual que algunos docentes, agobiados y enrabietados por la pesada mochila que nuestro trabajo nos hace llevar, lo rechacen en público o ejerzan abierta (y equivocadamente) de poco empáticos en las redes sociales. Más allá de los desahogos y de los discursos rancios y clasistas, lo cierto es que la mayoría de nosotros, salvo esa ínfima parte de delincuentes laborales que soportamos, como en cualquier otra profesión, cumplimos con profesionalidad cuando toca asumir la sobrecarga laboral diaria que el cuidado personal de nuestros alumnos supone.
 
Ojo, escribo con toda la intención del mundo lo de "con profesionalidad" porque, en demasiadas ocasiones, las situaciones personales y académicas de algunos de nuestros alumnos son tan extraordinariamente complejas que necesitarían intervenciones docentes también extraordinariamente acertadas e implicarían, inevitablemente, una extraordinaria dedicación por su parte. Y no, no se puede ni se debe exigir a los profesores un nivel de implicación laboral que les suponga tener asumir el papel de héroe docente redentor prácticamente cada día.
 
A medida que una sociedad debilitada delegue cada vez más responsabilidades en la Escuela y le exija sin miramientos lo imposible, estaremos más cerca de que la realidad termine imponiendo su dictadura y la miseria social, que ahora mismo contenemos en nuestros centros a duras penas, termine anegándonos a todos.
 
Vayamos al tema.
 
No es posible negar que en nuestros colegios e institutos la mayoría del tiempo y de los (siempre escasos) recursos disponibles se dedican mayoritariamente a una serie de alumnos que, en la mayoría de las ocasiones, parecen terminar desaprovechándolos o aprovechándolos pobremente. En lugar de ir a los grandes números, prefiero ejemplificar esto que comento analizando el tiempo que un tutor de la ESO dedica a cada uno de los alumnos del grupo del que es responsable. El tiempo que se dedica a unos es siempre, inevitablemente, un tiempo que no se le dedica a otros. Cuando a final de curso examino el documento en el que registro todas mis intervenciones con los alumnos (y sus familias) de mi tutoría, es abrumadora la diferencia entre el tiempo real y de calidad que he dedicado a unos y a otros. Abrumadora. Nunca me he sentido culpable. Es lo que hay. Lo urgente siempre se impone a lo necesario y, por supuesto, arrasa con la posibilidad de lo deseable. Y en los centros educativos vivimos en la emergencia permanente.
 
A partir de ahí, me parece humano que entre los docentes haya terminado larvándose un malestar existencial que en ciertos momentos de tensión, cuando se les cuestiona sin matices su labor sin reconocer jamás, salvo de boquilla, la dificultad real de su trabajo, lleve a algunos a cuestionar la extraordinaria atención laboral que el sistema les impone dedicar a unos pocos alumnos (los disruptivos, los problemáticos, los que les desafían cada día en sus aulas, los que nunca estudian ni parecen preocuparse de nada...) frente a la mínima atención que ello supone dedicarle a los otros alumnos, los no disruptivos, los que no molestan,  los adaptados al sistema, los que tienen familias que responden, "los que aprueban".
 
"¿Por qué no pensamos también en ellos?", dicen. "¿Por qué no destinamos una parte sustantiva de los pocos recursos y tiempo que tenemos en actividades para hacer crecer académicamente a esos alumnos que realmente nos están demostrando que sí quieren estudiar, que tienen inquietudes?" "¿Por qué atender siempre solo a los problemas de los alumnos más difíciles, que suelen ser siempre los alumnos más disruptivos, cuando en la mayoría de las ocasiones solo obtenemos indiferencia, fracaso o mediocridad?".
 
Cuando entiendo que esas preguntas no son más que una forma de desahogo equivocado, cuando no construyen sus argumentos desde el clasismo educativo más rancio sino desde un desaliento laboral lacerante, soy capaz de comprender, desde un punto de vista emocional, a aquellos compañeros que plantean esta equivocada disyuntiva entre los "alumnos buenos" y los "alumnos malos". Pero...
 
Pero desde un punto de visto ideológico y profesional, considero inasumible e indefendible que los docentes de la enseñanza pública renuncien a la equidad como motor de su trabajo y discutan la idea de que debemos ayudar más a aquellos alumnos que más lo necesitan. Si lo que nos falta son los recursos y el tiempo necesarios para atender como deberíamos a todos, lo que debemos es exigir a nuestro políticos esos recursos y ese tiempo, no convertir la escasez en una forma refinada de maltrato y segregación socioeconómica de los de siempre. Hasta donde podamos. Sin alardes. Pero no negando que esa distribución de recursos y tiempo es pura justicia social.
 
Por último, para terminar, me gustaría ampliar el foco y permitir que la realidad, con toda su complejidad y sus contradicciones, se muestre. Un análisis honesto del tiempo y los recursos dedicados a unos y a otros desmonta muchas falacias.
 
¿Realmente gastamos más tiempo y recursos en los "alumnos malos"? Una respuesta apresurada nos llevaría a contestar afirmativamente a esa pregunta. Pero lo cierto es que la respuesta correcta es no, de ninguna manera.
 
Hay algo que no se suele tener en cuenta en este debate y que para mí es trascendente: aunque a corto plazo, en los primeros años educativos, destinemos más tiempo y más recursos a los "peores alumnos", a largo plazo el gasto educativo en tiempo y recursos es mucho mayor en los otros, en los que "van bien". Estos alumnos serán los que más años estarán finalmente dentro del circuito educativo sufragado con los impuestos, serán estos los alumnos que en su mayoría harán grados y másteres (estudios que suponen un mayor gasto por alumno) y, por tanto, serán los que, sin duda, finalmente se beneficien de un mayor gasto público individual en su formación.
 
Es decir, compañero, cuando te quejes en nuestros colegios e institutos del excesivo gasto de tiempo y recursos que dedicamos a "los de siempre", párate un momento a pensar y considera la otra cara de lo que defiendes. Defiendes, al final, que durante esos primeros años de escolarización sufragada con el dinero de todos también se dé más a los que ya sabemos que recibirán mucho más en el futuro.
 
¿Y a eso lo llamas justicia? 
 
Porque para eso, para dar más a los que más tienen (con dinero público), ya tenemos a los centros bilingües y a los colegios concertados. No nos hace falta hacerlo también dentro de nuestros aulas.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en Twitter/X el 26 de diciembre de 2020