17 noviembre 2018

El apocalíptico integrado: una historia de la izquierda

En esa amalgama social a la que llamamos izquierda convivimos una enorme diversidad de personalidades con diferentes aspiraciones, necesidades, prioridades y emociones que terminan cristalizando en una masa de votantes extrañamente heterogénea, en la que aparecen desde esas pijas amantes de la homeopatía y los baños de bosque hasta esos viejos que apuran su vida ahogados en un machismo miserable mientras proclaman seguir siendo comunistas. Nada nos une con más fuerza a mucha de esa gente de izquierdas que elude el sufrimiento económico del día a día que la vanidad, cierta superioridad moral que no podemos nunca dejar de translucir, una manera de mirar al mundo con la que satisfacer nuestros egos y (sobre)valorar nuestros sesudos análisis sociopolíticos. Lo cierto es que esta actitud tan solo sirve para distanciarnos de esa realidad que creemos desentrañar tan lúcidamente, elevarnos sobre ella para no mancharnos y, de esta forma, impedir cualquier posibilidad real de acercarnos al dolor diario de ese pueblo, de esas clases populares a las que decimos defender e, incluso, de manera arrogante, representar. Hasta cuando votamos pretendemos distinguirnos, diferenciarnos, advertir a los demás, a los que deberían ser nuestros compañeros y a los que deberían ser nuestros enemigos que nuestro voto tal vez sea como el suyo o tal vez sea contrario a él (la verdad es que para algunos eso es lo de menos), pero que nosotros lo hacemos desde nuestra atalaya moral, desde una posición de superioridad intelectual, con la nariz tapada, con condescendencia, como mal menor, a sabiendas de que los que nos han de representar no estarán jamás a nuestra altura. Al final, lo único que dejamos claro es que, en ocasiones, para muchos de nosotros, nuestra posición (radical) es más estética que ética y que en el fondo no somos peligrosos. Y los que lo tienen que saber lo saben, claro. Y se descojonan.

Entre todo los tipos de miembros de nuestra tribu hay uno que últimamente me subyuga en particular, uno en el que no puedo dejar de pensar. He decidido llamarlo el apocalíptico integrado. En los últimos años me he encontrado personalmente con varios, también los he leído en redes y ensayos. Suele ser gente preparada, con lecturas, que ha reflexionado de manera cabal sobre política y sociedad; son tipos formados, cultos, intelectualmente atractivos, potentes, pero que no pueden evitar mirar por encima del hombro a todo lo que huela a intentos de reformismo, a mejoras parciales, a parches que ellos desdeñosamente califican como buenistas. Son aquellos a los que el Tony Judt de Algo va mal les provoca una urticaria mortal, al tiempo que la apelación a sus últimas ideas provoca la aparición de una sonrisa de desprecio en sus caras. Aprovechan cualquier error de la izquierda política representativa para reforzar sus tesis. Se alimentan emocionalmente de las contradicciones que han de asumir aquellos que, pretendiendo ser de izquierdas, detentan de manera precaria el poder. Han llegado a una conclusión que pretenden hacer pasar por "científica": no hay solución dentro del capitalismo. El capitalismo destruirá siempre cualquier alternativa que pretenda modificarlo o matizarlo sin eliminarlo. Sus  razones son de peso, sus argumentaciones impecables, sus diagnósticos inapelables. Desprecian cualquier intento de reforma aunque mejore parcialmente las condiciones de vida de los mas desfavorecidos; pertenecen a una élite intelectual fantasma a la que nadie presta atención pero que sobrevive políticamente alimentándose de sus propias expectativas. Ante cualquier circunstancia social siempre encontrarán un motivo para reafirmarse en su planteamiento radical original, ese que les permitirá diferenciarse, encontrar razones para el nuevo fracaso reformista, evaluar de manera condescendiente los resultados de ciertas políticas sociales y refugiarse en la ironía cobarde, en el sarcasmo estéril, sin aportar más solución que una fantasmagórica teoría del colapso como elemento regenerador de una sociedad enferma de capitalismo. Incapaces ya de vislumbrar esa implosión capitalista que predijeran Marx o Rosa Luxemburgo, ahora prefieren especular con un próximo colapso climático, con una naturaleza implacable que vendrá remediar nuestra incapacidad revolucionaria, una naturaleza esquilmada que derrotará al capitalismo a través de una crisis ecológica que la arrogante ciencia humana no será capaz ya de contener. 

Conversar con un apocalíptico integrado es siempre un placer. Leerlo siempre es una puerta abierta al conocimiento. Su bagaje cultural y su curiosidad le permiten no solo estar al tanto de lo que se pensó en el pasado sino también de lo que el actual presente convulso plantea. Lo que resulta sorprendente es que, en el fondo, poco de todo eso le importa. Ha decidido levitar en el vacío, no ensuciarse en el fango de la realidad, no tener que enfrentarse a ninguna contradicción. El apocalíptico integrado de izquierdas ha decidido detener el tiempo, salirse del mundo, no cree necesario ya involucrarse en ninguna lucha, solo resta esperar a ese horror que se avecina y que, en su inconsciencia, termina invocando en sus discursos. Se ha convertido en un milenarista absurdo a la espera del gran colapso social. Su horizonte de futuro solo contempla el fin del capitalismo a través del final de un planeta que, según ellos, siempre está al borde del abismo ecológico.
 
La radicalidad de su planteamiento intelectual haría pensar que, descartado un inútil activismo subversivo o terrorista, la vida de estos apocalípticos integrados se convertiría en una ascética espera de un final inevitable o en un desquiciado intento de proteger a los suyos de la convulsión social que acarrearía ese colapso ecológico que consideran inevitable, al estilo del protagonista de Take Shelter, la magnífica película de Jeff Nichols.
 
Pero no. Aquí aparece la paradoja. Sus vidas, extrañamente, no reflejan ninguna de sus convicciones: se casan, tienen hijos (a los que según ellos abocan a un futuro terrible), trabajan cada día como todos, se convierten en funcionarios, aceptan convenciones sociales conservadoras y degradantes, se relacionan con suegros fachas o liberales, participan del consumismo occidental, mantienen amistades con machistas y reaccionarios en nombre de lealtades inextricables... ¿Realmente desean que este mundo, como aseguran, se acabe? Y si no se va a acabar próximamente, ¿es honesto despreciar continuamente cualquier intento de construir socialdemocracias (siempre defectuosas) que mejoren las condiciones de vida de los más jodidos?
 
Reconozco que disfruto con ellos. Disfruto de su conversación, de sus agudos análisis de la realidad, admiro su inteligencia. A veces, incluso, en ciertos momentos de debilidad, envidio su calculada indiferencia hacia una realidad con la que nunca se ensucian, pero no puedo evitar poner siempre cierta distancia emocional con ellos, mantener cierta frialdad hacia ellos, procurarme cierta protección frente a unas ideas que parecen sugestivas pero que, finalmente, tan solo son enormemente cómodas. No puedo evitar que el fantasma del postureo aparezca ante mis ojos, que haya algo que nunca termine de encajar entre el discurso intelectual y la realidad vital. Al final, siempre termino encharcado en una de mis obsesiones, la coherencia, la puñetera coherencia.