Siempre he defendido que los profesores no deben eludir su responsabilidad social y han de posicionarse con argumentos frente a la realidad de la Educación Pública. Es insoportable ver a tantos y tantos docentes-estrella y gurús de cambalache esconderse siempre tras sus análisis intelectualoides, ridículos flippeos, gamificaciones motivadoras y emocionantes proyectos educativos (también tras sus supuestas clases magistrales e impostadas equidistancias políticas) para no dar la cara y no bajar al barro de la realidad de las nefastas consecuencias de la gestión política de la Educación de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Aclaro, por si alguien se pierde: no respeto ni me fío de ningún experto pedagógico o docente, ya sea innovador educativo, crítico tradicionalista o profesor a pie de aula que jamás pone el foco de sus críticas y quejas educativas en la importancia de las ratios en la Escuela Real, la segregación socioeconómica que provoca la doble red concertada-pública (y, aquí en Madrid, también el Programa Bilingüe dentro de la Enseñanza Pública), la ausencia de recursos e infraestructuras que son claves para la formación de los alumnos más necesitados o la imposibilidad real de una enseñanza que atienda a las necesidades individuales de los alumnos cuando muchos profesores deben dar clases, cada semana, a 150-200 (o más) alumnos. Tipos que siempre obvian, en sus duras críticas al sistema educativo, la enorme desventaja que generan los diferentes puntos de partida sociofamiliar de los alumnos, el contexto de aula (real) en el que los alumnos (sobre)viven en ciertos barrios o nuestras propias limitaciones como profesores para ayudarlos a que no desistan en seguir formándose. Es más, estoy muy cansado de algunos compañeros que optan por estigmatizar los comportamientos disruptivos y "antiacadémicos" de ciertos alumnos como una manera de justificar su desidia o incapacidad profesional e ignorar cualquier análisis socioeconómico de nuestra labor (el clásico "yo solo doy clases"). Y aquí no estoy hablando precisamente de los #innoducators, sino de los que todavía leen hoy con pasión a Moreno Castillo.
Pero, a pesar de tener tantas cosas tan claras, la realidad es que me ha costado mucho posicionarme públicamente respecto a la huelga indefinida que está en marcha en la educación madrileña desde el 10 de septiembre gracias un grupo combativo de docentes y con la cobertura legal que les ha dado finalmente CNT-AIT. Y mi silencio que, no nos engañemos, a (casi) nadie importa, a mí me estaba haciendo daño.
Desde que empecé a trabajar como profesor de la Enseñanza Pública madrileña en 2006 he hecho todas las huelgas educativas convocadas salvo una, la de 2010, cuando nos bajaron el sueldo a todos los funcionarios españoles. No es irrelevante que no hiciera aquella huelga. Sí, también hice aquellas huelgas que solo convocaba CGT (incluso la indefinida aquella que, a día de hoy, con lo que uno lee en las redes sociales, me sorprende que fracasara cuando tantos afirman haberla hecho. Esos "tantos" que la hicieron imagino que son los hijos de aquellos "tantos" que corrieron delante de los grises).
Es importante, en este momento, aclarar algo que, para mí, es trascendente y sigo pensando casi 15 años después: los docentes funcionarios tenemos una doble responsabilidad cuando convocamos huelgas: entrelazar nuestras (legítimas) luchas laborales con el beneficio concreto y la defensa cerrada de una Enseñanza Pública digna y de calidad para nuestros alumnos. Esas son las huelgas y movilizaciones que para mí siempre han merecido la pena. Y de ahí el lema que siempre he defendido: las huelgas en defensa de la Enseñanza Pública se secundan siempre.
Ya sufrí la incomprensión de algunos a finales de abril cuando no vi razón en no regresar a las aulas en ciertos niveles educativos (4º ESO y 2º Bach.) para darle un final adecuado al curso aprovechando que la situación de la pandemia en España había mejorado notablemente. Nuestro miedo como profesores, el miedo de los padres y el miedo de la Administración tras lo sucedido en los meses anteriores se impusieron y no volvimos a las aulas. El fraude de la teledocencia se impuso. Poco que criticar. Se puede entender. Llegaba el verano. Hubo una desconexión general. Poco a poco, desde mediados de julio, cuando los datos de contagios en España crecían fundamentalmente debido a Aragón y Cataluña, empezó a mostrarse la realidad de la gestión absolutamente desastrosa de uno de los gobiernos más inoperantes y estúpidos que he conocido (el que dirige Ayuso en Madrid). Los contagios crecían en Madrid, y, a medida que avanzaba agosto, los profesores empezaron a darse cuenta de que, ahora sí, como le iba a pasar a tantos otros currantes, iban a volver a trabajar "presencialmente". Y el miedo a volver a las aulas comenzó a propagarse entre nosotros, un miedo cerval, exagerado (o no), tan comprensible emocionalmente para un hipocondríaco como yo como inaceptable desde cualquier punto de vista ideológicamente racional si como docente te consideras un trabajador más. Vivimos en sociedad, la gestión del riesgo debe ser colectiva, liderada por nuestro gobernantes, y victimizarse públicamente en una situación como la que vivimos ("vamos a al matadero en septiembre", "ya verás cuando muramos uno de nosotros") no debería ser alternativa intelectual para nadie sin detenerse un instante a mirar alrededor para analizar, desapasionadamente, qué pasaría si todos los demás trabajadores, los padres de nuestros alumnos, optasen (o pudiesen optar, no son funcionarios) por esa misma actitud.
Llevo más dos meses leyendo con enorme interés opiniones de compañeros docentes, he asistido (sin participar) a asambleas sindicales telemáticas, he sido testigo de cómo se iba construyendo una voz intersindical que declaraba la guerra al Gobierno de Ayuso con una estrategia conservadora pero, en esta ocasión, digna de aprecio. También he visto cómo este planteamiento sindical defraudaba las expectativas de muchos docentes madrileños que abogaban por una mayor radicalidad en las acciones a plantear. Los sindicatos docentes con representación en Madrid, especialmente CCOO, tienen poco en cuenta la frustración acumulada de una generación docente (me incluyo) a la que han decepcionado y a la que son ya incapaces de representar laboral e ideológicamente porque han perdido toda autoridad moral.
¿Entonces? ¿Dónde estoy yo? Tras semanas de lecturas, dudas y reflexiones tocaba tomar una decisión y, curiosamente, fue este manifiesto en defensa de la huelga indefinida compartido por Panadero en Twitter, uno de los tipos que más respeto me merece en las redes sociales educativas, el que terminó por aclararme las cosas en sentido contrario a lo ahí defendido. Hay que leerlo.
No. Aunque me ha costado mucho NO estoy secundando la huelga indefinida educativa en Madrid.
¿Por qué? Porque considero que, en las circunstancias actuales, su
auténtico fundamento es la defensa de la salud laboral de
los docentes. Porque aunque se enmascare con palabras grandilocuentes
esa es la realidad de la reivindicación: el drama es nuestra
salud amenazada, nuestro miedo al contagio, un miedo legítimo pero
también un miedo de clase, un miedo de funcionario, un miedo del que se
lo pude permitir. Pero yo no soy capaz de conciliar ese miedo personal (que
lo tengo, soy un jodido hipocondríaco de manual) con el abandono
(mediante una huelga indefinida que sí me puedo permitir económicamente
durante un tiempo por mi modo de vida) de mis alumnos de Villaverde, uno
de los barrios más jodidos por la pandemia en Madrid.
Vivo desde hace
más de una década con una mochila cargada de rabia y frustración por las
barrabasadas con las que los diferentes gobiernos del PP de Madrid han
arrasado con una Educación Pública en la que, a pesar de todo, no puedo
dejar de creer porque mis alumnos, esos que nunca me han fallado y que,
sin saberlo, son uno de los motores de mi vida, me han mostrado que
incluso en estas circunstancias la Pública sigue siendo útil para que
muchos de ellos logren luchar por labrarse un futuro personal y laboral
digno. No recuerdo las veces que he defendido que había que dejarse de
pantomimas, de batucadas reivindicativas, de estúpidas performances, de
las "huelgas sindicales de primavera de El Corte Inglés". No puedo
enumerar las veces que he reivindicado una huelga real, definitiva,
seria e indefinida para defender a la Enseñanza Pública, bajar las
ratios reales, disminuir la carga lectiva de los profesores, reducir el
número de alumnos a los que un docente puede atender en un curso,
eliminar el pijobilingüismo segregador o volver a poner encima de la
mesa el fraude que supone una Enseñanza Concertada que, sufragada con el
dinero de todos, permite a unos pocos seleccionar a los compañeros de
aula de sus hijos.
Entonces llega septiembre de 2020, se convoca una huelga
indefinida en la Enseñanza Pública de Madrid gracias a un movimiento
docente ajeno al sindicalismo oficial y... no la secundo.
Joder. Nunca eso de "cabalgar las contradicciones" tuvo tanto sentido para mí. Qué difícil es todo.
Podía ser peor.
Curiosamente (quién me lo iba a decir), y tras muchas dudas y
reflexiones, la estrategia sindical "oficialista" resulta ser la que más me convence:
huelgas parciales como elemento de presión y evaluación crítica (pero
también realista) de las condiciones en las que volvemos a las aulas.
Presión para que las promesas de refuerzos docentes se cumplan y para que que el curso
2020-2021 pueda avanzar presencialmente como sea.
No podemos abandonar
completamente en el momento más complicado de sus vidas educativas a
nuestros alumnos ni a sus familias, tenemos que intentar la
presencialidad (o esa trampa que supone la semipresencialidad) mientras la situación general de salud lo permita. No podemos defender en
septiembre la no reapertura de las aulas sin reflexionar sobre las
consecuencias reales de ello. Si ya la teledocencia fue inútil en el
último trimestre del curso pasado pensar en ella como posibilidad real con alumnos a los que no conocemos es un mal chiste. Y defender que lo
que se busca con la huelga indefinida en estos momentos es una (siempre
necesaria) reducción de ratio por motivos de salud cuando debería ser
por motivos de equidad social solo pone de manifiesto el porqué real de
este movimiento docente.
El posible cierre de los centros educativos debe ser paralelo a un confinamiento
general. Reniego de nuestra supuesta excepcionalidad y, en todo caso,
defiendo que serán nuestros gobernantes los que en un momento dado, ante
un riesgo real, terminarán
clausurándonos por miedo a los padres.
Tenemos que seguir acumulando
la rabia para batallas futuras pero nadie me va a convencer a estas
alturas de que la renuncia de un profesor a dar sus clases por miedo a
contagiarse se puede traducir en una defensa instrumental de la
Enseñanza Pública. No, esto es otra cosa. Respetable. Pero es otra cosa.
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La memoria es caprichosa y, por algún motivo, este recuerdo
no se diluye con los años, permanece con gran intensidad y siempre me
reconforta: estamos en Caño Guerrero, en esa playa de Huelva que tantos
sevillanos llevan colonizando cada verano desde hace tanto tiempo, en aquella
casa grande pero desvencijada, casi a pie de playa, que durante varios veranos
mi madre alquiló para que los hermanos nos fuéramos reuniendo con ella (por turnos,
claro, nunca cabíamos todos) durante dos semanas. Por entonces, mi relación con
Mari había mejorado considerablemente tras unos años de cierta frialdad. Su
divorcio, su enfermedad y su vuelta (que iba a ser temporal) a la casa de mi
madre para sobrellevar con su ayuda tanto las consecuencias del agresivo
tratamiento de aquel puto cáncer de mama que le había atacado en 2009 como la
crianza de su hijo habían hecho que, cada vez que yo volvía a Sevilla,
especialmente en navidades, nos volviéramos a ver con tiempo de calidad en casa
de mi madre y hubiésemos aprendido a volver a disfrutar de nuestra mutua
compañía. Ya superábamos la treintena todos los hermanos y empezábamos a
aprender a superar las diferencias con menos soberbia, menos arrebatos de
niñato y más empatía. ¡Cuánto ayudaron la llegada de los sobrinos, los hijos de
Mari y Espe, para eso! Aquellos últimos años volví a encontrarme con mi
hermana, con su liderazgo familiar (ese que todos asumíamos con naturalidad),
con su sonrisa desvaída, su fortaleza impostada, con su humor cabrón, con esa
mala leche que sabía siempre presentar envuelta en terciopelo. Pero también
intuí (sin llegar nunca a comprender en toda su dimensión) su dolor, un enorme
dolor emocional que iba mucho más allá de su enfermedad y del miedo que se
instaló ya para siempre en su frágil cuerpo, un dolor y una desorientación
vital que le habían hecho romper con amistades de años, encerrarse en el núcleo
familiar y volcarse completamente en la atención de su pequeño. Por supuesto,
durante aquellos años, tuve la enorme suerte de tener un entorno propicio para
pasar tiempo con su hijo, mi sobrino Ale, que había nacido en 2006 y que era un
amor de niño, un oso amoroso que, desde que llegabas a casa, se te enganchaba
como un koala, te iba a despertar cada mañana con locas ganas de jugar contigo
y te buscaba en todo momento con devoción. Con esos ojos, con esa mirada tan
profunda e inocente que te desarmaba. De todos los recuerdos que tengo de Ale
de aquellos años hay dos que permanecen vívidos en mi memoria. Uno es cómo
parecía darle una extraña paz acariciar levemente mi pelo cuando nos
tirábamos en el sofá a ver alguna cosa en televisión y él, inmediatamente,
buscaba refugio emocional en aquel tipo de los pelos largos que, al parecer,
era hermano de su madre y, por tanto, alguien de confianza. El otro recuerdo,
tan jodido, tan jodidamente triste, ya
está contado aquí.
Pero volvamos a Caño Guerrero, a uno de los últimos
recuerdos felices que tengo de Mari, una historia que siempre me hace sonreír
al evocarla, incluso ahora cuando trato de relatarla. Estamos en el verano de
2011, Mari se está recuperando satisfactoriamente de su cáncer de mama y le van
a reconstruir (¿le han reconstruido ya?) los senos. Mi madre, siempre tan
fuerte y cabezona, ha ido aprendiendo a delegar en ella muchos detalles de la
organización de la nueva vida que llevan juntas. Formaban por entonces una
extraña pareja las dos. Tras la muerte de mi padre y mi hermana Mercedes en
2002, y tras la marcha de los últimos hijos de su casa, mi madre se había
tenido que ir acostumbrando a regañadientes a vivir sola en una casa que se
había vuelto extrañamente silenciosa tras décadas de desbordante bullicio y
griterío. La vuelta de Mari a casa, aún siendo por una desafortunada
circunstancia, le regaló vida a mi madre, que no solo obtuvo compañía sino la
posibilidad de volver a cuidar de alguien, de volver a hacer algo a lo que ha
dedicado su vida. Desde que se instaló en su casa, Mari dejó que mi madre
estuviese pendiente de ella, cuidando de sus comidas y sus descansos Y, aunque
en ocasiones se quejara, siempre me pareció que la queja era puro postureo, que
realmente agradecía esa atención, como si la necesitase en aquel momento tan
complicado de su vida, como si mi madre y su casa se hubiesen convertido en una
isla donde refugiarse momentáneamente de la tempestad.
Es de noche, hemos vuelto de la playa y ya queda atrás el
caos de los baños de los niños, las duchas de los adultos y la gestión de las
cenas. Es de las pocas ocasiones que nos recuerdo en el salón porque casi
siempre preferíamos el patio exterior (igual los mosquitos o el frío nocturno
de la playa onubense nos obligaron al traslado). Los niños ya están acostados,
el tráfico de cervezas, "chocolate" (licor de orujo), ginebra y
whisky es constante. Siempre bebimos demasiado los Almeidas, para qué negarlo.
Hay un enorme buen rollo en el ambiente. Hay ganas de disfrutar, de disfrutarnos,
de celebrar la vida a la que Mari parecía estar regresando. Mari está en su
salsa, se la ve relajada, la Cruzcampo corre feliz por sus venas aunque cada
vez que pilla otro botellín participa de un extraño teatrillo con mi madre,
siempre sobria y vigilante, que la mira con ojo carmelero advirtiéndole en
silencio que no debe extralimitarse. Nos estamos riendo. No, esa no es la
descripción más ajustada, nos estamos descojonando, algunos casi no pueden
respirar, el alcohol ayuda, también esa extraña confianza que siempre mantienen
los hermanos aunque nuestras vidas y formas de ser sean tan diferentes. Aquella
noche éramos muchos (nunca todos, desde hace décadas, salvo en los funerales),
también algunos cuñados, y ahí está Mari, enredada en su intento de chiste (qué
malos hemos sido siempre para los chistes), ese que ya no recuerdo y que ni he
intentado recordar (para qué); lo importante era esa letanía, esa repetición a
la que abocaba aquella historia y en la que Mari se aplicaba con ardor
haciéndonos a todos reír sin parar, mientras ella seguía y seguía con esos
ojillos suyos que se le ponían cuando empezaba a tener muchas cervezas en su
cuerpo, con ese balbuceo tan característico que intentaba enmascarar con alguno
de sus latiguillos. El chiste, que parecía no tener fin, terminó por acabar
entre jadeos de risas y miradas cómplices, y la pelota pasa a Espe, otra de mis
hermanas y pareja de vida de Mari. Aprovecho alguna de mis actividades de
tutoría con adolescentes y le pregunto qué haría ella si estuviera en una barca
con sus dos hijos, su madre (la mía) y su marido (Dani) y se diera cuenta de
que la barca no soporta el peso de todos sus ocupantes: "¿a quién tirarías
al agua?". Espe, que también va calentita, como todos, mira un segundo a Dani
(por aquella época algo pasado de peso) y, completamente seria y con el
desparpajo y maravillosa naturalidad que la caracterizan, suelta: "el
ballenato al agua". Estoy escribiéndolo y joder, me estoy descojonando.
Estábamos algunos doblados por la risa, incapaces de articular palabra. Sigo
dando por saco cuando logro recuperarme y le planteo: "vale, pero la barca
sigue jodida, hay que tirar a alguien más". Espe, ya en su salsa, parece
pensarlo un segundo y exclama: "¡la abuela al agua!". Destrozados,
por el suelo, el gesto de indignación fingida de mi madre, la cara falsamente
compungida de Espe, las risas, aquellas benditas risas, música sentimental para
nuestros tristes oídos. Y allí estaba Mari, tan viva otra vez, tan viva hoy
mientras la recuerdo, sin parar de reír, en sintonía momentánea con el mundo,
levantándose a por otra cerveza con la mirada reprobatoria de mi madre: "¡es
la última, mamá, tranquila!".
Y yo hoy, ocho años después de su muerte, nueve años después
de esta historia, todavía me encuentro a veces mí mismo, cuando recuerdo
aquella noche mágica, especial, gritándole desesperado: "¡ve a por otra
cerveza, Mari, coge otro puto botellín, no dejes que termine nunca esta noche,
aguanta, no dejes que el tiempo siga avanzando!".
G
M
T
Y
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Tom irrumpe en la conferencia para elegir al delegado que
irá a Washington como representante del territorio. La película está ya llegando
a su fin. Recuerdo la conmoción infantil cuando Tom aparece de nuevo en pantalla. Infunde
terror. Hasta ese momento lo habíamos visto impoluto, siempre elegante, tan seguro
de sí mismo, inmortal. Ahora, cuando llega a la convención en el momento en el
que intentan deslegitimar a Ransom como posible representante público por haber
matado a un hombre, parece otra persona. No es su barba de varios días ni la
ropa polvorienta que viste lo que nos impacta, ni siquiera su violento e
innecesario gesto para cerrar las puertas, no, lo que estremece es ese rictus
de rabia y de dolor en su rostro. Sigue siendo hoy necesario reivindicar la
maestría de John Ford para sacar lo mejor como actor de Wayne porque, de
repente, intuimos y sentimos en Tom la presencia de Ethan, ese otro legendario
personaje que también interpretara Wayne en Centauros del desierto, ese otro tipo
desarraigado que ya no pertenecía al mundo en el que le seguía tocando sobrevivir.
Ethan como un primer bosquejo emocionalmente fracturado, cínico y lastimado de un Tom que,
finalmente, tampoco podrá vivir en ese mundo que ambos ayudaron a construir.
Hay enormes diferencias entre ellos. Lo que en Ethan Edwards era una
pulsión de odio y venganza que resquebraja para siempre su alma en TomDoniphones
tristeza, melancolía y vergüenza. Y una amargura vital que ya no lo abandonará
jamás. Ha perdido todo. Pero todavía debe hacer una cosa más, casi con rabia,
con extraño orgullo. Persigue a Ransom cuando este abandona la convención
abrumado por el hecho de que su candidatura, en el fondo, esté basada en todo
en lo que no cree, en todo lo que ha criticado del mundo que debe desaparecer:
ha matado a un hombre, ha matado a Liberty Valance. Y por eso tiene una
posibilidad de ser elegido. Tom lo persigue. Lo interpela con su dureza y desprecio
habitual: "¡lavaplatos!" (en el doblaje español, que no recoge ni por asomo el significado del "pilgrim" de la V.O.). Pero ese apelativo
desdeñoso ya no suena igual, ya no tiene la fuerza que tuvo (y que tal vez nunca debió tener). En
el fondo Tom será incapaz jamás de entender y aceptar las normas de ese nuevo
mundo que surge. Aunque intuya que lo
que llega es mejor para la mayoría que lo que había. Tom ya no es el gigante
que fue, ya no es aquel hombre que dominaba los espacios y los tiempos de la
frontera; es un hombre derruido, su violencia vital empieza a ser anacrónica, su carácter comienza a mostar sus fisuras. No tiene presente ni futuro. Pero todavía mantiene su ascendencia
sobre Ransom. Y le obliga a escuchar lo que realmente sucedió, le obliga a
saber quién fue realmente el hombre que mató a Liberty Valance.
(Para ello Ford recurre a uno de los pocos flashback de su
carrera. Acerca la cámara al rostro de Tom y las arrugas de Wayne casi nos
permiten intuir a Ford dictando testamento, construyendo una vez más (tal vez
la última) mediante la ficción el universo moral y emocional en el que le
hubiera gustado habitar).
Tom camina despacio, envuelto en la oscuridad. Al fondo
vemos a Ransom y a Valance. Presenciamos de nuevo el duelo pero desde otro punto
de vista. Sabemos que Valance va a matar a Ransom. Pero también
sabemos que eso no fue lo que sucedió. Tom ha terminado por aceptar no solo que
Ransom representa una oportunidad de futuro para el pueblo sino que también lo
supone para Hallie, a la que Ransom ha enseñado a leer y a escribir. Hallie, la
mujer con la que Tom soñaba formar una familia ya no puede dejar de mirar más
allá, de mirar a un futuro distinto en el que Tom no está, pero en el que sí
estará ese abogaducho, ese ingenuo con ínfulas, ese picapleitos que ha
subyugado a todos con su autenticidad pero cuyo cadáver, en breve, alimentará a
los gusanos. Ransom no debe morir. Herido y aturdido, Ransom a duras penas es
capaz de alcanzar con su mano izquierda el revólver del suelo. Tom sabe lo
que tiene que hacer y con voz fría le pide el rifle a su fiel compañero,
Pompey. Tom está a punto de disparar de manera rastrera y cobarde a Liberty
Valance, un tipo cobarde y rastrero que domina a la pequeña sociedad conformada en torno a ese pueblo mediante la violencia y la intimidación. Tom es consciente de que se está suicidando y que lo va a hacer
matando a Valance de manera cobarde y rastrera, matando un tipo rastrero y
cobarde para que su muerte permita vivir a Ransom Stoddard, ese absurdo abogado
pacifista con ganas de cambiar el mundo que en ese momento acaba de alcanzar
su revólver del suelo con la certeza de que está a punto de morir...
Tom Doniphon murió cuando mató a Liberty Valance. Y, según John Ford, un país nació abonado por sus huesos.
Por aquel entonces, en 2002, todavía llevaba una especie de diario en
unos cuadernos de pastas azules. Esto lo escribí unos meses después de la
muerte de Mercedes, mi hermana.
"Hoy pusieron Titanic en la tele, la música de James
Horner, recuerdos que me asaltan, subconsciente encerrado que surge de lo profundo.
Casi dos meses desde que murió Mercedes. Lágrimas que no cayeron entonces
aparecen ahora en mis ojos. Es un martes cualquiera, son casi las dos de la
mañana. Hace dos meses, el 17 de julio, mi hermana Mercedes murió. Cayó después
de un penoso y sanguinario cáncer que en seis meses escasos la consumió. Murió
sin saber que se moría. Murió sin entender nada de lo que le sucedía. Murió
rodeada de una madre, hermanos y hermanas enlodazados por el dolor, la miseria
de la enfermedad y todo lo que rodea al cuidado de una enferma. Yo me enteré
en un autobús. Camino precisamente de Sevilla ante la inminencia de su final. No llegué a tiempo. Eran las 15:30 de ese 17 de julio [...].
Aquí intento reflejar la muerte de una hermana. El vacío que deja. Y la vida
que sin ella continúa inexorable. Este es mi homenaje a ti, mi Mercedes. A las
tardes de sábado de películas de aventuras, a tus sonrisas de niña grande
perdida en un mundo no hecho a tu medida, a tus historias, a tus proyectos de
trabajos. Con 34 años te fuiste con todo por delante y, a lo mejor, para
nosotros, desde fuera, con demasiado poco por detrás. Extraña vida la tuya. Tan
diferente a lo que exige la evolución natural de nuestro mundo de hoy. Ingenua,
con ese punto infantil. Te recuerdo, Mercedes, siempre entre tus libros,
siempre soñando con otros mundos a través de ellos. Esos libros que hoy, tristes,
ya echan de menos a su dueña, encerrados en cajas en el pudridero. Te recuerdo
[...] en ese cuartito sobrecargado de madera verde que tú misma diseñaste en la
casa [de nuestros padres], aguardando el momento de saltar a una vida que se te
negó (o que te negaste a ti misma).
Nada es igual, pero todo lo parece. Solo en ciertos días
como el de hoy, en ciertos momentos, aparecen de la nada las ausencias. Y
arrasan con todo. El resto del tiempo todo parece avanzar como siempre. Aunque
es mentira, claro. Todo es diferente, como es diferente hablar en pasado de
vosotros [...]"