Tiene unos nueve o diez años y se recoge el pelo con una coleta. Su cara es regordeta, seria y en ella, una gafas de empollona se acomodan sobre su nariz y tiemblan un tanto al entrar en el vagón del metro de la línea 5. La acompaña su madre, que en silencio pero con firmeza, de manera profesional, orienta a su hija hasta el espacio libre existente entre los asientos, para así escapar de ingente humanidad que abarrota la zona de las puertas. Son cerca de las siete de la tarde y el metro es un lugar silencioso y sucio donde se adivina el agotador cansancio de final de jornada, y en el cuál la gente intenta conseguir su hueco vital para leer, escuchar su MP3 o simplemente no ser tocado o empujado por nadie, mientras su mirada se pierde viendo discurrir las paredes de los túneles que el tren atraviesa. Antes de que éste arranque, quejumbroso, hacia La Latina , la madre se apodera con destreza del asiento que acaba de dejar un presuroso usuario de metro que por poco no se ve arrastrado hacia un destino diferente al que había imaginado. Sin hablar, hace gestos a la cría para que se siente encima de ella pero la niña ignora el ofrecimiento con un escueto gesto, restablece su posición, planta sus pies con fuerza y abre el libro de Harry Potter que lleva entre sus manos. Con gesto concentrado se pone a leer mientras inevitablemente, debido a su poco peso y a que no está agarrada a ningún sitio, los sistemáticos frenazos y aceleraciones del tren le hacen tambalearse de manera continua. Su bamboleo es divertido para el resto de viajeros pero ella, impertérrita, ignora el vaivén, algo que su madre no hace pues mantiene un brazo siempre en tensión cerca de su hija para impedir una posible caída. Aprovechando que la siguiente es su parada alguien se levanta para ofrecer a la madre el asiento para la hija. Con un sonrisa desvaída la madre se lo agradece mientras inquiere con el brazo a la niña para que se coloque a su lado cómodamente. Entonces la niña levanta por primera vez la mirada que mantenía concentrada sobre el libro para lanzar un furiosa mirada silenciosa a su madre, negándose a sentarse, y después lanzar otra aún más furibunda al payaso ése de la coleta (yo) que le ha puesto en el trance de semejante decisión al hacer el ofrecimiento. Aprovechando el vacío de poder generado, otra madre cansada casi arroja a su hijo sobre el asiento libre imposibilitando así la reunión materno filial y evitando el posible conflicto. Mientras me dispongo a bajar en la La Latina echo un vistazo a la niña que se mantiene allí, dando pequeños tumbos, concentrada en su lectura. Justo en ese momento la cazo echando una mirada a su alrededor, una mirada que le sirve para hacer constatar que ahí está ella, de pie, en medio del metro, leyendo su libro, como una más, como una adulta más, como una protoadulta convincente. Y en esa mirada estaba la respuesta de todo, porque al fin y al cabo de eso era de lo que se trataba, aquello era una prueba más del tránsito hacia la vida adulta, una preciosa reivindicación de independencia y madurez por su parte, una manera de buscarse su posición y su estatus dentro de la tribu. Y por fin para un niño leer, aunque fuera en ese contexto, era motivo de orgullo y autoafirmación.
Que nadie le cuente, por favor, lo que darían muchos de los que leen en el metro por una tele en el vagón para no tener que hacerlo para pasar el tiempo.
Que nadie le cuente, por favor, lo que darían muchos de los que leen en el metro por una tele en el vagón para no tener que hacerlo para pasar el tiempo.
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