Todos escondemos manías o extravagancias más o menos inconfensables, casi perversiones, que nos obligan a acercarnos o a alejarnos de determinadas obras culturales. La excesiva tirria (o adoración) que demostramos por géneros, películas, directores, escritores o músicos, a veces se basa en pequeños detalles de nuestro carácter, pequeños ritos que inicialmente no fueron importantes pero que con el tiempo hemos incorporado a nuestro discurso, a nuestro ADN cultural, porque en ellos nos reconocemos y nos encontramos, y nos sirven como ancla que utilizar en el embravecido mar de modas, descubrimientos y pretendida evolución.
Hoy no me voy centrar en mi enfermiza (aunque no por ello menos apreciada por mí) pasión por todas aquellas películas (ya sean de serie B o Z, o mejor dicho, especialmente cuando son de este tipo) en las que en algún lugar de Norteamérica se produce una ataque premeditado e incontrolable de enjambres asesinos de abejas o avispas sobre la población indefensa. No, hoy voy a escribir sobre otro de mis problemas nunca confesados a la hora de valorar películas o libros: no soporto las obras que intentan mostrar la vida completa de los personajes. No sólo es que no las soporte, que no me gusten, es que me desagradan enormemente aún siendo capaz de comprender la calidad de lo que se me ofrece. Siento un rechazo casi atávico por ellas cuando acaban, como si me hubiesen ofendido. No hace falta que sea ficción, me pasa lo mismo con las biografías. Con los años he intentado indagar en el origen de este rechazo, cuál es la razón por la que me es tan desagradable presenciar el paso del tiempo de manera acelerada (como sólo las películas o los libros pueden hacer), por qué pongo siempre ese gesto de hastío ante obras que sé que son de este tipo ya antes de presenciarlas. La verdad es que no tengo ni idea, sólo puedo suponer que me desagrada que se condense la vida de alguien en los estrechos límites de las páginas de un libro o del celuloide porque me parece injusto con ese personaje, que nunca se le podrá hacer justicia, que siempre nos mostrarán primero la fuerza de la juventud, las ganas de vivir, de realizar proyectos, de apurar la vida, para después sin solución de continuidad dejarme tirado al final al mostrarme en escasos minutos (o páginas) su vejez, su dolor, su muerte, el insoportable espejo de la desolación que siempre provoca el paso del tiempo, y la pérdida paulatina de aquello por lo que tanto luchó.
Pero si no soy capaz de encontrar los porqués sí creo ser capaz de encontrar los orígenes de este rechazo. Recuerdo con nitidez, la molestia que me causó la visión durante una tarde de sábado de la película Alaska, tierra de oro. En aquella película un joven y enérgico John Wayne se enfrentaba a Stewart Granger por el amor de una mujer mientras iba mejorando su posición social en las heladas tierras de Alaska. Recuerdo como si fuera ayer el desagrado que me produjo la grosera elipsis con la que el director solucionaba el paso de los años y el impacto de enfrentarme de golpe y porrazo a los mismos personajes envejecidos de manera artificial, avinagrados por el paso del tiempo, reforzados en sus defectos, con menos pasión, con meno brío y más resentimiento. Lo sufrí, lo recuerdo, pero era normal: ¿quién coño con nueve o diez años querría ver al tipo de La diligencia envejeciendo? Y además, ¿qué coño era eso de envejecer? Yo creo que fue por aquella época cuando de noche empecé a fantasear con la vejez de mi madre y su posible muerte, algo que mientras lo pensaba me provocaba un enorme dolor y una tremenda desazón (recuerdo una noche levantarme al borde de las lágrimas después de mi sesión de masoquismo autoinducido sólo para comprobar que mi madre cosía joven y lozana en el salón mientras veía sin mucho afán la televisión).
Pero volvamos a las películas. Otras dos que recuerdo que me contrariaron mucho en mi infancia fueron las de Cimarron (con Glen Ford) y la de Gigante. El envejecimiento y la caída a los abismos de un personaje como el de James Dean (que me había causado gran simpatía) es algo que no se puede superar, y aún hoy soy incapaz de reconocer los valores que tanta gente encuentra en esa película (también tiene que ver algo con eso que la actuación en la segunda parte de la película del James Dean envejecido es infumable y forzada hasta lo grotesco. Cuánto mal hizo el Actor´s Studio). Aunque curiosamente ninguna de ellas (que las recuerdo nítidamente) es la que más me ha marcado en esta obsesión antitemporal. La que más lo hizo fue una de la que no recuerdo nada más que retazos y he sido incapaz de encontrar referencia alguna. En ella se contaba (creo) la historia de una pareja de bailarines (o cantantes, o…) a lo largo de su vida y terminaba con la muerte de ella, ya anciana y él bailando (o paseando, o…) por la calle recordando su amor, su pasado, su vida al ritmo de la música de “Dónde vas con mantón de Manila” (lo que pasa es que creo que igual la música la introduje yo en el recuerdo). Da igual. Esa imagen reconstruida por mi mente ha vuelto a mí decenas de veces. Siempre vuelve. Siempre me causa desolación. Me angustia. El paso acelerado del tiempo, la posibilidad de sintetizar una vida en imágenes durante dos horas escasas. Igual por ello me incomodó también, a pesar de la belleza y la sutileza de las imágenes, los primeros minutos de Up, la última maravilla de Pixar.
Este problema no lo tengo sólo con las películas. Las pocas biografías a las que me he acercado me producen todas el mismo efecto. Fundamentalmente han sido libros que me contaban las películas y la vida de directores de cine. De esta manera sufrí con Truffaut el descubrimiento del tumor cerebral que lo mataría; sufrí los terribles dolores de un octogenario Fritz Lang mientras se aferraba inexplicablemente a la vida durante su horrible vejez (cuando horas atrás lo veía filmar con mano firme algunas de las mejores películas de la historia del cine); sufrí con Sam Peckinpah las consecuencias de su proceso de autodestrucción alcohólica. Y por supuesto sufrí con John Ford. En su caso son dos las veces (dos biografías diferentes) que le he visto envejecer tras una vida plena de borracheras, peleas, reencuentros, películas, amores imposibles, secretos inconfesables, y más películas, y más películas... Ambas veces (la última fue este verano, en la playa, a última hora de la tarde, con un par de copas en el cuerpo mientras la luz se escapaba dentro del mar) he sufrido con su muerte, con su dolor, con su vejez, con las despedidas de sus cercanos, con las visitas de otros moribundos que habían hecho historia con él. He sufrido y he sentido su muerte.
Lo tengo que aceptar. Igual que en el día a día el paso del tiempo no me preocupa lo más mínimo, lo cierto es que no me gusta contemplarlo en la ficción o en las biografías. Transita demasiado rápido, es mentiroso. Los autores aún no han encontrado la manera de recrear un tiempo que discurra de manera continua representando la realidad, sino que suelen limitarse a groseras elipsis que se comen el tiempo real de la vida. Y es en ese tiempo donde realmente vivimos.