¿Se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO?
Pienso en todos esos jóvenes (y no tan jóvenes) profesores que se incorporan a nuestras aulas
cada curso y cada día me parece más trascendente esta cuestión sobre la que hoy
escribo.
¿Depende tanto la gestión de esa aula de la ESO del
carácter, carisma y disposición personal del docente como para que, tal vez, no
se pueda enseñar a hacerlo? Esta pregunta enlaza con otra que no se puede
ignorar aunque levante alguna ampolla y cuyo origen son las experiencias que
nos transmiten los que hace muy poco fueron alumnos del Máster de Secundaria y
llegan a nuestras aulas ya convertidos en docentes: ¿puede enseñar a gestionar
un aula de la ESO quien nunca lo hizo o el que dejó de hacerlo hace ya mucho
tiempo (seguramente para eludir contradicciones vitales)?
Creo que sería absurdo negar la existencia de una serie de
pautas que se pueden transmitir y se pueden interiorizar para mejorar la
gestión de un grupo de adolescentes en el contexto de la enseñanza de una
materia de la ESO. En este post que enlazo, por ejemplo, recopilé 10 consejos
básicos para cualquier docente novato que empieza a enseñar en cualquier
instituto. Pero de lo que hoy hablo en este post es de algo más sutil,
diferente y complejo.
¿Qué te permite, como docente, construir las condiciones
previas en tu relación con los alumnos para que tu labor, con la metodología
que elijas para enseñar, pueda resultarles útil?
He leído mucho sobre el asunto pero hoy escribo desde una
óptica básicamente experiencial, casi intuitiva, desde esas vivencias
compartidas por tantos de nosotros, docentes, que vivimos cada día de nuestras
vidas laborales en los institutos. Cuando cada minuto que se pasa en un centro
educativo se vive en un estado profesional de alerta y atención continua (habría
que plantearse la cantidad de compañeros que "no se enteran de nada",
ese primer paso hacia el abismo, hacia el fracaso profesional) se termina
conociendo e intuyendo con relativa facilidad cuáles de tus compañeros enseñan
con cierta garantía de éxito y cuáles van a tener problemas curso tras curso,
sean quiénes sean los alumnos que les toquen.
Hay una serie de docentes, siempre de diverso pelaje
pedagógico (la pluralidad de estilos docentes supone una enorme riqueza de la
enseñanza pública que está permanentemente amenazada no solo por absurdas leyes
educativas sino también por la fiscalización extrema de los militantes de la
#EnsoñaciónPedagógica), que construyen una relación con sus alumnos y
establecen un ambiente de aula que les da la posibilidad real de enseñar y que
sus alumnos aprendan con ellos. Resulta tan curioso como conmovedor ver cómo
algunos de ellos lo consiguen desde una educada distancia emocional, que desde
fuera puede resultar extrema, mientras que otros alcanzan su objetivo desde una
cercanía personal que en ocasiones parece situarlos al borde del error
profesional. No importa realmente cómo lo consiguen: curso tras curso, esos
docentes realizan una labor profesional impresionante, nunca suficientemente
reconocida, casi siempre en la sombra, asumiendo que su forma de ser y lo que
consideran que debe significar la educación determina su trabajo diario pero
que todo empieza y termina en un objetivo educativo irrenunciable: la exigencia
académica. Porque a veces, tal vez demasiadas veces, se elude esa cuestión: los
docentes estamos en los centros educativos para enseñar y para que nuestros
alumnos aprendan. Estamos en los institutos para enseñar y para que nuestros
alumnos, tras nuestro trabajo, tengan una base suficiente de conocimientos que les permita seguir formándose al año siguiente. Somos una gota de agua en su vida
formativa pero no podemos convertirnos en un obstáculo, por acción u omisión,
en el derecho que tienen los adolescentes a adquirir una cultura básica y una
formación suficiente. No nos pagan (o no deberían hacerlo) solo para acompañar
y cuidar emocionalmente de nuestros alumnos. Nos pagan para que, acompañando y
cuidando emocionalmente de nuestros alumnos, consigamos que aprendan los
contenidos de nuestras materias y adquieran una serie de conocimientos como único
camino intelectualmente respetable para la obtención de ciertas
competencias.
La mayoría de alumnos son, casi siempre, perfectamente
conscientes de la calidad de esos docentes. Los aprecian y los defienden. Aunque
a muchos otros docentes y a otros muchos expertos les fastidie ese
reconocimiento y, dependiendo hacia qué tipo de docente se manifieste, siempre
encuentran razones espurias para impugnarlo.
Mi hipótesis, por tanto, es que existen ciertos arquetipos
docentes que demuestran de forma persistente su éxito en el aula. Ojo, habría
que explicar qué entiendo como "éxito". Para mí, tiene una raíz
radicalmente prosaica. Me explico: tan lejos de Keating y su irresponsable mesianismo
docente como sea posible.
Entonces, siguiendo esa idea, no debiera ser difícil, si nos
alejamos de prejuicios pedagógicos, compilar experiencias y establecer las
condiciones previas, en relación a la gestión de grupo, que un docente ha de
conocer para construir una relación con sus alumnos que le permita enseñarles con
cierta garantía de éxito, pero...
Pero luego llega la realidad y te da esa hostia que destruye
hasta la ensoñación pedagógica más modesta. Esa por la que uno lucha cada día. También
la de intentar mejorar un poquito el día a día de tu propio centro, o mejorar
la formación de los grupos a los que das clases, o tan solo que las cosas en tu
tutoría funcionen. Porque no se puede enseñar a nadie a ser lo que no es y lo
que le funciona a un docente se convierte en un estrepitoso fracaso para otro.
He tenido grupos complicados a los que conseguí enseñar con un
extraordinario esfuerzo. En una ocasión, nos convocaron a una reunión a los
docentes de un grupo muy difícil para buscar soluciones colectivas. De manera
extemporánea, sin ninguna maldad pero con muy poco tacto, la jefa de estudios
me pidió que explicara al resto de mis compañeros, que se veían impotentes ante
el grado de disrupción del grupo, "cómo lo hacía yo" para mantener
mis clases en un silencio activo mediante el que yo era capaz de enseñar y los
alumnos eran capaces de aprender. Me encontré, de repente, balbuceando lugares
comunes y consejos que terminaban siendo ridículos en el contexto relacional
que mis compañeros tenían con esos alumnos. Mis compañeros sufrían
extraordinariamente cada clase con ellos y lo que yo les decía no podía cambiar
eso. No me siento todavía hoy capaz de reprocharles nada a pesar de algunos de
sus errores: la propia Administración y la sociedad en la que vivimos habían
decidido que aquel centro fuera el gueto educativo de aquella población, y las
consecuencias de esa decisión puede que fuera algo con lo que aquellos docentes
debían convivir por exigencia laboral pero no suponía, ni de lejos, que ellos fueran
los responsables finales del fracaso educativo y el estigma social al que estaban
sometidos aquellos alumnos (las víctimas reales de todo aquello).
Es el momento de completar la hipótesis anteriormente
planteada: sí, existen ciertos arquetipos docentes que demuestran, de forma
persistente, su éxito en el aula. Pero, ¿son tan fáciles de replicar como
algunos pretenden desde sus despachos universitarios? Me temo que no.
La docencia en la ESO es complicada y en ella entran en
juego matices personales, sociales y emocionales que no se pueden obviar. Tengo
la sensación de que la investigación académica tiene muy poco en cuenta
el factor humano en la construcción de sus relatos educativos. La experiencia
parece demostrar que existen una serie de rasgos de carácter que facilitan
enormemente la labor docente y que, por mucho que se construyan
"formaciones", se puede atenuar las consecuencias de no disponer de
ellos pero, en ningún caso, se consigue replicarlos. Es lo que hay.
No hay nada más alejado de esos rasgos de carácter
que comento que la idea de "vocación" que algunos nos venden como
trasunto laico pedagógico de la iluminación religiosa. El cementerio del
fracaso docente está repleto de profesores con una enorme vocación.
Suelen ser carne de cañón.
Entonces, ¿qué hacemos? A veces, no es necesario mantener y
defender una opinión tajante sobre algo cuando la realidad te demuestra cada
día la imposibilidad de construir una generalización intelectualmente
consistente. Hay que ser humilde. Entender la complejidad. Asumir las
contradicciones.
Creo que es posible dar a conocer a los nuevos docentes ciertas
pautas que les permitirán no cometer errores absurdos en la gestión del aula.
Hay cosas que veo cada curso en ciertos compañeros que me parecen alucinantes y
completamente indefendibles. Pero también hay que aceptar que no existe nada
que les garantice que un grupo de alumnos les vaya a hacer caso como docentes.
Hagan lo que hagan.
Por último, también considero que resulta imprescindible hacer entender a la
sociedad que la docencia es un trabajo más y a ningún docente se le debería exigir
ninguna heroicidad, tan solo profesionalidad. El hecho de que en algunos centros de la enseñanza publica se terminen necesitando unas habilidades docentes especiales y se noten demasiado los defectos profesionales de algunos profesores es tan solo la consecuencia final de la endémica falta de recursos de la enseñanza pública y de la lacerante segregación socioeconómica que la doble red concertada/pública permite y fomenta.
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en X/Twitter el 8 de noviembre de 2024
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