Los observo con orgullo mientras suben al escenario, con esas
sonrisas congeladas en sus caras, sonrisas que transmiten una extraña mezcla de
nervios, excitación y satisfacción. Hoy es su fiesta, su graduación, han terminado
2º de Bachillerato, ese curso tan complicado, para muchos el más difícil de sus
vidas.
Conocí a esta generación de alumnos hace cuatro años, en
2013, en 3º de ESO, cuando repetía por segundo curso consecutivo en el mismo
instituto. No es fácil para un profesor interino dar varios cursos seguidos en
el mismo centro y se tuvieron que dar dos circunstancias para ello: que a mí no
me importara repetir con jornada parcial (importante) y que el instituto fuese (y
sea) uno de esos centros que el colectivo docente cataloga como "complejo"
(clave), por lo que no suele ser excesivamente solicitado por los profesores que
tienen ya plaza fija y poseen cierta capacidad de decisión sobre el
destino en el que trabajar.
Yo había llegado allí el curso anterior, en septiembre de 2012.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Empecé a trabajar un 20 de septiembre.
Mari, mi
hermana, había fallecido del
putocancer el 9 de ese mismo mes. No parecía fácil
volver al mundo real tras ese verano en el infierno pero dar clases resultó ser,
finalmente, algo reparador... Pero esa es otra historia.
Cuando conocí a esta generación que ahora se gradúa estaban
distribuidos en tres cursos de 3º ESO. Les daba clases de Física y Química,
claro. Dos horas a la semana. ¿Cómo eran por entonces? Pues como son en general
los adolescentes a esa edad, en ese nivel, tan complicado, tan difícil. Los
había infantiles, insolentes, enormemente inteligentes, protestones. Los había divertidos,
introspectivos, inquietos, incapaces de atender en clase. Los había objetores
educativos, responsables, creativos, trabajadores. Y casi todos ellos ejercieron, en algún momento del año, en una de esas categorías en las que pobremente terminamos clasificando a los alumnos. ¿Qué era lo que les
unía a todos? Nada sorprendente, nada que todo el mundo no sepa: todos, de una
manera u otra, parecían estar enfadados con el mundo. Con sus profesores,
con sus padres, con sus obligaciones. Pero tan solo había que rascar un
poquito, acercarse a ellos, escucharlos con cierta atención para percibir que,
tras esa primera capa de rebeldía natural, se escondían niños y niñas encantadores,
se ocultaban muchos sueños, muchos miedos, muchas penurias y demasiada poca
rabia. Casi todos, por acción, obligación o respeto respondieron positivamente a la única
exigencia ineludible de mis clases: había que estudiar, que trabajar, las
clases debían servir no solo para aprender sobre ciencia (prioritario) sino
también para entender la necesidad de esforzarse cada día para conseguirlo. Había
algunos, pocos, que demostraban en cada clase un enorme interés por aprender.
Menos de lo que uno siempre desea. [¿Te extraña? ¿Qué te crees? ¿Que estás
leyendo un relato de fantasía pedagogista? Esto es la vida real.] Lo que sí aceptaron casi
todos fue lo que todo profesor debiera desear: no estudiar no era opción. En el
fondo, vistos desde fuera, pudiera parecer que nada los distinguía de tanto
otros estudiantes de tantos otros centros de las zonas pobres de Madrid. Nada
pareciera poder servir para distinguirlos. No es verdad. En absoluto. Para mí,
que les daba clases, se convirtieron en especiales, diferentes y entrañables
Tras el curso 2013/2014 ya no repetí, me marché. O
decidieron que me marchara. Qué más da. Era lo lógico, lo que tenía que pasar y
pasó. De todas maneras sigo defendiendo que nada mejor para un grupo de alumnos
que no repetir con el mismo profesor, en la misma materia, durante varios años.
Aparecen nuevas voces, surgen nuevas ideas y se abren nuevas puertas cuando se
cambia de profesor. De manera que ellos, ya sin mí cerca, se fueron haciendo
mayores. Cursaron 4º de ESO y 1º de Bachillerato
mientras algunos iban quedándose atrás, otros se desviaban hacia el mundo de la
Letras y yo gravitaba de centro en centro, haciendo lo que creo que mejor sé
hacer: trabajar enseñando ciencia en unos niveles educativos determinantes para
el futuro académico y laboral de los adolescentes.
De repente, en el verano de 2016, en uno de los peores
momentos de mi vida laboral, el destino me llevaba de nuevo a ese pueblo de
Madrid que pocos pueden poner en el mapa cuando se menciona en cualquier
conversación. Y no solo regresaba al centro sino que tenía que volver a dar
clases a muchos de ellos, a muchos de mis antiguos alumnos, ahora ya en 2º de Bachillerato.
Nada más y nada menos que en la materia de Física. Con asombro y aprensión
descubría, además, que eran casi 25 los chicos que la cursaban (una anomalía
debida a las necesidades organizativas de un centro pequeño). Recuerdo el
primer día que vi a algunos de ellos en esos primeros días de septiembre y cómo
una de ellos exclamaba: "¡Pepe, qué alegría, estás igual!". Y lo decía
feliz, confiada, contenta por volver a tenerme como profesor. Mientras, yo, consciente
del horizonte que se abría, empezaba a angustiarme, a agobiarme: ¿sabría estar
a la altura del reto que se me exigía?
El curso ha sido largo y complicado. Los he visto sufrir,
llorar, encabronarse, someterse, rebelarse, volver a sufrir, y a llorar. Pero
sobre todo los he visto luchar. A casi todos. Luchar, una y otra vez,
enfrentándose a sus propias
capacidades, desafiando a miserables determinismos socioeconómicos,
enfrentándose a un sistema que los impulsa hacia otras labores y hacia otros
estudios, que los quiere apartar de los estudios superiores, que ignora sus
sueños y sus necesidades. Ellos sí se enfrentan en soledad, solo con sus armas,
a la exigencia educativa. Muchos otros, cuando sufren, gracias a su
posición socioeconómica, disponen de todo tipo de ayudas para superar las
dificultades, mientras que ellos solo cuentan con su esfuerzo, con su cabezonería y con su
grupo de amigos. No todos lo consiguieron. No todos fueron capaces de aprobar.
Casi todos lo merecieron por su esfuerzo pero lamentablemente con eso no basta.
Tendrán otras oportunidades y terminarán consiguiéndolo. Seguro.
Ahora ya, por fin, el curso está acabado. Y ellos, por fin,
respiran. Ahí están, encima del escenario. Tan estupendos, tan jóvenes, tan
felices, tan inconscientes. Uno a uno recogen las orlas de manos de sus dos excelentes
tutoras. Profesoras de la enseñanza pública que durante todo el curso los
cuidaron, guiaron y animaron para que no desfallecieran. Que un profesor u otro
sea el tutor de un grupo de alumnos es producto del azar cuando se organiza el
curso.
Convertir la labor de tutor en una herramienta imprescindible para la superación del curso por parte de los alumnos es, en cambio, solo debido a la implicación del
docente. Por ello, desde aquí, mi felicitación y mi respeto para ellas.
Yo les aplaudía desde mi asiento, sonreía, recordaba conversaciones,
risas, broncas, clases complicadas, anécdotas impagables, mis momentos de
equivocada impaciencia, sus momentos de equivocada frustración. Ellos, mientras,
en sus discursos y en sus vídeos trasmitían un sincero cariño hacia su etapa
educativa en el centro, preferían quedarse con lo bueno (lo ha habido) y dejar
de lado lo malo (que también lo hubo).
Reitero mi orgullo. Por ellos. Por todos. Por los que
aprobaron conmigo y por los que, desgraciadamente, no fueron capaces. Orgulloso
de haberles dado clases porque en cada momento demostraron que, más allá de las
dificultades, estaban dispuestos a seguirme para aprender. Y eso,
curiosamente, lo complicaba todo. Hicieron
de cada clase un reto ineludible para mí: tenía que estar a la altura de su
compromiso y conseguir enseñarles, conseguir que comprendieran cada uno de los
conceptos abstractos y extraordinariamente complejos que mi asignatura plantea
a este nivel.
Al final de curso, medio en broma medio en serio, les
comentaba que no recordaba curso más
complicado que este en mis años de carrera docente. Es verdad. Creo que darles clases a ellos este año ha
sido el reto más complicado de mi carrera docente. Y estoy muy satisfecho con
el resultado. Modesto tal vez, anecdótico pensarán muchos, intrascendente dirán
otros. En absoluto. Creo firmemente en que son las pequeñas batallas el espacio en el que más podemos aportar. Dar una oportunidad de futuro a los que todo lo tienen
en contra, sin traicionarles, sin regalos, sin buenismos condescendientes es una
de las vías que la enseñanza nos permite. Jamás le di tantas vueltas a cada una
de mis clases. Ni dediqué más recreos a resolver dudas individuales que nunca
hubieran podido tener espacio en las clases.
Pero ahí estamos todos ahora, en un teatro de pueblo, compartiendo
su felicidad, celebrando su triunfo. El final de una etapa que les permite incorporarse
a los estudios superiores, ir a la Universidad, equipararse a tantos a los que
llegar hasta ahí no les supuso ni la mitad del esfuerzo que ellos necesitaron.
Y no precisamente por capacidad intelectual. Yo les aplaudo, me río, me
emociono, me relajo, por fin, y espero que ahora, que poco a poco mi recuerdo se diluirá
en sus vidas, algo permanezca de lo que les intenté transmitir. Respecto a la
importancia del pensamiento racional, del conocimiento, del saber y de la duda
legítima.
Y espero que no se olviden de dónde vienen. De dónde surgieron.
Ahora que volarán lo más lejos que puedan y que quieran. Que no olviden que
ellos son carne de la enseñanza pública. De esa enseñanza pública que tantos
machacan cada día. Que sin la enseñanza pública difícilmente se les hubiera
abierto la ventana de oportunidad que ahora se les abre. Que fue la enseñanza
pública la que ningún mérito les pidió, ni ninguna cuota, la que no miró sus
apellidos, ni indagó en su origen social. Que fue su trabajo y el de sus
profesores lo que les permitió llegar hasta dónde ahora están. Y hasta donde
llegarán. La desmemoria y el infecto elitismo son el cáncer que devora a una
educación pública que lucha contra los prejuicios de un clase media que olvidó
sus orígenes. Ellos son el futuro, dicen. Pero yo, hoy, solo puedo alegrarme por su presente.