¿De quiénes hablan los partidos políticos cuando dicen que consultan a los
profesores? ¿Con qué "expertos" deciden nuestro futuro Podemos, IU,
Ciudadanos, PSOE y PP? ¿Por qué nunca hay consultas a los claustros de
la enseñanza pública para conocer su opinión? ¿Por qué unos (la
izquierda) creen que los sindicatos tradicionales representan nuestra
opinión? ¿Han analizado la participación en las elecciones sindicales?
¿Por qué los otros (la derecha) consideran voces autorizadas para
diseñar la educación a pedagogos y representantes de fundaciones privadas con intereses opacos? La enseñanza
pública, en contra de lo que interesadamente ciertos sectores de los
medios de comunicación quieren hacer ver, es enormemente plural.
Conviven docentes con diferentes ideologías que somos capaces de
soportarnos y casi siempre de entendernos. Es más, somos los primeros en
reconocer lo bien que lo hacen algunos profesores de la "trinchera de
enfrente" y lo mal que lo hacen algunos de los que, en teoría, son "de
los nuestros". Porque vivimos en el aula cada día, cada semana, y
sabemos que o nos apoyamos o no salimos adelante. Que nuestros alumnos no
saldrán adelante sin la colaboración de todos sus profesores. Entonces, ¿por qué la mayoría de profesores creemos que
jamás se nos escucha, que jamás se atiende a las verdaderas prioridades
que nosotros entendemos que tiene la educación en España? No hablo de
que decidamos nada (faltaría más) sino de que nuestra voz, la verdadera,
se escuchase.
24 febrero 2018
31 enero 2018
Un año de libros (2017)
Estos fueron los libros que leí por primera vez durante durante
2017. Fue un año con lecturas muy interesantes pero también con varias decepciones. Tras el peor otoño literario de mis últimos años (demasiadas cosas en la cabeza, demasiados libros empezados que no he terminado aun) la cosa quedó en esto:
- La cena (2010) – Herman Koch. Novela.
- Los (bienes) comunes – Joan Subirats y César Rendueles. Ensayo (conversación política).
- Los limites del deseo (2016) – Esteban Hernández. Ensayo (política, economía).
- La España vacía (2016) – Sergio del Molino. Ensayo (sociología).
- Contra la posmodernidad (2011) – Ernesto Castro Córdoba. Ensayo (filosofía).
- Escuela o barbarie (2017) – Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Fernández. Ensayo (educación)
- Los cinco y yo (2017) – Antonio Orejudo. Novela.
- La ley de las aulas. La enseñanza española desde Franco hasta Wert (2016) – Héctor G. Barnés. Ensayo (educación).
- Teoría King Kong (2006) – Virginie Despentes. Ensayo (feminismo)
- Bajo el signo de la melancolía (2017) – Santos Zunzunegui. Ensayo (cine).
- Filmish (2017) – Edward Ross. Novela gráfica. Ensayo (cine).
- 2084, el fin del mundo (2015) – Boualem Samsal. Novela.
- La sociedad del cansancio (2012) – Byung-Chul Han. Ensayo (filosofía).
- La izquierda feng-shui (2017) – Mauricio José Schwartz. Ensayo (pseudociencias).
- El corazón de Livingstone (2014) – Aurora Delgado. Novela.
- Sociología del moderneo (2017) – Iñaki Domínguez. Ensayo (sociología).
- Storytelling (2008) – Christian Salmon. Ensayo (sociología).
- Howard Hawks, el camaleón de Hollywood (2017) – Albert Galera. Ensayo (cine).
- Centauros del desierto (1954) – Alan Le May. Novela.
- Economía y pseudociencia (2013) – José Luis Ferreira. Ensayo (economía).
- En defensa del populismo (2016) – Carlos Fernández Liria. Ensayo (sociología).
- Madres arrepentidas (2015) – Orna Donath. Ensayo (feminismo).
27 enero 2018
Un año de cine (2017). Segunda parte
Aquí comparto la segunda tanda de películas que vi por primera vez durante 2017. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui viendo.
- La guerra del planeta de los simios (2017) – Matt Reeves (cine). Broche final a una trilogía de cine de entretenimiento de gran calidad y enorme honestidad. César es ese héroe trágico que finalmente ha de enfrentarse a sus propias contradicciones, a sus miedos y a su rabia en una historia bien construida, emocionante, triste y con una música maravillosa del gran Michael Giacchino.
- Figuras ocultas (2016) – Theodore Melfi. De factura técnica rutinaria y dirección algo pobre la película se sostiene por la extraordinaria emoción que transmite ese grupo de mujeres negras de gran inteligencia enfrentadas dentro del mundo de la ciencia al machismo y al racismo, ese cóctel miserable que pudre nuestra sociedad. Excelentes interpretaciones en una película cuyo visionado provoca reflexión y nos recuerda la función social y educativa que también tiene el cine. Eso sí, siempre a la medida de Hollywood.
- Amor tóxico (2015) – Norberto del Val. Cine español de trincheras, realizado con pocos medios pero con enormes conocimientos. Además de con mucha mala leche y con mucha incorreción política. Su humor negro termina incomodando y, como ya indica el título, indaga en la toxicidad de las relaciones de pareja que establecemos.
- El bar (2017) – Álex de la Iglesia- Contiene muy poco de lo mejor del director (el arranque de la historia, los movimientos de cámara, la fisicidad de los personajes, el dominio del espacio) y mucho de lo peor de su cine (inconsistencias narrativas, pérdidas dramáticas del ritmo, ese gusto por la extravagancia en el momento equivocado o la incapacidad de darles un final a historias que prometen más de lo que finalmente se obtiene). Decepcionante.
- El círculo (2017) - James Ponsoldt. Un desastre sin paliativos. Qué cosa tan mala. Errada desde la misma concepción, consigue que una trama con enorme potencial (el mundo de las nuevas empresas tecnológicas y el lado oscuro de sus nuevas relaciones laborales e interpersonales) derive en un pestiño de dimensiones galácticas. No debe ser nada fácil lograr que una buena actriz como Emma Watson parezca imbécil la mayor parte del tiempo que deambula por la pantalla, sin saber muy bien qué hacer ni qué sentir. Eso sí, que Tom Hanks en su breve papel sea capaz de salvar los muebles y elevarse sobre el nivel medio de este bodrio habla extraordinariamente bien de las tablas que ya tiene este excelente actor.
- La mujer pantera (1942) – Jacques Tourneur. Maravillosa muestra de lo mejor de un cine clásico de bajo presupuesto, sin pretensiones, imaginativo y libre, que arriesgaba con tramas sexuales y enfermizas como esta, que se colaban en segundo plano, enmascaradas tras cine convencional de género. Algunas de su secuencias, de corte expresionista, alcanzan la perfeción audiovisual. Muy recomendable.
- El regreso de la mujer pantera (1944) – Rober Wise y Gunter von Fritsch. Extraña secuela que retoma los personajes de la cinta anterior pero dentro de un nuevo contexto, alejándose del terror y del sexo, construyendo una especie de cuento gótico sobre la infancia y el difícil trance de dejar atrás la ensoñación de la niñez. Ha pasado el tiempo sobre ella.
- Las furias (2016) – Miguel del Arco. La familia es una fuente inagotable a la hora de construir historias porque indagar en ella es hacerlo en la construcción social más relevante de nuestras vidas. Si la historia, como es el caso, parte de lo particular para hablar de lo universal, las relaciones humanas mostradas nos sirven como espejo de las nuestras, nos duelen, nos hacen daño. La película, más allá de algunas innecesarias tentaciones manieristas en la fotografía, es potente, dura e intensa. Me gustó mucho.
- El beso de la pantera (1982) – Paul Schrader. Más alla de la hipnótica belleza sensual de Natassja Kinski la película es un absoluto despropósito. Todo lo que era planteado de manera delicada y sutil en la película clásica aquí termina convertido en algo ridículo y extravagante. Absolutamente innecesaria.
- Guardianes de la galaxia 2 (2017) – James Gunn. Más de lo mismo. Si bien la primera parte supuso un soplo de aire fresco en el sobrecargado universo marveliano, esta segunda parte parece nacer ya aburrida. Una vez agotada la propuesta gamberra de aquella solo queda en esta exprimir sin gracia a unos personajes sin evolución dramática, recurrir a chistes facilones y construir un nuevo final carente de lógica interna alguna pero eso sí, saturado de efectos especiales.
- Queridísimos verdugos (1973) – Basilio Martín Patino. Documental que te deja sin respiración, pegado a la pantalla, devorando no ya solo la crítica subterránea al franquismo, sino el espectáculo doliente de una España negra, visceral y pobre.
- La momia (2017) – Alex Kurtzman. Hollywood da signos de agotamiento y la audiencia ya no responde como antes a intentos de blockbusters extravagantes como este revival de los viejos monstruos de la Universal. Hasta hace bien poco la presencia de estrellas como Cruise y Crowe hubieran salvado de la debacle en taquilla a este bodrio, pero ya no lo consiguen. Hay siempre otra opción, claro: dejar de rodar bazofias como esta y ofrecer al espectador un divertimento que no ofenda a la inteligencia. Y un detalle más, que no se me olvide: el montaje, madre mía, el montaje...
- Sully (2016) – Clint Eastwood. Película sencilla, humana, sin pretensiones, que funciona sin algaradas y sirve para que Clint Eastwood, siguiendo la estela de sus viejos maestros, reivindique la figura del profesional que hace bien su trabajo, que ejerce de héroe contra su voluntad, enfrentándose incluso a la indecente maquinaria de la burocracia o la política. Cine con aroma a clásico al que, de todas maneras, se le notan las costuras ideológicas.
- Al filo de los 17 (2016) – Kelly Fremon. Los problemas de la adolescencia aparecen retratados inicialmente con frescura y sinceridad pero, a medida que el metraje avanza, la impostura y el artificio crecen. Comedia sentimental de iniciación que, como tantas en los últimos años, parte de premisas subversivas para cerrar su historia asumiendo los tópicos más conservadores. Es una tendencia que merecería la pena investigar.
- La profesora (2016) – Joan Hrebejk. La corrupción del comunismo en la antigua Checoslovaquia a través de las peripecias de la profesora de un colegio que poco a poco, a través de la manipulación y el chantaje, va consiguiendo que todos los padres de sus alumnos estén a su servicio para preservar las buenas notas de sus hijos. Atmósfera opresiva en una buena película que retrata con acierto la triste capacidad del ser humano para ser miserable.
- El rocío es compartir (2012) – Francisco Campos Barba. Basura infinita, cósmica. No hay palabras que hagan justicia a lo que sentí con el visionado de este engendro. Una reivindicación documental babosa, maniquea e hipócrita de la fiesta de El Rocío, que pretende dotar a una fiesta que desborda alcohol, clasismo y postureo de una trascendencia artificiosa a través de lo que el autor considera una realidad ya demostrada de antemano: que en esa fiesta la solidaridad y el hermanamiento entre personas diferentes es absoluta. Y un carajo. Como cine documental es un bodrio. Ideológicamente, un desvarío.
- The Osiris child (2016) – Shane Abbes. Una rareza de ciencia ficción que no oculta su espíritu de serie B pero que resulta entretenida. Juega a su favor el no abusar del CGI cutre habitual del cine de bajo presupuesto y recurrir a efectos especiales artesanales.
- Piratas del Caribe: la venganza de Salazar (2017) – Joachim Reomming y Espen Sandberg. La fórmula está agotada. Se ha exprimido hasta la última gota al que hace una década fuera un personaje carismático, Jack Sparrow. La decadencia del personaje solo es comparable a la del actor que lo encarna pero Disney es incapaz de renunciar a una franquicia maltrecha porque sigue generando ingentes cantidades de dinero. Al menos es (algo) menos aburrida que la anterior película de la saga.
- Negación (2016) – Mick Jackson. El famoso enfrentamiento entre la historiadora Deborah E. Lipstadt y el negacionista del holocausto judío, David Irving, a mediados de los 90, se convierte en una película judicial sin fuste, sin ritmo y con una pobre interpretacion de una actriz habitualmente solvente como Rachel Weisz. Una pena, pero las buenas intenciones no son suficientes para crear buen cine.
- Nieve negra (2017) – Martín Hodara. Contiene en su interior una buena película pero es incapaz de superar los continuos lastres de una trama disparatada (esa novia española...). Historia familiar tramposa que deriva en un final bochornoso.
- Revolt (2017) – Joe Miale. Ciencia ficción de serie Z que no aporta absolutamente nada al trillado subgénero de la invasión alienígena de turno. Visualmente apañada.
- Crudo (2016) – Julia Ducournau. Enfermiza, oscura e inquitante metáfora del despertar al sexo adolescente a través del canibalismo. Aunque su visión resulte perturbadora no termina de cuajar en gran película debido a un tramo final indeciso en el que la historia está a punto de derrumbarse. A pesar de ello, recomendable.
- Spielberg y Williams, el arte de la colaboración (2011) – Robert Tranchtenberg. Documental que ahonda en la relación cinematográfica y personal entre dos de los gigantes del cine americano de los últimos 50 años. Su trabajo en común perdurará para siempre en las memorias sentimentales de varias generacioness. Una gozada.
- Milius (2013) – Joey Figueroa y Zack Knutson. Retrato amable de la insólita carrera cinematográfica del director (Conan) y guionista (Apocalypse now) John Milius. A través del retrato de su poliédrica y arrolladora personalidad el documental analiza la revolución que supuso el nuevo cine americano de los 70 (nada que no haga mucho mejor el famoso libro de Peter Biskind, Moteros tranquilos, toros salvajes...) y su posterior decadencia.
- The bad batch (2016) – Ana Lily Amirpour. Pretenciosa y errada distopía postapocalíptica que bebe de las fuentes de Mad Max pero es incapaz de encontrar su propia voz, convirtiéndose en un batiburrillo de referencias inconexas y provocaciones gratuitas.
- Blade Runner 2049 (2017) – Dennis Villenueve (cine). Espléndida secuela de una maravillosa película. Visualmente es arrebatadora, con una belleza dolorosa que nos habla de un pasado perdido que no solo no se puede recuperar sino que, convertido en nostalgia totalitaria, imposibilita el presente y destruye la posibilidad de futuro. El dilema sobre lo que nos hace humanos sigue presente pero se abren nuevas puertas a través de ese replicante que sufre (y por tanto se humaniza) por el hecho de pensar que puede ser hijo de un humano. Los errores que pueda tener la película son ampliamente superados por sus aciertos y cuando las lágrimas en la lluvia se convierten en lágrimas en la nieve, mientras Deckard ve por primera vez a su hija con la música de Vangelis de fondo, el cine, ese arte, se hace extraordinario.
- Spider-man homecoming (2017) – Jon Watts. El trepamuros vuelve a casa, vuelve bajo el paraguas todopoderoso de Marvel y Disney, y el regreso le sienta bien, al menos superficialmente. Otra cosa es cuando rascas un poco y te encuentras con una película plana, insustancial, incluso a ratos aburrida, que esquiva todos los conflictos de Peter Parker y se queda tan solo con su lado más jugueton y adolescente. Tiene claro, es evidente, a qué publico se dirige.
- Roug night (2017) – Lucía Aniello. Las películas de juergas locas masculinas son un subgénero en sí mismo dentro del cine americano. No recuerdo prácticamente ninguna que supere, ni de lejos, el mínimo suficiente para ser considerada siquiera una película decente. Pues bien, ahora (y es estupendo que así sea) llega el turno de historias con la misma temática pero con protagonistas femeninos. Pues eso. Hay que reconocer que esta película en cuestión es coherente con la trayectoria del género: es igual de patética que las protagonizadas por hombres.
- Fe de etarras (2017) – Borja Cobeaga. La polémica que generó su estreno en Netflix no benefició la recepción de una película que, tras las máscara de comedia, esconde una reflexión dolorosa sobre la futilidad de llevar hasta las últimas consecuencias unas ideas que nacen puras pero terminan solo sobreviviendo en el fango más infecto. La necesidad de una vida normalizada es uno de los torpedos de flotación más poderosos contra el mundo etarra que se hayan planteado. Da igual, es una película que no se ha querido comprender. No es de extrañar conociendo el país en el que vivimos.
- The Meyerowitz stories (2017) – Noah Baumbach. Uno de los directores indies más interesantes de la última década se atreve con esta historia familiar que se aleja algo de su territorio más habitual. La incomunicación y las frustraciones personales provocan envidias y malentendidos apenas superables por los fuertes lazos que se construyen en el seno familiar. Me gustó, pero no es ni de lejos mi preferida de Baumbach .
- Ocho apellidos catalanes (2016) – Emilio Martínez Lázaro. Perdido el impacto de la novedad se repiten fórmulas, clichés y giros de guion bochornosos en una película cuya puesta en escena recuerda más a un mal capítulo de la televisión española de los 90 que a una producción audiovisual moderna. Un par de chistes buenos, dos medias sonrisas y poco más. Lamentable.
- The little hours (2017) – Jeff Baena. Pintaba estupenda y se quedó en nada. Adaptación libre de El Decameron con un grupo de actrices y humoristas estupendas que termina convertida en una película insustancial lastrada por su construcción episódica.
- Creative control (2015) – Benjamin Dickinson. Cercana en su planteamiento a los mejores episodios de Black Mirror (aquellos que tratan sobre las consecuencias de las nuevas tecnologías en nuestras relaciones personales y sociales) dialoga también con la sobrevalorada Her, de Spike Jonze. La construcción de una inteligencia artificial que permita eliminar aquellos aspectos de tu pareja o de tu amante que no te satisfacen (también que permita escapar del rechazo) es el detonante de una reflexión inteligente sobre las despersonalización de las relaciones humanas y cómo la tecnología, que inicialmente palía los problemas, termina por agudizarlos. Interesante y recomendable.
- Spielberg (2017) – Susan Lacy. Un repaso menos minucioso de lo que debiera (sortea sin disimulo sus grandes fracasos) de la carrera cinematográfica de Spielberg, mostrando sus obsesiones, sus motivos recurrentes, la importancia de la familia en su vida y en sus películas, y evidenciando el enorme talento de uno de los directores más importantes de los últimos 50 años del cine americano. Enormemente creativo, con una técnica incomparable y una formidable capacidad en la direcion de actores. Otra cosa sería hablar de cómo ha desperdiciado ese talento durante tantos años.
- Valerian (2017) – Luc Besson. Intento de Besson de reverdecer los viejos laureles de El quinto elemento. Tan apabullante y creativa visualmente como aquella lo que aquí falla es la historia, confusa y sin gran interés, con unos personaje poco carismáticos con los que en ningún momento empatizas. Una pena.
- El otro guardaespaldas (2017) – Patrick Hughes. El punto de partida merece la pena: un guardespaldas en horas bajas ha de cuidar de un asesino aun más letal que él. Solo el humor irreverente salva a ratos una historia que se pierde en una subtrama irrelevante.
- Brimstone (2016) – Martin Koolhoven. Western psicológico y visceral que, de manera valiente, no elude las zonas más oscuras de una trama compleja sobre la pederastia, la religión y la enfermiza necesidad de controlar la vida de alguien. Película muy interesante, a pesar de la absurda subtrama que contiene para justificar su imbécil final.
- The dark tower (2017) – Nikolaj Arcel. Menudo desastre. Curiosamente lo que mejor funciona de la película es su inicio, la historia del niño con problemas psicológicos y familiares está muy bien planteada. El problema llega cuando lo fantástico aparece y todo se va al carajo. Pocas películas con presupuesto digno presentan los problemas que esta tiene de montaje, continuidad y ritmo.
- Mother! (2017) – Darren Aronofsky. Controvertida película a la que le han dado palos sin piedad y que a mí, curiosamente, me pareció excelente. Con una atmósfera malsana y mediante un crescendo narrativo que desemboca en una auténtica locura visual, esta (evidente) metáfora religiosa sobre la creación y el abuso de un mundo enfermo tiene otras lecturas sobre la creación artística igual de ricas en su interior. Cine adulto para mentes abiertas.
- Beyond skyline (2017) – Liam O´Donell. Secuela tardía de una película sobre invasiones alienígenas que visualmente era brillante pero cuya trama y personajes dejaban mucho que desear. En este caso, en un alarde de coherencia digno de alabar, han hecho una película que es una chapuza total en todos lo aspectos. Para qué complicarse la vida.
- The last jedi (2017) – Rian Johnson (cine). Poco tengo que aportar desde un criterio puramente objetivo a una película de Star Wars. Las disfruto como el niño que fui, me sumerjo en ellas con emoción desbordada y las siento como parte de mi vida. En este caso, The last jedi me permitió reconciliarme con un personaje como Luke Saywalker, siempre demasiado naíf para mi gusto en la trilogía clásica. Me entusiasma la evolución de Luke, sus dudas, su vejez escéptica. Y como, a pesar de todo, asume su destino y finaliza su viaje del héroe. Me quedo con dos momentos, dos secuencias que valen oro: el reencuentro de Luke con Leia, tras tantos años, pura melancolía; y el final de Luke, con los dos soles en el horizonte, muriendo en paz. Y la música de esos dos momentos, la música de John Williams, reinterpretando de manera nostálgica dos de los mejores temas musicales de la saga. Pelos como escarpias.
- La montaña entre nosotros (2017) – Hany Abu-Assad. El cine ha mutado, es incuestionable. Y a quien más le afecta, curiosamente, es al cine de Hollywood. Esta película hace 20 años hubiera sido un exitazo, al borde del evento, y ahora pasa absolutamente desapercibida, no interesa a casi nadie. Una historia de amor entre adultos maduros interpretada por actores con carisma. Da igual, la taquilla no responde. La taquilla es millenial, nos guste o no. Y, en el caso de películas como esta, tan predecibles y convencionales, la verdad, no perdemos tanto.
- Kingsman 2, el círculo de oro (2017) – Matthew Vaughn. Tiene el habitual problema de las secuelas, en lugar de derivar los personajes hacia nuevas tramas que impliquen una evolución personal, se limita a repetir el esquema del éxito anterior y a volver a hacer todo igual, con una única novedad: más explosiones, más ruido, más efectos especiales. Absolutamente prescindible salvo por una cosa: disfrutar de una Julianne Moore espléndida, a la que se le nota lo bien que se lo pasa con su breve papel de mala malísima.
- Bright (2017) – David Ayer. La television (Netflix) es el refugio del cine heredero de aquél que en los 80 arrasara. Significativo. Tenemos a pareja de policias (hombres) salvando la ciudad (o el mundo, qué más da), mostrándose una lealtad inquebrantable (a pesar de sus diferencias) mientras sueltan sus chascarrillos y derrochan (o no) carisma. Que la trama de siempre ahora se desarrolle en un mundo alternativo inverosimil repleto de orcos, elfos y hadas no importa lo más mínimo porque todo huele a viejo, a rancio, a naftalina. El tiempo, que es implacable.
- The babysitter (2017) - McG. Película de bajo presupuesto de las que produce Netflix para rellenar su catálogo. Divertimento adolescente con el que te ríes algo, te aburres mucho y olvidas en muy poco tiempo.
- It (2017) – Andres Muschietti. Para un espectador como yo, que no he leído la novela de Stephen King en la que se basa, la película no es más que un producto de cierta calidad que trata de pasar por cine de terror (aunque de eso hay más bien poco) una película de intriga adolescente. El desarrollar la historia en los años 80 no es más que una vuelta de tuerca más al coñazo del revival ochentero en el que llevamos inmersos unos años (y lo que nos queda).
13 enero 2018
Un año de cine (2017). Primera parte
Estas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las revisiones) que vi
durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la palabra "cine",
las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui
viendo. Separo la lista en dos partes para hacer más digerible su lectura.
- Passengers (2017) – Morten Tydum (cine). Todo es equivocado en ella, desde la puesta en escena hasta la música y la elección de unos actores que deambulan sin química alguna por la pantalla sin enterarse de nada. Un gran presupuesto puesto al servicio (¡por fin!) de una idea original de ciencia ficción para terminar contando una historia con una trasfondo ruin y machista.
- La purga 3 (2017) – James DeMonaco. Tras una primera secuela digna y potente esta tercera termina diluyéndose en la irrelevancia. No queda mucho más que contar y poco interesa.
- The neon damon (2016) – Nicholas Winding Refn. Acercamiento crítico al decadente mundo de las modelos de pasarela a través de una historia retorcida, depravada y perversa. Peliculón no apto para todos los paladares.
- Tren a Busan (2016) – Yeon Sang-Ho. De nuevo los zombis a escena, una vez más, con la novedad de plantear el espacio (el interior de un tren) como una limitación física inapelable. No deja de ser convencional y termina con una moralina tan prescindible como infantiloide.
- Carol (2015) – Todd Haynes. Una extaordiaria película de corte clásico, repleta de matices, pequeños gesto y con una interpretacion prodigiosa de Cate Blanchet. Espléndida.
- Tarde para la ira (2016) – Raúl Arévalo. Se le dio demasiado bombo a una película que agota su propuesta demasiado pronto y termina exhausta, apoyándose, eso sí, en una fotografía impecable.
- La fiesta de las salchichas (2016) – Conrad Vernon y Greg Tiernan. Podría haber sido maravillosa, descacharrante, realmente subversiva pero entonces no hubiera sido financiada por Hollywood. La contradiccion capitalista se hace carne en esta película animada que, a pesar de todo, merece la pena y sirve para echarse unas risas.
- El hombre de las mil caras (2016) – Alberto Rodríguez. Un personaje tan complejo como Paesa se merecía una película tan honesta como esta. No es perfecta, se pierde en sus propios vericuetos, quizás por emulación al personaje del que habla y termina enamorándose, pero el trabajo de Eduard Fernández es impecable. Atención al personaje de Roldán. Estremece intuir qué poco ha cambiado todo y cómo, políticamente hablando, seguimos en manos de parecidos ineptos con ínfulas de poder.
- La La Land (2017) – Damien Chazelle. El producto anual de Hollywood para redimirse parece buen cine, incluso consigue creerse que lo es pero es basura disfrazada de calidad, con el discurso neoliberal del éxito a toda costa tatuado a sangre y fuego en sus personajes. Relato cinematográfico convencional y maniqueo. Como musical tampoco es nada del otro mundo. Molesta.
- Cuerpo de élite (2016) – Joaquín Mazón. Ya, sí, que por qué, que para qué, que cuál fue la motivación para ver algo como esto. Yo qué sé, una tarde de enfermedad o un mal día, no lo recuerdo. Recibí justo castigo. Menuda bazofia.
- Warcraft (2016) – Duncan Jones. Menudo disparate. Era un proyecto que sonaba bien: una nueva película de corte fantástico ambientada en el universo del histórico videojuego. Y como director una joven promesa, Duncan Jones, que saltaba a las ligas mayores con el objetivo de confirmar las enormes expectativas que había sobre él. Pues nada, lo dicho, un auténtico disparate de principio a fin: un montaje caótico, una direccion errática que a veces parece inexistente y una historia absurda para construir una película que es un desastre y cuyo fracaso comercial está más que justificado.
- Múltiple (2017) – M. N. Shyamalan (cine). El acordeón que es la carrera de Shyamalan vuelve a tocar notas positivas para un director cuya gran virtud es la construcción de atmósferas pero necesita de historias potentes para que sus películas no se despeñen. Película que mantiene la tensión en el espectador hasta llegar a ese final abierto que expande el universo particular de esta historia y lo incorpora (en un giro sorprendente) al universo de aquella otra película de Shyamalan tan aplaudida, El protegido.
- Que Dios nos perdone (2016) – Rodrigo Sorogoyen. Me gustó mucho. Funciona la vuelta de tuerca a la clásica trama de psicópata perseguido por policías tan podridos moralmente como él. Y se permite jugar inteligentemente con un espectador demasiado acostumbrado a los cliches de Hollywood.
- Dr. Extraño (2016) – Scott Derrickson. Pues poco que decir. Otra película más de la factoría Marvel. Algo más entretenida de lo habitual pero igualmente olvidable. Pasatiempo chusquero.
- La chica del tren (2016) – Tate Taylor. La película es un desastre como tal. Nada cuadra, todo incomoda, aburre a base de clichés hasta que, justo antes del final, un giro inesperado eleva el nivel de la trama, el mensaje (necesario) aparece y el alegato feminista estremece y emociona.
- El ciudadano ilustre (2016) – Mariano Chon y Gastón Duprat. Excelente película que muestra el enfrentamiento de un escritor, de reconocido prestigio entre las élites culturales internacionales, con la realidad del pequeño pueblo donde se crió, de donde huyó, al que nunca quiso volver y al que parasitó literariamente durante toda su vida. Tiene muchas capas de lectura. De lo mejor que vi este año.
- Animales fantásticos y dónde encontrarlos (2016) – David Yates. El universo creado por J. K. Rowling se niega a morir cinematográficamente con Harry Potter y vuelve a la carga con una muestra tan correcta como convencional, que hará las delicias de sus fans pero nos deja fríos al resto.
- Morgan (2016) – Luke Scott. Decepcionante. Ciencia ficción con pretensiones incapaz de elevarse sobre un guión convencional y rutinario.
- El desafío (1997) – Lee Tamahori. Años con la idea de ver esta película para terminar decepcionado con el enfrentamiento en la nieve de dos actores errados en sus interpretaciones, especialmente un Hopkins que deja salir su lado mas histriónico y menos contenido al servicio de una historia imbécil, machista y con un final de chiste.
- Animales nocturnos (2016) – Tom Ford. Extraordinaria e impactante, ya desde sus títulos de crédito iniciales, difíciles de asimilar para un espectador educado siempre en la belleza de los cuerpos jóvenes de la pantalla. Historia alambicada y dura rodada con pulcritud y estilo, con unos actores en estado de gracia que se esmeran en mostrar a través de su interpretación una visión oscura y dolorosa del ser humano, de sus necesidades, debilidades y miedos.
- Surcos (1951) – José Antonio Nieves Conde. Cine de denuncia social auspiciado por falangistas desencantados con la podredumbre moral del régimen de Franco. Esta podredumbre moral la representa una ciudad moderna como Madrid, donde solo los miserables pueden sobrevivir, en contraposición a la idealización del mundo rural y sus gentes sencillas. Película clave a reivindicar, más allá de las claves políticas que permitieron su gestación, por el retrato brutal de miseria que muestra de la España de Franco.
- Yo, Daniel Blake (2016) – Ken Loach. Cine de denuncia sin resquicio a la esperanza. Sigue las andanzas de un desempleado con una edad cercana a la de la jubilación en su lucha contra un Estado indecente que cada es vez es menos "del Bienestar". Deudora de Kafka la película duele porque respira verdad.
- Kong: Skull island (2017) – Jordan Vogt-Roberts (cine). Recupera el aroma del viejo cine clásico de aventuras. Intrascendente pero simpática.
- La doncella (2016) – Park Chan Wook. Maravillosa historia rodada con una extraordinaria sensibilidad sobre la retorcida y emocionante relación entre dos mujeres en un entorno opresivo y asfixiante. Abusa de los giros de guion pero ello no menoscaba ni un ápice su valor. Estéticamente es una delicia. ¡Qué bien dirige Park Chan Wook!
- Life (2017) – Daniel Espinosa (cine). Enésima variante de monstruo en el espacio dentro del subgénero que Alien convirtiera en canon. No aporta nada nuevo pero resulta un producto digno y entretenido. Bueno, si no tenemos en cuenta ese final abochornante
- María (y los demás) (2016) – Nely Reguera. Plana, repleta de tópicos infumables, intensita, irritante y soporífera. Una pena. Hasta una actriz de la calidad de Bárbara Lennie naufraga.
- Comanchería (2016) – David McKenzie. Cine que exuda sudor, rabia y derrota. Volvemos a la América profunda para asistir un relato duro sobre las consecuencias de la ruina que provoca el sistema capitalista en cualquier rincón del mundo. Peliculón sin ambages, con una interpretaciones extraordinarias.
- Moana (2016) – Ron Clemes y Don Hall. Divertida, diferente, sin absurdas relaciones de pareja. Una gozada visual y argumental. Cine de animación muy recomendable.
- Alien Covenant (2017) – Ridley Scott (cine). Prometheus al menos me encabronó. Esta, en cambio, ni siquiera me llegó ya a molestar. Me aburrió, me dejó frío, me dio igual. Una pena porque la saga de Alien (hasta la cuarta) siempre fue muy importante en mi vida cinéfila.
- The box (2009) – Richard Kelly. Curiosa muestra de ciencia ficción, extraña y cerebral, dirigida por el tipo responsable de la magnifica Donnie Darko. Como pasaba con aquella esta película no te deja indiferente, pero no logra alcanzar ni su calidad ni su trascendencia.
- Hunt for the Wilderpeople (2016) – Taika Waititi. Una maravilla, una auténtica gozada, cine que respira humanidad, pasión y cariño. Una joyita a reivindicar.
- Solo el fin del mundo (2016) – Xavier Dolan. La familia es siempre un espacio de guerra y reconciliación. Y es en el que mejor se mueve Dolan. Con delicadeza e inteligencia la película capta las emociones de una familia rota que nunca volverá a recomponerse aunque sus miembros, torpemente, nunca dejen de intentarlo. Cine emocionante donde lo que no se dice es mucho más trascendente que lo que apenas se logra balbucear.
- 28 semanas después (2007) – Juan Carlos Fresnadillo. Digna secuela de la excelente película de Boyle que reavivara a principios de siglo el interés por los zombis. Entretiene y no decepciona. Poco más que pedirle.
- Los del túnel (2017) – Pepón Montero. Comedia negra que relata el paso del tiempo en un grupo de personas afectadas por un evento extraordinario. Al cambiar el foco de atención habitual (el evento) y ponerlo en cómo degrada el tiempo las mejores intenciones de los seres humanos, la película se transforma en una bomba de relojería cuyo detonador será el personaje que interpreta Arturo Valls, miserable y patético, convertido a su pesar en el retrato de Dorian Grey de todos los demás. De todos nosotros. Curiosa.
- Logan (2017) – James Mangold. Un respeto a esta película. Se le nota que está fuera de mercado, que es el final de algo, que aunque la producción siga estando condicionada por las expectativas comerciales hay un aroma a final de ciclo que permite una libertad de la que el cine de superhéroes jamás dispone. A pesar de todo la historia cojea, le falta garra, le falta un contexto aun más decadente, aun más degradado. Pero respira honestidad y se le agradece.
- La gran muralla china (2016) – Zhang Yimou. Una rareza esteticista que también recupera el aroma de aquel cine clásico de aventuras desprejuiciado en el que la mezcla de culturas siempre estaba al servicio de la inevitable preponderancia occidental. Y encima, aquí, le meten también monstruos. Para pasar un tarde de sábado.
- Wonder Woman (2017) – Patty Jenkins (cine). Refrescante muestra del cine de superhéroes que se aleja de los clichés masculinos habituales. Aun así, a pesar de todas las bondades de la historia, de las puertas interesantes que la trama abre respecto al papel de la mujer en la sociedad o respecto al absurdo de la guerra, todo queda finalmente supeditado al habitual espectáculo de pirotecnia y efectos especiales que lastra hasta el hastío a todas las películas de su pelaje.
- Selfie (2017) – Víctor García León (cine). Destila una mala hostia considerable. Retrato ácido, enmascarado de comedia, de una España tan imbécil como su protagonista. Una España negra que parece disfrutar construyendo trincheras con las que defender un postureo ideológico, frívolo y estomagante, que nos conforma como sociedad.
- Déjame salir (2017) – Jordan Peele. Cine de terror con connotaciones sociales que no desfallece a pesar de sus giros. Entretiene y te deja pensando en la mala leche que destila su mensaje. Interesante.
- Es por tu bien (2017) – Carlos Therón. No merece la pena. Ni para opinar sobre ella. El cine español está sometido a la dictadura de las televisiones y la audiencia que les genera. Por eso produce subproductos como este. Vergüenza ajena.
- Colossal (2017) – Nacho Vigalondo. Tal vez sea la mejor película de Vigalondo, la más madura. Lo que empieza pareciendo una película más del Holywood más superficial, cine para adolescentes palomiteros, se va transformando sutilmente en una película que indaga dolorosamente en las relaciones de pareja, en la enfermiza necesidad de controlar a la persona que amas a través del chantaje emocional.
- La reina de España (2016) – Fernando Trueba. Todo lo que era alegría, dinamismo y sorpresa en La niña de tus ojos se convierte en fórmula y desidia en esta. Una absoluta decepción, un naufragio cinematográfico del que nadie se salva. Tristeza.
- Okja (2017) – Bong Joon-ho. Un autentico bodrio al que el ruido provocado por el hecho de estrenarse directamente en Netflix ayudó para promocionarse como cine de calidad y comprometido. Un cuento imbécil animalista incapaz de asumir sus propias contradicciones. Humaniza de manera tramposa a los animales (bueno, solo a los que le interesa) para ofrecer al espectador un relato emocional tan pobre como deplorable.
- Soy un cyborg (2006) – Park Chan Wook. Uno de los directores cuyas películas más me han impactado en los últimos 15 años convierte una simple historia sobre dos adolescentes socialmente inadaptados en pura poesía, en una oda a la comprensión y a la tolerancia. Puro cine.
- 20th century women (2016) – Mike Mills. Los retratos femeninos en el cine actual cada vez son más matizados, complejos y poliédricos. La mujer deja de ser un personaje plano, usado poco más que como estereotipo, para convertirse en alguien multidimensional, que respira, siente y reflexiona. Esta película podría parecer otra muestra de ello pero, a pesar de resultar interesante, el filtro masculino, el yugo de género, sigue presente en la construcción de esos personajes femeninos.
- Proyecto Lázaro (2016) – Mateo Gil. Muestra de un cine de ciencia ficción cuyas ambiciones superan con creces la capacidad y las limitaciones de los que se enfrentan a la tarea. Parte de una idea prometedora que termina derrumbándose debido al abuso de un sentimentalismo estúpido y convencional. En lugar de explorar las contradicciones que un avance como el que presenta la historia podría suponer (volver de la muerte) prefieren encallarse en el dolor y en la pérdida. Menudo coñazo.
- Golpe en la pequeña China (1986) – John Carpenter. La película contiene todos y cada uno de los motivos habituales por los que se ha convertido en leyenda el cine de los 80. Tal vez fue la incapacidad de apelar a la nostalgia pero me pareció una película sin ritmo, absurda y finalmente aburrida. Curioso.
- Ghost in the shell (2017) – Ruper Sanders. Recuerdo el impacto (y la incomprensión) que me supuso ver el anime original en su momento. La clave era la reflexión sobre lo que significaba ser humano (en la línea de Blade Runner). No encontré nada de esto en esta película. Provoca una enorme tristeza asistir a la simplificación audiovisual de aquello que sabes complejo.
11 noviembre 2017
Uno de tantos: crónica de un fracaso educativo
Ya empiezo a olvidar su cara. ¿No les pasa eso a todos los
profesores? A medida que pasa el tiempo muchas caras se olvidan, los nombres se
entremezclan y solo permanecen las experiencias, las situaciones, las historias
compartidas con ellos. Otro alumno más entre las decenas de ellos a los que
damos clases cada año, entre los cientos de los últimos años. Un repetidor, otro
más, extrañamente callado, extremadamente educado. Ese curso yo era tutor de su
grupo de 2º de ESO. Solo 23 alumnos. Igual alguno de los tontos habituales
considera que con ese número de alumnos el éxito académico debiera estar asegurado.
Es lo que tiene el exasperante cuñadismo que provoca la educación: muchos
pretenden opinar de lo que apenas son capaces de intuir a través de las limitadas
experiencias de sus hijos. Allí, en ese aula, cada día, dando clases, los querría
ver a ellos. Lo cierto es que grupos de alumnos como el que comento, de gestión
emocional y académica tan complicada, ponen también a prueba esa discreta mediocridad del profesorado de la que he hablado en otras ocasiones, llevan al
límite nuestras capacidades y nuestras contradicciones. Grupos de alumnos que
se construyen de una manera equivocada en centros que se convierten en guettos
sociales debido a la segregación lacerante que la educación reglada sufre en
Madrid, con centros educativos de primera, segunda, tercera y cuarta categoría.
Un sistema educativo diseñado, no lo olvidemos, en nombre de la libertad de
elección de unos padres finalmente cómplices de una desesperante situación que
cada año va a peor. "Si necesitas profesores de ciencia ficción,
superhéroes de cómic para dar clases es que el sistema ya ha fracasado". Parafraseo
a un muy buen amigo mío. No puede tener más razón. Eran 23 alumnos, sí. Pero solo
recordar el panorama sociológico y económico en el que se desarrollaban sus
vidas estremece. Y a pesar de que algunos, con su esfuerzo y con su
inteligencia, parezcan ser capaces de sobreponerse a esas circunstancias
personales al final, casi siempre, esas circunstancias condicionarán sus
estudios. Como ya condicionan sus expectativas vitales y su comportamiento
diario en el aula.
Se sentó desde el primer día allí, al fondo del aula,
escupiéndome desde su disposición espacial su desconfianza, su desdén hacia el
sistema, su falta de interés, el asco que la cárcel educativa le provocaba.
¿Por qué iba a pensar algo diferente? El
profesor avezado detecta a este tipo de alumnos desde las primeras clases,
capta su insumisión inicial a las normas, al sistema, al poder omnímodo de una
escuela que no es capaz de explicarse, que a veces ni siquiera lo intenta. Con
el paso de los días y de las clases observé que a pesar de lo que pudiera
parecer, a pesar de la imagen pública que en cada momento ese chaval quería proyectar,
algo chirriaba, algo distorsionaba el relato habitual: su cuaderno era
impecable, su forma de expresarse superior a la media, su interés por las
ciencias, anómalo. Pronto, desafortunadamente, otras circunstancias también se pusieron
de manifiesto: sus amistades eran las peores posibles, desdeñaba sin sentido a varios
profesores, faltaba a clase sin justificación y cuando venía sus ojos
enrojecidos a primera hora irradiaban un inequívoco fulgor a porros desde esa última
fila que él creía su refugio. Tenía 15 años, camino de los 16. Dos cursos por
detrás de los de su generación. Dos años mayor que la gran mayoría de sus
compañeros.
La labor de tutor es una de esas funciones profesionales del
docente que va mucho más allá de aquello para lo que se le contrató. Presupone
unas capacidades emocionales y sociales que distan mucho de lo que la mayoría
de nosotros tenemos. Durante ese curso (y no lo recuerdo como especialmente
anómalo) tuve que lidiar como tutor, en relación a ese grupo, con el robo de un
móvil dentro del aula durante las primeras semanas del curso, con una profesora
incapaz de asumir que sus clases debían ser para todos, con un embarazo no
deseado de una alumna que terminó en aborto, con una alumna que vivía en una
casa de acogida porque sus padres habían perdido la custodia, con un alumno
cuyo padre acosaba a su madre e intentaba utilizarme para conocer datos de su
paradero actual, con una profesora que juzgaba a las alumnas según la cantidad
de tela que recubriera su cuerpo, con una alumna gitana a punto de cumplir los
16 años incapaz de decidir sobre su futuro inmediato debido a las presiones familiares, con alumnos disruptivos
selectivos (según el profesor que les diera clases), con relaciones de grupo
tóxicas... Y junto a todo ello, como una piedra en el zapato, como un orzuelo
en el ojo, ahí estaba este alumno: uno más, uno de tantos,
extrañamente callado, extremadamente educado, el protagonista de este post. Alguien
que jamás quiso ningún protagonismo. Que nunca exigió nada. Que aceptaba con
docilidad su condición de fracasado educativo. Una condición que realmente no le había otorgado tanto una Escuela que seguía poniendo todos los medios de los que disponía para ayudarlo como una sociedad que prefería ignorar su existencia o culpar al sisteme educativo, para así esconder bajo la alfombra sus pulsiones clasistas (los unos) o su sentimiento de culpa (los otros). Tan solo estaba allí, en clase.
Y despistado, me escuchaba.
Lentamente, a lo largo de semanas, a través de pequeños acercamientos,
comentarios sueltos y conversaciones fragmentadas fui ganándome su confianza.
Hice lo único que siempre creí justo: la misma exigencia académica para todos
los alumnos entrelazada con un trato diferenciado en lo personal para cada uno
de ellos (según las necesidades de cada cual). Así entiendo la enseñanza. Y de
la misma forma, de alguna manera, enfoco mi trabajo como tutor. Hay que
mojarse, hay que arriesgar, hay que intentarlo. Siempre. ¿Qué me encontré?
Dolor, un dolor agudo, una sensación continua de malestar vital combatida a
duras penas con un prematuro consumo de drogas que permitía enmascarar el
fracaso personal que suponía el fracaso académico, cuando era precisamente el éxito académico lo que
hubiera permitido justificar (equivocadamente) el sacrificio de una madre que
había decidido "esclavizarse" laboralmente para que su hijo tuviese
una oportunidad de futuro. El padre no existía (casualidad, ¿no?). Con el
tsunami de la crisis habían perdido su casa, ahora vivían los dos, madre e
hijo, en una misma habitación realquilada. Pero ella, la madre, nunca estaba
presente, por fin había vuelto a conseguir un trabajo, de interna, cuidando a
un anciano. No dormía en casa seis de cada siete noches a la semana.
Cobraba una miseria. Capitalismo, lo llaman.
Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.
Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.
Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.
Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.
Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.
Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.
Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.
Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.
23 septiembre 2017
Carta abierta a un alumno al borde del abismo
Ya terminó tu verano. Tu eterno verano. Otro más. Te quedan ya
pocos como este de largos. De hecho, el verano será en poco tiempo para ti tan
solo una estación del año y no sinónimo de descanso alguno. Ya lo intuyes
porque no eres un niño. Estás en 2º ESO, o en 3º ESO. Pocas veces llegas a 4º ESO. Has repetido ya una o dos veces en la
ESO, la Primaria no te fue bien, tienes varias materias pendientes de cursos
pasados y durante unos años creíste haber encontrado el ecosistema perfecto
para una vida ideal: decenas de chicos y chicas de tu edad a los que poder
domeñar con tu volcánica personalidad, obligados a permanecer en tu entorno,
esclavos de tus emociones primarias, de tus frustraciones y de tus ocurrencias No, no eres un abusador. Aunque demasiadas veces
ejerzas de manera miserable de ello para mantener tu estúpido estatus. Eres un
lidercillo, poco más, tienes carisma e ingenio. Nada especialmente
relevante. Pero ya te vas dando cuenta de que algo falla. Hasta tú, que
siempre intentas reírte de los otros, de los que estudian, despreciarlos,
minusvalorarlos, empiezas a percibir que algo chirría en el relato de tu vida. Que
ellos son cada día más fuertes, sus ilusiones más poderosas y cada curso que
empieza sientes como tu capacidad de influencia decrece. Hoy voy a ser yo quien
te diga lo que pienso sobre ti, sin acritud, con tristeza.
Nos llevamos bien tú y yo. Desde que empecé a dar clases siempre tuve esa capacidad. Me respetas. Consigo que
me respetes. Te escucho, te entiendo y, sobre todo, soy consciente del
determinismo socioeconómico y familiar que te ha llevado a ser quien eres. Tus
argumentos suenan muchas veces razonables, tus exigencias de respeto hacia un
sistema que te trata como una mierda son lacerantes pero he de decirte, por
fin, claramente, que no comparto ni una sola de las soluciones que crees tener
para tus problemas. Que la lucidez con la que ejerces en ocasiones la crítica
se transforma en mediocridad y estupidez cuando tratas de buscar excusas a tu indolencia
diaria.
Siempre me dices lo mismo: "profe, tú eres diferente,
tú nos escuchas, impones respeto, te lo ganas". No diré que en algún
momento no me halagaron tus palabras. Parece que sé cómo estar ahí para alumnos
como tú. No te fallo, "como tantos hicieron", dices, lastimero. No
quieres reconocerlo, vas de pasota, pero en cuanto se te deja espacio solo sabes quejarte de
todo y de todos. Todo está en tu contra, todos a tu alrededor lo hacen mal, todos
terminan yendo contra ti. Al único que comprendes, justificas y
siempre terminas disculpando es a ti mismo. ¿No te parece errada esa complacencia contigo mismo?
Sé cómo hablarte, conmigo te abres, me permites
conocerte, intuir tu dolor, tus miedos y frustraciones. Por eso, porque te
conozco, porque te aprecio, hoy me toca reflexionar contigo sobre la utilidad
de nuestra relación en el ámbito académico, sobre las horas que hablamos para
intentar cambiar las cosas. ¿Para qué sirvió? ¿Te fue útil? ¿Qué cambió? Tras
tantos cursos oyéndote decir lo mismo, las mismas palabras que surgen de
diferentes labios y que retumban en mis oídos una y otra vez, me toca a mí
preguntarte a ti, que tienes tantas caras, tantos nombres diferentes, en tantos
institutos distintos: ¿cuándo vas a aceptar que tus quejas solo te sirven al
final como excusa para enmascarar tu pereza, tu incapacidad para el compromiso
y el esfuerzo? Durante unos años creí que podría ayudar a salvarte. La ecuación
parecía de fácil resolución: si conmigo eras capaz de aprender y estudiar eso
te haría darte cuenta de tus capacidades, darías un giro a tu vida y terminarías
mostrando al resto de profesores que no eras menos que los demás. Ya no me
engaño. Da igual que apruebes conmigo una evaluación si al mismo tiempo
suspendes todas las demás materias. O al revés. Poco importa que, a pesar del mutuo
respeto, seas incapaz de asumir que conmigo, sin estudiar, sin trabajo diario, jamás
aprobarás. Y no te engañes, no me engañas con tu sonrisa pretendidamente
suficiente, sé cómo te jode suspender. Porque te importa, te afecta y te mina.
Pero te has instalado en la desidia y la debilidad. Te has convertido en un
auténtico experto a la hora de eludir diariamente la realidad.
Te he visto llorar. Tantas veces. De rabia y de impotencia. También
he visto cómo te comportabas como un gilipollas, como un imbécil. Con tus
compañeros y con tus profesores. Te dejaron crecer sin control alguno de tus
emociones primarias. Nunca nadie te puso límites reales ni te guio con
paciencia. A veces recibiste tan solo hostias por parte de tus padres. En otras
ocasiones tú eres el tirano y ya empiezas a plantearte si las hostias las
puedes empezar a dar tú, para amedrentar en casa. Los dos sabemos que esto
supera a la escuela, que tu fracaso escolar es consecuencia de la derrota
diaria de la lucha de clases, que no es casual que siempre pertenezcas a familias
de clases populares, a familias desestructuradas, que tu entorno social determina
tu presente y envilece tu futuro. Tu rabia, en ocasiones, tiene clara
justificación sociopolítica. Pero de eso tampoco te vas a enterar nunca. Tendrías
que estudiar, leer, conocer la historia o al menos mirar alrededor con ojos
curiosos y reivindicativos, no con eso ojos consumistas,
alienados y hedonistas de los que alardeas. Sería toda una experiencia visualizar a los hijos de
esa multitud, tan conservadora como progre, que estructura a la clase media de
este país, y que suele mirarte con desprecio, sometidos a las vicisitudes de tu
vida. Pero eso ni tú ni yo lo vamos a ver. Entérate de una puta vez. Sí, tú lo
tienes mucho más difícil. Ellos lo tienen mucho más fácil. Tú solo tenías una
oportunidad. La que estás desperdiciando.
Es una realidad incontestable: todo parece estar en tu
contra. Puedes seguir pasando de todo, seguir quejándote del mundo o creer que
da igual lo que hagas. Pero no por eso dejarás de ser menos tonto por no
aprovechar este tiempo y estudiar. Es más, eres el tonto perfecto, un tonto
enciclopédico, el contraejemplo ideal que permite seguir configurando una
sociedad competitiva y caníbal. Porque a pesar de sus fallas, el sistema sí te
dio una oportunidad. Viciada, adulterada tal vez, pero al fin y al cabo tenías
esa oportunidad: escolarización obligatoria hasta los 16 años. Una oportunidad de madurar,
de entender cómo funciona el mundo en el que te ha tocado vivir, de escapar de
la burbuja familiar, de estudiar para conseguir un futuro diferente a tu gris
presente. Y aunque siempre te escondas en que ya no puedes, que ya es
imposible, que siempre has sido así y no puedes cambiar ahora, lo cierto es que
cada año, cada curso, cada nuevo septiembre se abre un nuevo horizonte, una
posibilidad de revertirlo todo: nuevos profesores, un nuevo tutor, nuevos
compañeros. Vuelve a depender de ti aprovechar la ocasión. ¿La volverás a dejar
pasar?
Lo sé, lo sé. Hace ya un tiempo que me vienes con el rollo
de la motivación. Que necesitas que te motiven. Los otros. Nosotros, tus
profesores. Cuánto daño ha hecho esa basura de pensamiento positivo egotista
que se ha instalado en la sociedad actual. Se ha terminado filtrando entre las
capas más pobres de la sociedad para desactivar la única competencia que te
permitiría salir del hoyo: el esfuerzo. La capacidad de superar los obstáculos,
con los dientes apretados por la rabia, siendo consciente de la injusticia
social que supone la cínica diferencia entre las cartas que te han tocado para jugar
en comparación con las de los demás. Sí, soy consciente de que cada día en la
televisión o en internet escuchas o lees que hay otras escuelas posibles, otras
pedagogías, que los que te damos clases somos unos carcas, o unos inútiles. Que
hay por ahí profesores que siempre sonríen, con alumnos que siempre disfrutan,
en escuelas que parecen sacadas de Disney Channel. Y puede que nosotros no
seamos muy buenos, tal vez, pero cuando tengas un rato investiga sobre esos
tipos que pretenden solucionar todos los problemas educativos sin hacer una
sola crítica a la realidad socioeconómica que contextualiza a la escuela. Yo, a
cambio, te contaré un secreto: ninguno de ellos va venir a nunca a tu instituto
a darte clases. Fíjate en esos videos, en esas aulas, en los uniformes de los
chavales de esas escuelas. Fíjate en los nombres de esas personas que dicen
preocuparse tanto por ti y por tu felicidad, que hablan de una escuela sin contenidos,
sin sustancia, en la que la clave es tu desarrollo emocional. Descubre a los
vendehúmos que solo revolotean sobre la educación para parasitarla. Porque no
solo no te quieren dar clases. Es que tampoco se atreverían a hacerlo.
El dato es demoledor, igual has leído sobre ello de pasada en algún
sitio: el 35% de los jóvenes entre 25 y 34 años españoles solo tiene el título de la ESO. Tú, seguramente, ni eso alcanzarás. En la época de la burbuja chicos
como tú se consolaban con lo que ganaban trabajando en el ladrillo. Buenos
sueldos que conseguían con contratos abusivos y trabajando como esclavos. Ahora
ya ni esa oportunidad tienes. Serás carne picada destinada al precariado: misma
esclavitud laboral pero con sueldo basura. El profesor idealista que llevo
dentro te hablaría de la importancia del estudio como fuente de conocimiento,
como la única manera de construirte como ciudadano crítico en una sociedad que
cada día sabe menos mientras más datos absurdos están disponibles en su cerebro
global. Pero hoy no te escribe ese profesor idealista, te escribo yo, el otro, el
profesor pragmático, el profesor desesperado, el que te ha visto cada año
hundirte un poco más, el que sabe que estás a un paso de desaparecer por las
cloacas del sistema educativo sin que nadie te vaya a recordar ni a echarte de
menos. El que sabes que te aprecia y se preocupa por ti. Y te lo digo con los
dientes apretados, encabronado, harto de que nadie te lo cuente porque no es
políticamente correcto hablarte con la claridad que te mereces: estás haciendo
el imbécil. Todo tu mundo está sustentado sobre unos pilares infantiloides que
están a punto de evaporase. Deja ya de moverte a impulsos emocionales, razona
un poco, reflexiona. Estás ya a un paso de tener que manejarte en un mundo
adulto para el que no estás preparado y en el que tu absurda y estéril bravuconería
no te va a servir para nada.
Estás a tiempo. Siempre hay otra oportunidad mientras estés
escolarizado. Estudia, sácate el título de la ESO, y el de Bachillerato. Ve a
la Universidad. O estudia FP. Fórmate porque serán los títulos (sí, los títulos
académicos de esa educación reglada que muchos desprecian porque con seguridad
sus hijos accederán a ellos sin problemas) los que permitirán que tus aptitudes
te abran puertas diferentes. Con ellos
igual tienes una posibilidad de elegir tu futuro. Y que no sean otros los que lo
elijan por ti.
Casi no te queda tiempo. Inténtalo. Empieza otro curso. No
tienes nada que perder. Nadie te va a salvar. Todo depende de ti. Yo estaré aquí, si quieres, para
ayudarte.
Suerte.
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