14 marzo 2006

Disfunciones sociales

  • Una conversación. Un bar cualquiera. Dos personas. La polémica se centra en el Estatut catalán y las diversas consecuencias lógicas que acarrea. No es una conversación desaforada, se discute sobre ideas. Uno de ellos se encuentra ante un callejón que parece no tener salida... Pero no es así, por fin la encuentra:"Pero vamos a ver... ¿Tú no crees en la libre autodeterminación de los pueblos?"... Silencio. Se habla de Cataluña y del País Vasco, no de la India de Gandhi. Da igual. Se plantea una pregunta del siglo XIX en la España del siglo XXI. Da igual. La pregunta se hace con total concentración y pasión libertaria, los ojos brillan con la arrogancia que otorga estar en una posición de inapelable razón progresista. Da igual. Fin de la discusión. ¿Para qué seguir?.
¿Dónde hay que firmar para independizarse de los imbéciles?
  • Un instituto de Secundaria. Un profesor se encarga de traer cada día al centro prensa de pago de manera gratuita. Anteriormente consiguió que fuera El País. El diario desaparecía con rapidez en las manos de sus compañeros. Actualmente, por distintas causas, no consigue la distribución de ese diario para el centro, pero sí la de El Mundo. Los periódicos ahora se amontonan en una esquina. Se recortan los sudokus pero nadie se los lleva. Una profesora recoge uno para llevárselo a casa y leerlo en el metro. Una compañera la mira y le comenta: "Ten cuidado, no te vayas a intoxicar". Da igual intentar explicarle que leer sólo aquello que confirma lo que uno piensa es un ejercicio de inútil onanismo intelectual. Da igual intentar hacerle ver que practica el mismo sectarismo ideológico que con tanta pasión critica. Da igual. Da igual porque es imposible que lo entienda.
¿Dónde hay que firmar para independizarse de los imbéciles?

  • Una reunión de amigos. La tertulia de la copa deriva suavemente hacia el tema inmobiliario. Es inevitable. Un amigo intenta hacer ver la luz a otro. Nada peor que la penumbra de la pretendida lucidez. No es la primera vez, tampoco será la última: "Estás tirando el dinero con el alquiler". Da igual la invasión a la intimidad y a la libre elección de cada uno que supone el comentario. Da igual que uno pague un alquiler de 360 euros mensuales para vivir exactamente donde quiere vivir mientras que el otro vive en un lugar donde jamás se planteó hacerlo gracias a una hipoteca a treinta años. Da igual intentar explicarle que tal vez esa casa jamás será suya. Que igual, antes de terminar de pagarla se jubile y, tal vez, para complementar la pensión, se la tenga que revender al mismo banco con el que se hipotecó. Da igual. Da igual porque es imposible que lo entienda.
¿Dónde hay que firmar para independizarse de los imbéciles?

08 marzo 2006

La lectora imperturbable

Tiene unos nueve o diez años y se recoge el pelo con una coleta. Su cara es regordeta, seria y en ella, una gafas de empollona se acomodan sobre su nariz y tiemblan un tanto al entrar en el vagón del metro de la línea 5. La acompaña su madre, que en silencio pero con firmeza, de manera profesional, orienta a su hija hasta el espacio libre existente entre los asientos, para así escapar de ingente humanidad que abarrota la zona de las puertas. Son cerca de las siete de la tarde y el metro es un lugar silencioso y sucio donde se adivina el agotador cansancio de final de jornada, y en el cuál la gente intenta conseguir su hueco vital para leer, escuchar su MP3 o simplemente no ser tocado o empujado por nadie, mientras su mirada se pierde viendo discurrir las paredes de los túneles que el tren atraviesa. Antes de que éste arranque, quejumbroso, hacia La Latina, la madre se apodera con destreza del asiento que acaba de dejar un presuroso usuario de metro que por poco no se ve arrastrado hacia un destino diferente al que había imaginado. Sin hablar, hace gestos a la cría para que se siente encima de ella pero la niña ignora el ofrecimiento con un escueto gesto, restablece su posición, planta sus pies con fuerza y abre el libro de Harry Potter que lleva entre sus manos. Con gesto concentrado se pone a leer mientras inevitablemente, debido a su poco peso y a que no está agarrada a ningún sitio, los sistemáticos frenazos y aceleraciones del tren le hacen tambalearse de manera continua. Su bamboleo es divertido para el resto de viajeros pero ella, impertérrita, ignora el vaivén, algo que su madre no hace pues mantiene un brazo siempre en tensión cerca de su hija para impedir una posible caída. Aprovechando que la siguiente es su parada alguien se levanta para ofrecer a la madre el asiento para la hija. Con un sonrisa desvaída la madre se lo agradece mientras inquiere con el brazo a la niña para que se coloque a su lado cómodamente. Entonces la niña levanta por primera vez la mirada que mantenía concentrada sobre el libro para lanzar un furiosa mirada silenciosa a su madre, negándose a sentarse, y después lanzar otra aún más furibunda al payaso ése de la coleta (yo) que le ha puesto en el trance de semejante decisión al hacer el ofrecimiento. Aprovechando el vacío de poder generado, otra madre cansada casi arroja a su hijo sobre el asiento libre imposibilitando así la reunión materno filial y evitando el posible conflicto. Mientras me dispongo a bajar en la La Latina echo un vistazo a la niña que se mantiene allí, dando pequeños tumbos, concentrada en su lectura. Justo en ese momento la cazo echando una mirada a su alrededor, una mirada que le sirve para hacer constatar que ahí está ella, de pie, en medio del metro, leyendo su libro, como una más, como una adulta más, como una protoadulta convincente. Y en esa mirada estaba la respuesta de todo, porque al fin y al cabo de eso era de lo que se trataba, aquello era una prueba más del tránsito hacia la vida adulta, una preciosa reivindicación de independencia y madurez por su parte, una manera de buscarse su posición y su estatus dentro de la tribu. Y por fin para un niño leer, aunque fuera en ese contexto, era motivo de orgullo y autoafirmación.

Que nadie le cuente, por favor, lo que darían muchos de los que leen en el metro por una tele en el vagón para no tener que hacerlo para pasar el tiempo.

Los Murrows españoles

Iba a escribir sobre algo que ha aparecido en la prensa española tras el estreno de Buenas noches y buena suerte: todos los periodistas de este país parecen defender y alabar la ética y el valor que Murrow tuvo en su lucha periodística contra los abusos y la imbecilidad del senador Mcarthy y sentirse orgullosos de pertenecer a su misma profesión. Sería bueno entender que la película recoge un momento de la vida de dicho periodista, que sirve al director para poner de relieve la necesidad de luchar contra la supresión de derechos y la limitación de libertades. Lo digo porque Murrow, como tantos periodistas, tiene puntos oscuros en su biografía profesional (extensa) que ponen de manifiesto la dificultad que supone al ser humano mantenerse firme en sus convicciones y no ceder ante las presiones del poder.

Como decía, pensé escribir algo tras leer la epatante información que contaba que la directora de Informe Semanal había declarado que ella al que veía como el Murrow español era a Gabilondo en su lucha contra el Aznarato. Impresionante, estoy seguro que otros como Pedro J. también serán capaces de verse a sí mismos así obviando para ello el baboso papel que realizan todos cuando el poder lo detentan los de su cuerda. Tampoco sería necesario irse a las grandes figuras para observar la servidumbre actual de muchos de los que escriben o hablan en los medios de comunicación hacia el grupo mediático que les da de comer. Es algo que leemos y escuchamos todos los días. Pero al menos siempre quedan francotiradores que, aceptando las mínimas servidumbres posibles, al menos se atreven a escribir cosas como la que cito a continuación. Estas palabras describen mejor que cien de las mías el tema que trato aquí.

Carlos Boyero
sobre Buenas noches y buena suerte, El Mundo, 7 Marzo, 2006:

"Cine creíble de buenos y malos, aunque, mosqueantemente no conozco a ningún profesional del gremio que no se identifique hasta el exceso cómico con la firmeza moral y la arriesgada independencia del legendario Edward Murrow, algo ligeramente patético en época de ratas que escriben cínicamente al dictado de los grupos de poder político y económico que les engordan la nómina"

Para qué añadir más. Me encanta este tío.