22 marzo 2011

Los dueños de la información en la España actual

Este ensayo pretende profundizar en las relaciones que mantienen los dueños de las principales empresas de comunicación de nuestro país y analizar sus diversos intereses para intentar comprender la construcción de la realidad que hacen desde sus altavoces mediáticos. Pincha en el enlace para leerlo con mayor comodidad o para descargártelo.

Las redes de empresas multimedias locales

19 marzo 2011

Reflexiones sobre el uso didáctico de La ola



La ola (Dennis Gansel, 2008) no solo es una película que permite comprender los riesgos y la atracción del fascismo, sino que también permite trabajar con los alumnos cuál es el papel del profesor en la práctica educativa y reflexionar con ellos sobre la realidad de su labor, sus límites y sus riesgos. Es, además, muy interesante comparar la figura del profesor en esta película con la más romántica y atractiva del mítico profesor Keating en El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989).

La ola es una película tan sólo correcta desde un punto de vista cinematográfico. Sin grandes alardes, ni magníficas interpretaciones y con una estética que, a pesar de ser joven, es convencional, plantea con extremada sencillez (en ocasiones excesiva) cuáles son las características que pueden hacer atractivo el fascismo para un colectivo cualquiera despolitizado, mostrando algunas de sus consecuencias más inmediatas. El objetivo de la película es claro: advertir de sus peligros y procurar impedir que vuelva a resurgir en nuevos contextos. Para los alumnos adolescentes es una película de enorme valor porque lejos de las películas de nazis infames o de presos que sufren penalidades terribles, pueden empezar a ser conscientes de cómo arraigan las ideas totalitarias en las grandes masas, de las condiciones sociales que se necesitan para llegar a ellas, pueden empezar a intuir cómo personas corrientes, grises en sus vidas diarias, se hacen fuertes y encuentran un refugio en la comodidad de las normas del grupo y en la consecución de un objetivo simple, claro, colectivo y excluyente… Por todo ello el visionado de la película puede ser una experiencia realmente enriquecedora y reveladora (a pesar de la simpleza de su planteamiento y desarrollo argumental) respecto a los motivos por los que puede crecer un movimiento totalitario y los peligros que conlleva. Por otro lado resulta también muy interesante para trabajar qué significa la idea de comunidad, de grupo y para intentar que la imagen deformada de asociación que ven en la pantalla no obstaculice otras visiones del colectivismo en los que, sin perder la perspectiva individual, la persona se pueda sentir partícipe de una idea comunitaria, no excluyente, solidaria, alejada de ese hiperindividualismo posmoderno que aparece como única voz discordante y salvadora en la película, como una isla entre los diferentes grupos políticos que pueblan la sociedad alemana (anarquistas, punkis…).

Pero esas posibilidades no son solo las que se plantean a la hora de analizar esta película, sino también una reflexión sobre cómo el cine muestra la realidad de la práctica educativa. En este sentido no se puede negar que los alumnos suelen estar insatisfechos con una gran mayoría de sus profesores (sentimiento compartido a la inversa por muchos de estos profesores) y sienten que estas películas muestran modelos de profesor que no reconocen y que les parecen extremadamente atractivos. De lo que hablamos aquí es del carisma. La ola, como antes El club de los poetas muertos, Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967), Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995) y tantas otras, pertenecen a ese grupo de películas que parecen demostrar que no es el sistema educativo, ni una buena organización de un centro educativo, ni el trabajo solidario y profesional de un grupo de profesores los que proporcionan una buena educación, una enseñanza correcta al alumno, sino que éste caiga en las manos de un profesor carismático, de ese profesor que le abra la mente, le proporcione una visión positiva de su propio yo y le muestre vías para su posible futuro. Es en relación a este aspecto donde la película abre una puerta casi desconocida en el cine, puesto que vamos a ser testigos directos de cómo uno de estos proyectos personalistas (que suelen protagonizar la mayoría de guiones cinematográficos), desemboca en una tragedia en la que una parte no pequeña de la culpa será atribuible al ego del profesor.

Anteriormente se ha hecho alusión a una comparación entre el Sr. Wegner de La ola con el profesor Keating de El club de los poetas muertos. Es importante matizarla. Se podría decir que Keating también recibe su castigo por su forma de enfocar la educación a través de la muerte de su alumno y la expulsión de su puesto de trabjo. Pero no es así. La película deja claro que la responsabilidad de la muerte del chico es de un padre dominante y posesivo, es consecuencia de una sociedad opresora y cerrada donde Keating supone un soplo de aire fresco. El mensaje que transmite la película es que sus modos de trabajo funcionan y son válidos. Hace lo que debe hacer: abre a los chicos una puerta a la cultura, y realiza tan bien su labor que estos chicos parecen encontrar subversivo leer poesía ocultos en una cueva al tiempo que descubren sus valores personales ocultos y se encuentran a sí mismos. Además, para reforzar la idea, se nos muestra esa última secuencia llena de emoción contenida y reforzada por la música de Maurice Jarre donde sus alumnos se despiden de él sobre las mesas en un improvisado homenaje que, inevitablemente, reconfortará al profesor y hará que el espectador nunca juzgue ninguno de sus métodos.

No es el caso de La ola. No habrá final redentor para el Sr. Wegner. No aparecerá ninguna magia cinematográfica en forma de recurso narrativo que permita absolverlo. El profesor es finalmente consciente  de que el proyecto se le ha ido de las manos pero no consigue parar la tragedia. El líder carismático ha desencadenado una serie de acontecimientos que se desarrollarán sin su (imposible) control. Porque nunca tuvo ese control. Los alumnos deben reflexionar, por tanto, sobre la necesidad de pensar individual y colectivamente más allá de los profesores, no despreciarlos pero nunca seguirlos ciegamente, no ignorar sus consejos pero no seguirlos nunca a rajatabla cuando contradigan ideas firmes que ellos tengan, y ponerse a la defensiva ante el excesivo carisma de algunos de ellos que quieren, a través de sus alumnos, revivir batallas pasadas que a lo mejor ellos ya perdieron.

12 marzo 2011

Analizando una secuencia de La diligencia



El ataque indio a la diligencia en la película dirigida por John Ford en 1939, es uno de esos momentos que ha quedado grabado en la historia del cine. Su intensidad, sentido del ritmo e integración de planos medios (grabados en estudio con los actores) junto a los planos generales (que dotan de una inusitada fuerza a la secuencia y que fueron grabados por expertos especialistas que realizaron algunas de sus mayores hazañas en el rodaje de esta película), conforman casi diez minutos de un cine de extraordinaria calidad e intensidad, dentro de una película que significó el resurgir de un género, el western, que dejaba atrás la época en la que apenas era un divertimento menor de las masas a través de producciones de serie B, para convertirse durante dos décadas en uno de los emblemas más significativos del cine americano e incluso, como afirmara Borges, en la última épica del siglo XX.

Toda la secuencia está rodada desde el punto de vista de un narrador omnisciente por lo que en todo momento el espectador posee más información que los personajes. Este hecho dota de mayor intensidad dramática al comienzo de la secuencia cuando los pasajeros, tras haber superado múltiples peripecias durante el viaje (incluido un parto que es asistido por un doctor borracho), comienzan a despedirse ignorantes de la que se les avecina.

Ese dramatismo se ve reforzado gracias al uso de música no diegética En aquella época Hollywood estaba virando hacia un uso más evocador de la música, con el uso de los leit motiv, pero todavía estaba muy presente la época del cine mudo, donde la música acompañaba en todo momento a las imágenes remarcando los movimientos de los personajes, e induciendo emociones al espectador, provocándoles sentimientos de miedo, intriga o ira antes de que la imagen mostrara la situación que provocará dichos sentimientos. Un brusco giro de la cámara sobre su eje, una breve panorámica, nos hace trasladar nuestra mirada desde un gran plano general de una diligencia que cabalga tranquila y pausada hacia el final de su viaje acompañada de una música suave y alegre, hasta un plano general de un numeroso grupo de indios montados a caballo y con rostro adusto que son presentados bajo una música chirriante, desasosegante y significativa. Esa música persiste en nuestros oídos mientras la cámara nos muestra algunos primeros planos de los indios. El espectador ya es consciente, antes de que suceda, de que van a atacar la diligencia. Comienza a sufrir por los personajes a los que ha cogido cariño y con los que se les ha permitido empatizar durante el anterior metraje.

A partir de ese momento se intercalan imágenes de una carrera frenética (grabadas mediante planos generales), a través de una zona desértica, yerma, que potencia la idea de que la huida no es posible, de soledad y de angustia, con planos medios y primeros planos de esto personajes repeliendo el ataque, grabados en estudio. El espectador es testigo de la muerte o las heridas que sufren algunos de los viajeros a manos de los indios, al tiempo que el personaje de Ringo (John Wayne) va cobrando fuerza como el único que es capaz de contener por un tiempo lo inevitable. En esta loca huida se comete uno de los errores que en todas las escuelas de cine se enseña a no cometer, ya que varias veces se invierte el eje que permite al espectador dotar de continuidad a la carrera por lo que alternativamente vemos a la diligencia y a los indios correr de izquierda a derecha de la pantalla, para después moverse en el sentido inverso. Este hecho no hace más que demostrar que las normas estás para ser incumplidas, siempre que el que lo haga tenga el dominio de la técnica suficiente como para que esa trasgresión no afecte a la inteligibilidad del relato cinematográfico.

A los pasajeros se le van acabando las balas con las que hacer frente al ataque, la situación se hace cada vez más desesperada y entonces somos testigos del momento más intenso de la secuencia, cuando vemos mediante un primer plano, la cara preocupada y tensa del antiguo caballero del sur reconvertido en jugador de póquer tras la Guerra Civil, y que ha colmado de atenciones a la joven sureña que viaja al oeste en busca de su marido militar. La cámara desciende desde su rostro y entendemos que mira su pistola. Mediante un plano detalle se nos muestra que solo le queda una bala en la recámara de su revólver; una breve y algo violenta panorámica nos indica el sentido de sus pensamientos y hacia donde se desplaza su mirada: un primer plano nos enseña a la joven sureña que reza desesperada, casi sollozando y con el pánico reflejado en su rostro. Dentro de ese primer plano aparece desde la izquierda el revólver, solo el revólver, que apunta a la cabeza. El espectador comprende entonces que todo está perdido y entra en el juego de los simbolismos aceptados, la información subrepticia que le dice que por entonces, en el “salvaje oeste”, era preferible pegarle un tiro a una mujer antes de que cayera en manos de los indios. El revólver es amartillado y justo en ese momento se escucha un disparo fuera del plano: el revólver cae lentamente al tiempo que sobre la música no diegética se alza el sonido de una corneta (música diegética que sirve como sinécdoque de lo que vemos a continuación: la caballería del ejército americano a todo galope dispuesta a salvar la diligencia y terminar con el peligro de los indios).

Por último vemos a Ringo abriendo la portezuela del la diligencia tras el ataque y el espectador observa a través de su mirada (cámara subjetiva) la muerte del personaje interpretado por John Carradine, volviendo a recordarnos su noble origen. La secuencia termina con el plano medio de Ringo observando el interior que ya no vemos, sin entrar en la diligencia, como una metáfora del final de la película, cuando junto a la prostituta Dallas, se alejará de la civilización. Un plano que parece prefigurar al endurecido y cínico personaje de Ethan, que el mismo John Wayne interpretara en Centauros del desierto (John Ford, 1956), incapaz de volver a encontrar su sitio dentro de niguna comunidad.

08 marzo 2011

Los otros cinco poderes mediáticos españoles

Pincha en las fotos y podrás acceder a los conglomerados de esas otras empresas de medios en España, aún más desconocidas para el gran público que las grandes que estudiamos en el post anterior

06 marzo 2011

Los cinco grandes poderes mediáticos españoles

Pincha en cada una de las fotos para ver el conglomerado mediático de cada una de las empresas red multimedia españolas





04 febrero 2011

La épica de un país

El nacimiento del héroe. El origen del mito.


El héroe se torna complejo. El mito muestra su lado oscuro, afloran sus contradicciones


El héroe se queda solo. El mito estorba, impide el progreso sin sensación de culpa, sin responsabilidad.


La muerte del héroe. El mito revive en la memoria. Se hace imprimir la leyenda.

01 febrero 2011

Carol

Diez años se cumplen hoy. Diez años casado, se dice pronto. Otros necesitan una boda cutre o un papel garabateado para decir lo mismo. A mí no me hace falta, sólo mirar atrás y verte, siempre, conmigo, desde hace diez años. Diez años se cumplen hoy desde que formalizamos esta pareja, desde el día que decidimos que era nuestro primer día, primero de febrero, algo muy difícil de dilucidar en aquellos extraños, excitantes y tormentosos comienzos. Diez años disfrutando de tu presencia, de tu personalidad, de tu risa , esa risa… De tus dudas y tus crisis, de tu cariño y tu complicidad, de tu inteligencia y tus conversaciones, de ti y de mí. Diez años se cumplen hoy, y cada día de cada mes de cada unos de estos años me parece una cosa extraordinaria que merece la pena. Eres el puerto donde refugiarme de las tormentas que nosotros mismos provocamos. Lo demás no existe, nunca merece más la pena. El tiempo pasará y el futuro se convertirá en presente. Nunca se me dio bien pronosticar los límites temporales de las cosas que me pasan, bien lo sabes, pero estos diez años ya nunca se perderán, nunca podrán ser como lágrimas en la lluvia... Gracias

31 enero 2011

Otro grande que se nos va

Ha muerto John Barry. Recuerdo las horas pasadas escuchando sus bandas sonoras, que son también la banda sonora de una parte de mi vida...¡Las horas que habré echado estudiando la carrera escuchando Bailando con lobos o Memorias de África...! Con él y con John Williams descubrí el autoplagio ,que tan bien utilizara posteriormente James Horner... ¡Qué tiempos!... Recuerdo echar el rato en esas tarde eternas de verano con mi hermano Migue, analizando las cintas de casette de Memorias de... y Bailando con..., poniendo una y otra alternativamente, buscando aquellos cortes que eran tan iguales que impedían la diferenciación entre la música de una película y la otra...

17 enero 2011

El paso del tiempo

Todos escondemos manías o extravagancias más o menos inconfensables, casi perversiones, que nos obligan a acercarnos o a alejarnos de determinadas obras culturales. La excesiva tirria (o adoración) que demostramos por géneros, películas, directores, escritores o músicos, a veces se basa en pequeños detalles de nuestro carácter, pequeños ritos que inicialmente no fueron importantes pero que con el tiempo hemos incorporado a nuestro discurso, a nuestro ADN cultural, porque en ellos nos reconocemos y nos encontramos, y nos sirven como ancla que utilizar en el embravecido mar de modas, descubrimientos y pretendida evolución.

Hoy no me voy centrar en mi enfermiza (aunque no por ello menos apreciada por mí) pasión por todas aquellas películas (ya sean de serie  B o Z, o mejor dicho, especialmente cuando son de este tipo) en las que en algún lugar de Norteamérica se produce una ataque premeditado e incontrolable de enjambres asesinos de abejas o avispas sobre la población indefensa. No, hoy voy a escribir sobre otro de mis problemas nunca confesados a la hora de valorar películas o libros: no soporto las obras que intentan mostrar la vida completa de los personajes. No sólo es que no las soporte, que no me gusten, es que me desagradan enormemente aún siendo capaz de comprender la calidad de lo que se me ofrece. Siento un rechazo casi atávico por ellas cuando acaban, como si me hubiesen ofendido. No hace falta que sea ficción, me pasa lo mismo con las biografías. Con los años he intentado indagar en el origen de este rechazo, cuál es la razón por la que me es tan desagradable presenciar el paso del tiempo de manera acelerada (como sólo las películas o los libros pueden hacer), por qué pongo siempre ese gesto de hastío ante obras que sé que son de este tipo ya antes de presenciarlas. La verdad es que no tengo ni idea, sólo puedo suponer que me desagrada que se condense la vida de alguien en los estrechos límites de las páginas de un libro o del celuloide porque me parece injusto con ese personaje, que nunca se le podrá hacer justicia, que siempre nos mostrarán primero la fuerza de la juventud, las ganas de vivir, de realizar proyectos, de apurar la vida, para después sin solución de continuidad dejarme tirado al final al mostrarme en escasos minutos (o páginas) su vejez, su dolor, su muerte, el insoportable espejo de la desolación que siempre provoca el paso del tiempo, y la pérdida paulatina de aquello por lo que tanto luchó.

Pero si no soy capaz de encontrar los porqués sí creo ser capaz de encontrar los orígenes de este rechazo. Recuerdo con nitidez, la molestia que me causó la visión durante una tarde de sábado de la película Alaska, tierra de oro. En aquella película un joven y enérgico John Wayne se enfrentaba a Stewart Granger por el amor de una mujer mientras iba mejorando su posición social en las heladas tierras de Alaska. Recuerdo como si fuera ayer el desagrado que me produjo la grosera elipsis con la que el director solucionaba el paso de los años y el impacto de enfrentarme de golpe y porrazo a los mismos personajes envejecidos de manera artificial, avinagrados por el paso del tiempo, reforzados en sus defectos, con menos pasión, con meno brío y más resentimiento. Lo sufrí, lo recuerdo, pero era normal: ¿quién coño con nueve o diez años querría ver al tipo de La diligencia envejeciendo? Y además, ¿qué coño era eso de envejecer? Yo creo que fue por aquella época cuando de noche empecé a fantasear con la vejez de mi madre y su posible muerte, algo que mientras lo pensaba me provocaba un enorme dolor y una tremenda desazón (recuerdo una noche levantarme al borde de las lágrimas después de mi sesión de masoquismo autoinducido sólo para comprobar que mi madre cosía joven y lozana en el salón mientras veía sin mucho afán la televisión).

Pero volvamos a las películas. Otras dos que recuerdo que me contrariaron mucho  en mi infancia fueron las de Cimarron (con Glen Ford) y la de Gigante. El envejecimiento y la caída a los abismos de un personaje como el de James Dean (que me había causado gran simpatía) es algo que no se puede superar, y aún hoy soy incapaz de reconocer los valores que tanta gente encuentra en esa película (también tiene que ver algo con eso que la actuación en la segunda parte de la película del James Dean envejecido es infumable y forzada hasta lo grotesco. Cuánto mal hizo el Actor´s Studio). Aunque curiosamente ninguna de ellas (que las recuerdo nítidamente) es la que más me ha marcado en esta obsesión antitemporal. La que más lo hizo fue una de la que no recuerdo nada más que retazos y he sido incapaz de encontrar referencia alguna. En ella se contaba (creo) la historia de una pareja de bailarines (o cantantes, o…) a lo largo de su vida y terminaba con la muerte de ella, ya anciana y él bailando (o paseando, o…) por la calle recordando su amor, su pasado, su vida al ritmo de la música de “Dónde vas con mantón de Manila” (lo que pasa es que creo que igual la música la introduje yo en el recuerdo). Da igual. Esa imagen reconstruida por mi mente ha vuelto a mí decenas de veces. Siempre vuelve. Siempre me causa desolación. Me angustia. El paso acelerado del tiempo, la posibilidad de sintetizar una vida en imágenes durante dos horas escasas. Igual por ello me incomodó también, a pesar de la belleza y la sutileza de las imágenes, los primeros minutos de Up, la última maravilla de Pixar.

Este problema no lo tengo sólo con las películas. Las pocas biografías a las que me he acercado me producen todas el mismo efecto. Fundamentalmente han sido libros que me contaban las películas y la vida de directores de cine. De esta manera sufrí con Truffaut el descubrimiento del tumor cerebral que lo mataría; sufrí los terribles dolores de un octogenario Fritz Lang mientras se aferraba inexplicablemente a la vida durante su horrible vejez (cuando horas atrás lo veía filmar con mano firme algunas de las mejores películas de la historia del cine); sufrí con Sam Peckinpah las consecuencias de su proceso de autodestrucción alcohólica. Y por supuesto sufrí con John Ford. En su caso son dos las veces (dos biografías diferentes) que le he visto envejecer tras una vida plena de borracheras, peleas, reencuentros, películas, amores imposibles, secretos inconfesables, y más películas, y más películas... Ambas veces (la última fue este verano, en la playa, a última hora de la tarde, con un par de copas en el cuerpo mientras la luz se escapaba dentro del mar) he sufrido con su muerte, con su dolor, con su vejez, con las despedidas de sus cercanos, con las visitas de otros moribundos que habían hecho historia con él. He sufrido y he sentido su muerte.

Lo tengo que aceptar. Igual que en el día a día el paso del tiempo no me preocupa lo más mínimo, lo cierto es que no me gusta contemplarlo en la ficción o en las biografías. Transita demasiado rápido, es mentiroso. Los autores aún no han encontrado  la manera de recrear un tiempo que discurra de manera continua representando la realidad, sino que suelen limitarse a groseras elipsis que se comen el tiempo real de la vida. Y es en ese tiempo donde realmente vivimos.