Es
una cuestión recurrente que aparece en muchos centros educativos durante las charlas
informales de la sala de profesores e incluso, de manera tangencial, en algunas
juntas de evaluación. También aparece en el debate público, en las redes sociales, en el
contexto del #ClaustroVirtual, y no pocas veces ha saltado a los grandes medios de comunicación. Curiosamente,
hay un extraño consenso respecto a que supone un hecho constatable para los diferentes bandos educativos, aunque sus opiniones sean después completamente dispares en cuanto a su valoración: la mayoría del
tiempo y los recursos disponibles en los colegios e institutos se destinan a
los alumnos con más problemas y, por ello, no dedicamos el mismo tiempo
ni los mismos recursos a los demás alumnos, a esos que "van bien".
(En este post, y para aclarar posibles confusiones, cuando hablo de "alumnos con más problemas" no me refiero en ningún momento a los ACNEE´s. Quedan fuera del objeto de este análisis).
Evidentemente, esta cuestión
y los debates sobre sus consecuencias están mucho más presentes en aquellos
centros de Primaria y Secundaria que tienen una mayoría de alumnos que conviven
con realidades sociales y familiares complejas, enclavados en barrios socioeconómicamente
depauperados; pero aunque es ahí donde con mayor fuerza se manifiesta no he
conocido instituto en el que, independientemente del número de alumnos
conflictivos o con problemas académicos que haya, no aparezca la cuestión en
algún momento, siempre acompañada de los mantras habituales asociados a la misma.
Mantras que voy a intentar desmontar.
Los docentes de Primaria y
Secundaria (y especialmente los tutores) vivimos actualmente enzarzados en un
día a día muy complicado en el que ya no hay jornada laboral en la que
además de enseñar, nuestra labor fundamental, no tengamos que solucionar,
intervenir o vernos afectados por alguna situación personal de un alumno en
dificultades. Y da igual que algunos docentes, agobiados y enrabietados por la
pesada mochila que nuestro trabajo nos hace llevar, lo rechacen en público o
ejerzan abierta (y equivocadamente) de poco empáticos en las redes sociales.
Más allá de los desahogos y de los discursos rancios y clasistas, lo cierto es
que la mayoría de nosotros, salvo esa ínfima parte de delincuentes laborales
que soportamos, como en cualquier otra profesión, cumplimos con profesionalidad
cuando toca asumir la sobrecarga laboral diaria que el cuidado personal de
nuestros alumnos supone.
Ojo, escribo con toda la
intención del mundo lo de "con profesionalidad" porque, en demasiadas
ocasiones, las situaciones personales y académicas de algunos de nuestros
alumnos son tan extraordinariamente complejas que necesitarían intervenciones
docentes también extraordinariamente acertadas e implicarían, inevitablemente, una extraordinaria
dedicación por su parte. Y no, no se puede ni se debe exigir a los profesores
un nivel de implicación laboral que les suponga tener asumir el papel de héroe docente
redentor prácticamente cada día.
A medida que una sociedad
debilitada delegue cada vez más responsabilidades en la Escuela y le exija sin miramientos lo
imposible, estaremos más cerca de que la realidad termine imponiendo su
dictadura y la miseria social, que ahora mismo contenemos en nuestros centros a
duras penas, termine anegándonos a todos.
Vayamos al tema.
No es posible negar que en
nuestros colegios e institutos la mayoría del tiempo y de los (siempre escasos)
recursos disponibles se dedican mayoritariamente a una serie de alumnos que, en
la mayoría de las ocasiones, parecen terminar desaprovechándolos o
aprovechándolos pobremente. En lugar de ir a los grandes números, prefiero ejemplificar esto que comento analizando el tiempo que un tutor de
la ESO dedica a cada uno de los alumnos del grupo del que es responsable. El tiempo que
se dedica a unos es siempre, inevitablemente, un tiempo que no se le dedica a
otros. Cuando a final de curso examino el documento en el que registro todas
mis intervenciones con los alumnos (y sus familias) de mi tutoría, es abrumadora
la diferencia entre el tiempo real y de calidad que he dedicado a unos y a
otros. Abrumadora. Nunca me he sentido culpable. Es lo que hay. Lo urgente siempre se impone a lo necesario
y, por supuesto, arrasa con la posibilidad de lo deseable. Y en los centros educativos
vivimos en la emergencia permanente.
A partir de ahí, me parece humano que entre los docentes haya terminado larvándose un malestar
existencial que en ciertos momentos de tensión, cuando se les cuestiona sin
matices su labor sin reconocer jamás, salvo de boquilla, la dificultad real de
su trabajo, lleve a algunos a cuestionar la extraordinaria atención laboral que
el sistema les impone dedicar a unos pocos alumnos (los disruptivos, los
problemáticos, los que les desafían cada día en sus aulas, los que nunca estudian
ni parecen preocuparse de nada...) frente a la mínima atención que ello supone
dedicarle a los otros alumnos, los no disruptivos, los que no molestan, los adaptados al sistema,
los que tienen familias que responden, "los que aprueban".
"¿Por qué no pensamos también
en ellos?", dicen. "¿Por qué no destinamos una parte sustantiva de
los pocos recursos y tiempo que tenemos en actividades para hacer crecer
académicamente a esos alumnos que realmente nos están demostrando que sí
quieren estudiar, que tienen inquietudes?" "¿Por qué atender siempre solo
a los problemas de los alumnos más difíciles, que suelen ser siempre los alumnos más disruptivos, cuando en la mayoría de las ocasiones solo obtenemos indiferencia, fracaso o
mediocridad?".
Cuando entiendo que esas preguntas no son más
que una forma de desahogo equivocado, cuando no construyen sus argumentos desde el clasismo
educativo más rancio sino desde un desaliento laboral lacerante, soy capaz de comprender, desde
un punto de vista emocional, a aquellos compañeros que plantean esta equivocada
disyuntiva entre los "alumnos buenos" y los "alumnos
malos". Pero...
Pero desde un punto de visto
ideológico y profesional, considero inasumible e indefendible que los docentes de la enseñanza pública renuncien
a la equidad como motor de su trabajo y discutan la idea de que debemos ayudar
más a aquellos alumnos que más lo necesitan. Si lo que nos falta son los
recursos y el tiempo necesarios para atender como deberíamos a todos, lo que
debemos es exigir a nuestro políticos esos recursos y ese tiempo, no convertir
la escasez en una forma refinada de maltrato y segregación socioeconómica de
los de siempre. Hasta donde podamos. Sin alardes. Pero no negando que esa distribución de recursos y tiempo es pura justicia social.
Por último, para terminar, me gustaría ampliar el foco y permitir que la realidad, con toda su complejidad y sus contradicciones, se muestre. Un análisis honesto del tiempo y los recursos dedicados a unos y a otros desmonta
muchas falacias.
¿Realmente gastamos más tiempo y recursos en los "alumnos malos"? Una respuesta apresurada nos llevaría a contestar afirmativamente a esa pregunta. Pero lo cierto es que la respuesta correcta es no, de ninguna manera.
Hay algo que no se suele tener en cuenta en este debate y que para mí es trascendente: aunque a corto
plazo, en los primeros años educativos, destinemos más tiempo y más recursos a los
"peores alumnos", a largo plazo el gasto educativo en tiempo y recursos es mucho mayor en
los otros, en los que "van bien". Estos alumnos serán los que más
años estarán finalmente dentro del circuito educativo sufragado con los impuestos, serán estos los alumnos
que en su mayoría harán grados y másteres (estudios que suponen un mayor gasto por
alumno) y, por tanto, serán los que, sin duda, finalmente se beneficien de un mayor gasto público individual en
su formación.
Es decir, compañero, cuando
te quejes en nuestros colegios e institutos del excesivo gasto de tiempo y recursos que dedicamos a "los de siempre", párate un
momento a pensar y considera la otra cara de lo que defiendes. Defiendes, al final, que durante esos primeros
años de escolarización sufragada con el dinero de todos también se dé más a los
que ya sabemos que recibirán mucho más en el futuro.
¿Y a eso lo llamas
justicia?
Porque para eso, para dar
más a los que más tienen (con dinero público), ya tenemos a los centros
bilingües y a los colegios concertados. No nos hace falta hacerlo también dentro de nuestros aulas.
Hace
un tiempo, hablando con una amiga, surgió el tema del coaching y me salió, como
siempre, la mala baba. Como resulta inevitable en cualquier charla breve, que
no permite los matices y en la que tan solo se esbozan ideas, solo pude
transmitir mi desprecio hacia dicha actividad mediante el sarcasmo. Pero en
este caso creo que el humor es insuficiente y el tema merece un mayor
desarrollo.
Vivimos
en un tiempo social fuertemente determinado por emociones primarias que se
imponen de manera totalitaria sobre cualquier atisbo de reflexión o crítica
racional. Es por ello que resulta muy difícil atacar lo que hace o dice una
persona sin caer en la ofensa personal por no respetar sus sentimientos. En
este sentido, el coaching es el ejemplo perfecto de cómo un sentimentalismo
opresivo, que antaño solo envenenaba las relaciones personales más tóxicas, ha
terminado por colonizar las relaciones laborales convirtiendo a trabajadores
adultos en guiñapos en manos de iluminados.
El
supuesto éxito de algún coach, siempre con más marketing que realidad, no
invalida el principio general: los coaches emocionales son tipos y tipas sin la
formación adecuada (o con una formación que no avala ninguna de sus
intervenciones) que se arrogan, de manera prepotente, la capacidad de ayudar a otros a sobrellevar las miserias del día a día.
Así,
desde lo general, llegamos a lo particular, a la realidad de una actividad, el
coaching, que sin darnos cuenta ha llegado incluso a nuestros centros
educativos a través de docentes con ínfulas redentoras a los que no les basta
con enseñar y cuidar a sus alumnos. Ellos necesitan epatar.
Hay
demostraciones de supuesta empatía que no son más que una forma perversa de ego
sublimado.
En el ámbito
educativo, la confusión es absoluta. Incluso buenas ideas, como los programas de
mediación escolar, terminan contaminadas por una emocionalidad huera que prioriza
la exposición de una sentimentalidad limitante que obstaculiza la resolución
real de los problemas. Pero nadie parece dispuesto a poner freno a este dislate. Tal vez porque a todos nos cuesta ser
el que intenta advertir que el emperador va desnudo.
En
los muchos institutos en los que he trabajado he visto de todo: desde sesiones
de mindfullnes de Mercadona, con los alumnos dormitando encima de sus mesas con
música suave de fondo, hasta compañeros participando en cursos de formación en
los que les inducían a romperse emocionalmente (no hay mejor manera de
control); desde charlas externas, permitidas de forma irresponsable por directores
u orientadores, que tuve que parar y contener por el tufo sectario que destilaban
hasta sesiones en las que el ponente decidió ejercer el rol de la madre de una
alumna de 13 años y le animó/obligó a esta a que le dijera, delante de todos sus compañeros, lo
que no se atrevía a decirle a su madre.
Desde
aquí, desde este blog en el que llevo escribiendo tantos años, quiero
expresar mi repudio y mi absoluto desprecio hacia el coaching y sus mierdas
emocionales. El coaching no solo es inútil sino que es terriblemente peligroso
por el imaginario socioemocional (paliativo o competitivo, siempre
individualista, enfocado a un "yo" que lo llena todo) que construye.
Y los
coaches merecen una reflexión final: ¿quiénes son? ¿Cómo llegaron a convertirse
en coaches? ¿Qué tipo de trayectoria personal e itinerario laboral les hizo ser
lo que hoy son? Cuando uno investiga sobre ellos encuentra siempre cosas muy
curiosas. Reconozco que tengo especial debilidad por los jornaleros
de la emoción: mindundis que, más que iluminados, lo que hacen es beber de la
fuente inagotable del Lazarillo de Tormes.
Por
ahí andan, por las aulas, comiéndoles la cabeza a los alumnos y también a
muchos docentes mediante cursos formativos en los que los abrazos y las lágrimas
se convierten en sus instrumentos de control. No son más que vendeburras, vendehúmos,
vendedores de crecepelo.
La historia los recuerda. Nosotros, parece, los hemos
olvidado.
De manera recurrente, con argumentos falaces y medias
verdades, reaparece en el #ClaustroVirtual el hipócrita debate en torno a la
necesidad o no de los deberes en la formación académica de nuestros alumnos.
Existe una ingente literatura académica sobre el asunto en la que cada uno
suele encontrar y difundir solo aquello que le conviene para sostener su punto
de vista, escondiendo de manera capciosa lo que contradice a la generalización
con la que pretende convencer a la sociedad.
Como siempre, intento participar en este debate con
honestidad y partiendo de una premisa muy concreta: la realidad de la
organización de nuestro sistema educativo. Y por especificar aún más, hablo
desde la Comunidad Autónoma de Madrid, con ratios hasta hace un par de años de
30-33 alumnos en la ESO (algo que, poco a poco, la demografía está permitiendo
bajar. Estamos ya a 25-28 hasta 3º ESO) y 35-38 en el Bachillerato.
Partiendo de esta realidad, esta son mis 10 reflexiones
urgentes sobre el artificioso debate de los deberes:
1. Nunca discutas sobre la necesidad de los deberes en el
aprendizaje de los alumnos sin aclarar antes el nivel educativo sobre el que se
está discutiendo. Muchas controversias acaban cuando eso se aclara. Nada tiene
que ver considerar los deberes innecesarios en los primeros cursos de Primaria
con sí considerarlos necesarios en la ESO y el Bachillerato.
2. Creo sinceramente en la necesidad de que los alumnos
realicen deberes en sus casas con los que reforzar su aprendizaje en la ESO y
el Bachillerato. No entro a valorar lo que debería suceder en Primaria. No soy
especialista. Intuyo que en los últimos cursos de esa etapa también serían
necesarios.
3. Nunca se deben calificar los deberes por estar bien o mal
hechos. NUNCA. Solo se debe valorar que el alumno intente hacerlos. Este punto
es clave. Sin esa equivocada amenaza de la calificación, los deberes son la
mejor manera de fomentar el trabajo autónomo del alumno para que sea capaz de detectar fallas en su aprendizaje. Por ello, si el profesor no se gana la confianza de sus alumnos para
que entiendan que la valoración positiva de ese trabajo se consigue solo con
haberlo intentado, habrá fracasado a la hora de conseguir dar un valor
pedagógico a ese trabajo autónomo del alumno. Esto es muy importante.
4. Evidentemente, el valorar solo el intento de realizar los deberes propuestos abre la puerta
a la picaresca. En mi materia, FyQ, permite que solo realizando un
planteamiento de datos de un problema el alumno explique, compungido (sea verdad
o no), que no sabía cómo seguir.
En este caso, la experiencia del docente es clave: debe conocer a sus alumnos y
gestionar esa picaresca con diferentes estrategias pero, en todo caso, el
intento del alumno debe ser considerado siempre positivo, también en estos
casos dudosos, y ese alumno debe intervenir en la posterior corrección de los
deberes para ayudarlo con sus problemas de aprendizaje.
5. Cada alumno tiene su contexto sociofamiliar. Por ello, no
solo se ha de valorar que los deberes se hayan hecho sino que hay que
confrontar a los alumnos que parecen hacerlos bien con la resolución planteada para ver si la entienden. Deben darse cuenta lo antes posible de la inutilidad de hacerlos
con ayuda y sin comprender apenas nada de lo realizado. Sin penalizaciones La idea es
clara: el alumno ha de entender que lo único que se valora es que intente hacer
esos deberes porque le servirán para consolidar el aprendizaje construido. Y
que no saber hacerlos significa que, en el aula, ese alumno y su profesor
tienen que volver a repasar lo trabajado.
6. Es ridículo mandar deberes de forma rutinaria tras cada
clase. Los deberes nunca deben ser excesivamente repetitivos ni entenderse
como una dinámica de control del tiempo de los alumnos en sus casas. Eso sí,
cuando toca hacerlos para reforzar el aprendizaje deben ser una obligación. "Machacarles"
a deberes nunca es productivo. Renunciar a ellos en la ESO y en el Bachillerato es, en general,
trabajar contra su formación.
7. Desconfía de los docentes que públicamente, y sin
matices, se muestren contrarios a los deberes: nunca dejarán a sus hijos
fracasar educativamente y son perfectamente conscientes de lo complicado que resulta acceder a estudios
superiores sin construir hábitos de trabajo autónomo y sin acumular un conocimiento de base fruto del estudio.
8. Defender que el adolescente no debe tener deberes
académicos porque por las tardes ha de disponer de tiempo libre para realizar
otras actividades extraescolares es una forma perversa de clasismo social. Elude la realidad de miles
de familias cuyos padres no pueden pagar esas actividades ni estar en casa con
sus hijos por la tarde. Ese trabajo autónomo de los alumnos será la base de
cualquier formación superior a la que puedan optar. Sin ese trabajo individual,
sin esa construcción de un "yo, estudiante" (que supera obstáculos
con la ayuda de su profesor), no existe posibilidad de un aprendizaje real.
9. Si alguien defiende que un alumno de 4º ESO puede
aprender e interiorizar con la suficiente profundidad los conceptos de materias
como FyQ (que son absolutamente necesarios para que muchos de esos alumnos
puedan continuar su formación posterior) solo con 165 minutos semanales (de
aula) durante un curso o no tiene ni puñetera idea de lo que habla o realmente
no le importa absolutamente nada la igualdad de oportunidades educativas a la
hora de que un alumno pueda o no optar a estudios superiores.
10. Si a pesar de explicarle a tu interlocutor todo esto, te
cita a Alfie Kohn y su infumable y clasista ensayo El mito de los deberes,
corre. Si te habla de Ken Robinson y de cómo la Escuela destruye la creatividad
de SU hijo, huye. Eso sí, analiza la diferencia entre lo que dice y lo que hace
a la hora de organizar la formación académica de sus hijos.
Publicado originalmente en X/Twitter el 21 de octubre de 2021
G
M
T
Y
La función de sonido está limitada a 200 caracteres
Inauguro una nueva sección en blog, con la etiqueta
#APieDeAula, en la que recopilaré, en formato post, hilos que he ido publicando
durante estos últimos años en X/Twitter. A ver qué tal le sienta el cambio a lo
escrito.
Estoy
cada vez más convencido de que muchos de esos talleres educativos enfocados a
la gestión de las emociones y destinados a alumnos de 1º ESO y 2º ESO tienen
una serie de efectos secundarios realmente negativos que no se suelen contemplar
y que es necesario señalar:
1.
Exacerbación de un yo emocionalmente totalitario: el derecho a ser respetado
deriva en una exigencia que impide cualquier crítica que pueda dañar la
autoestima.
2.
Exaltación de lo sentimental como motor vital: nada importa si te sientes mal.
Has de ser cuidado. En tus términos, con tus condiciones. Sin dejar apenas espacio a una ayuda sincera si no refuerza tus planteamientos.
3.
Se proponen temas que pueden ser extremadamente sensibles para algunos alumnos
sin contención alguna, sin medir el tiempo real que se tiene para una
metabolización adecuada del drama que la dinámica programada puede hacer
aparecer en el aula.
4.
¿Tenemos derecho a romper y quebrar emocionalmente de manera pública a
adolescentes de 12 y 13 años para que expresen sin cortapisas lo que sienten
delante de un grupo de compañeros que, en su gran mayoría, no son sus amigos y
después podrán usar esa información en su contra?
5.
Al no conocer al alumnado, los profesionales al cargo de estos talleres
intentan tratar a todos por igual (algo, en principio, loable). Como tutor con
conocimiento de quiénes son mis alumnos, he asistido a brutales errores en las
interacciones de los que dirigen estos talleres con los chicos por
desconocimiento de las mochilas con las que estos ya cargan.
6.
¿Mejoran las relaciones sociales del grupo tras estos talleres? Alguien me
decía que igual, sin ellos, todavía estarían peor. Puede ser. No deja de ser
una creencia indemostrable, pero lo cierto es que nunca vi mejorar el clima de
un aula tras la impartición de estos talleres.
7.
Casi siempre me encontré a buenas personas al cargo de estos talleres, preocupados
por los chicos, pero... ¿dónde está el éxito en dejar llorando a la mitad de
un grupo después de una dinámica descontrolada si al tocar la sirena los dejas
atrás porque debes irte a otra aula?
8.
Sin maldad, pero, ¿en qué medida estos talleres para gestionar emociones
terminan siendo más trascendentes en términos de ego para los que los imparten
(que se alimentan de la energía y la franqueza de unos chavales todavía no
maleados) que para aquellos a los que van dirigidos?
9.
A los alumnos se les induce a una reflexión sobre sí mismos (que debería ser
profunda y para la que muchos no están preparados) en unas pocas sesiones que
muchas veces terminan con cuestionarios de valoración: sí, el capitalismo y la
precariedad laboral sobrevuelan siempre todo.
10.
Nunca vi tener en cuenta en estos talleres el postureo adolescente:
a estas alturas de su vida, muchos alumnos saben perfectamente lo que tienen
que decir públicamente en un aula para agradar a esa persona que les quita una clase. O para provocarla.
P.
D. 1: He escrito mucho sobre cuestiones educativas desde la certeza de que lo
que pienso es la mejor opción (¿alguien lo hace de otra manera?). En este caso,
no lo tengo tan claro. ¿Y si, aunque yo no lo vea así, estos talleres sí ayudan
a los alumnos a conocerse mejor? No sé...
P.
D. 2: ¿Por qué no se ofrecen también talleres educativos en los que, en lugar de
alimentar el esencialismo emocional de los adolescentes, se les exija autocrítica
sobre sus acciones y se les ayude a responsabilizarse de lo que hacen (y no solo
se les permita justificar cómo se sienten)?
P.
D. 3: Si eres docente y vienes a criticar este post en términos ofensivos, una
reflexión final: tienes que ser realmente bueno en el cuidado y en la
atención de tus alumnos para venir a darme lecciones sobre ello. Porque sé el
tiempo que les dedico y cómo me preocupo por ellos.
Publicado originalmente en X/Twitter el 6 de mayo de 2022
G
M
T
Y
La función de sonido está limitada a 200 caracteres