El Bachillerato de tres años ha sido de momento, la
propuesta estrella del nuevo gobierno del PP en materia de educación. Esta ampliación
del Bachillerato supondría la reducción de la Educación Secundaria,
que pasaría de estar formada por cuatro cursos a estarlo sólo constituida por
tres, aunque se mantendría la obligatoriedad de estudiar hasta los 16 años. La propuesta,
como no podía ser de otra forma, ha significado un terremoto dentro del mundo
educativo donde, de manera bastante superficial, se han empezado a escuchar las
consignas habituales que atacan o defienden la reforma sin mucho criterio y con
una pobre argumentación. Por un lado, se escuchan voces airadas que la atacan
desde las trincheras de la izquierda menos reflexiva y más panfletaria. Estas voces la tachan
de regresiva y segregadora por eliminar un curso común de la ESO, y obligar a los alumnos,
tras terminar el tercer curso de Secundaria, a elegir entre un camino centrado
en la Formación Profesional
que lo llevaría a un acceso más directo al mundo laboral y otro, el del
Bachillerato, más enfocado a los estudios universitarios. Más allá de que esta argumentación
sólo se puede entender si está construida por personas que desde hace mucho
tiempo no pisan un centro educativo (o jamás lo pisaron tras ser estudiantes) y
juegan a montar sus utopías educativas desde algún despacho universitario o
político, en el fondo la izquierda critica la reforma fundamentalmente porque
la hace la derecha. Por otro lado, desde las trincheras de la derecha, se
aplaude la reforma en primer lugar porque no la hace la izquierda, y en segundo
lugar porque creen que está en sintonía con su cansina, gastada e irrelevante
cantinela de volver a poner en valor (¿volver?) el esfuerzo y la excelencia. En
general, el nivel de análisis que he encontrado sobre este asunto me ha
parecido más bien pobre, muy entrelazado con las luchas políticas y muy poco
fundamentado en la experiencia diaria de los centros educativos. Por ello voy a
intentar valorar la propuesta, aclarar malentendidos y argumentar por qué me
parece una medida acertada que va a mejorar nuestro sistema educativo.
Sí, considero que la propuesta de aumentar un curso el
Bachillerato a costa de reducir un curso la Educación Secundaria
es una decisión muy positiva. Es algo que llevo defendiendo desde hace años.
Evidentemente, otra cuestión será cómo se llevará a cabo el tránsito a esta
nueva estructura y cuáles serán las prioridades y los principios ideológicos en
los que finalmente se fundamente el cambio, pero dicho cambio era
imprescindible para solucionar algunos de los problemas más graves que tenía la
educación en este país, problemas relacionados con el fracaso escolar y que
afectan con mayor intensidad (desgraciadamente) a la enseñanza pública. Obviamente,
no se debe esperar que esta reforma resuelva el grave problema de fondo que
sigue teniendo la educación en España, que está relacionado, entre otras cosas,
con las enormes diferencias sociales y de entornos familiares de lo alumnos,
las enormes diferencias respecto a las expectativas que los alumnos y sus
familias ponen en su formación académica, la brecha insalvable entre los contenidos
que se trabajan y los intereses inmediatos de muchos de ellos, la falta de fe en que los estudios puedan
conseguir un futuro mejor o la privatización (vía concertación) de la propia
educación, algo que pone en riesgo el principio de igualdad de oportunidades de
un servicio público esencial. Es evidente, por tanto, que un mero cambio
estructural que no viene ligado a una mayor financiación, a unos mayores
recursos y en definitiva, a un cambio de filosofía respecto a la importancia de
la educación en la sociedad (que permitiera comprender su relevancia más allá
de una formación superficial enfocada simplemente al mundo laboral), no va a
conseguir generar un nuevo y radical impulso formativo que permita despegar
cultural y profesionalmente a este país. No se puede pretender que este cambio
normativo consiga en ningún caso cumplir nuestros sueños de una educación más
justa y de mayor calidad, pero no por ello se puede despreciar una reforma como
ésta, que puede conseguir aliviar algunas de las tensiones existentes en los
centros educativos, mejorar el contexto organizativo y permitir una salida
formativa a muchos de los alumnos que hasta ahora, en aras de una pretendida
igualdad de oportunidades y de un sistema de enseñanza comprehensiva llevado a
un límite dogmático, los íbamos dejando tirados por el camino. En mi opinión,
el mayor fracaso de la LOGSE
no fue esa filosofía colaborativa y democrática posteriormente tan denostada y ridiculizada,
centrada en el alumno, en sus necesidades y en su ritmo de aprendizaje, y que
se vio debilitada por una aplicación suicida, sin medios suficientes ni comprensión
real del significado de la enseñanza dentro la sociedad que la organiza. De
hecho, muchos de los aspectos de este planteamiento, como el necesario
acercamiento del profesor al alumno, la necesidad de partir de las ideas
previas de éste para desarrollar los nuevos conocimientos o el fomento del trabajo
colaborativo, tan de moda veinte años después, me parecen muy acertados y de
enorme valor. No, el gran fracaso de la LOGSE fue construir una Educación Secundaria
Obligatoria de cuatro (larguísimos) cursos en la que el último de ellos terminó
siendo un extraño híbrido imposible de gestionar. Por un lado, a ese nivel, ya no
era posible soslayar la necesidad de profundizar en unos contenidos mucho más
complejos y específicos que permitieran a los alumnos ir desarrollando su pensamiento
abstracto, abandonando los aspectos más básicos y meramente divulgativos que se
trataron en los cursos anteriores. Por otro, ese curso significaba el fin de
etapa y el momento de obtener el título de graduado, lo que obligaba a tener en
consideración la situación personal de cada uno de los alumnos, a los que
suspender condenaba en muchos casos a abandonar el circuito educativo
convencional sin nada que certificara sus años estudiados. Además, este curso destapaba
una realidad que las leyes inicialmente no contemplaban: la imposibilidad de
construir un mismo itinerario para todos los alumnos durante toda la ESO, debido a los diferentes
ritmos de aprendizaje y las diferencias formativas que ello creaba (más allá de
las razones por las que se produjesen esos desfases), por lo que la solución
final consistía en habilitar una optatividad surrealista que permitía a los
alumnos diseñar un último curso de la
ESO que, en muchos casos, carecía de cualquier valor
formativo y propedéutico. Por último, dicha estructura de la Educación Secundaria
obligaba a construir un Bachillerato muy
reducido, de sólo dos cursos, lo que unido de nuevo al carácter terminal del segundo
curso de esta etapa de estudios no obligatorios, y a la necesidad de preparar a
los alumnos para la Prueba
de Acceso a la Universidad,
pronto se demostró completamente insuficiente para una correcta, coherente y
provechosa formación del alumnado.
En el siguiente post intentaré resumir algunos de los
motivos por los que considero que esta reforma es positiva, y trataré de desmontar
ciertas ideas peregrinas que están circulando sobre ella. Posteriormente
expondré los miedos y dudas que me surgen en su aplicación por ser el PP el
partido que la lleva a cabo, con la enorme libertad de maniobra que su mayoría absoluta en el Parlamento le otorga.
(Continúa)
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