Como profesores, somos el reflejo de los alumnos que fuimos. Es algo que siempre he sentido con mayor intensidad cuando enseño Física, materia en la que soy especialista por formación, en cualquier nivel de la ESO y el Bachillerato.
Siempre he tenido buena memoria y,
además, me gusta ejercitar la evocación para recordar todo lo que pensaba y
decía cuando era más joven, no solo como un ejercicio d
e honestidad intelectual
hacia la interpretación de mi pasado sino también como una manera de no
desconectarme de las motivaciones y las sensaciones de mis alumnos adolescentes. Es evidente que,
a medida que uno se va haciendo mayor, cada vez es más complicado el ejercicio,
así como que resulta innegable que, aunque uno crea recordar nítidamente aquello
que sucedió o pensó hace ya tantos años, lo que hacemos es reconstruir el
pasado continuamente de la manera más amable posible para nuestro presente, con
el objetivo de sobrevivir en nuestro hoy sin que nuestro yo de ayer venga a
recordarnos ciertas traiciones vitales que aseguró que jamás cometería.
A pesar de estos condicionantes, creo recordar medianamente bien cómo enfoqué el aprendizaje de la Física cuando fui alumno, desde aquella primera versión absolutamente idealista de mi yo adolescente, en la que mientras aprendía los rudimentos de esta ciencia iba construyendo un posible yo futuro que ejercería la investigación científica (lo que me servía de motivación extra para esforzarme en comprender aquellas leyes que, de repente, daban sentido al universo), hasta aquella última versión de mí como estudiante, al final de una carrera universitaria al que llegué absolutamente extenuado, en la que sin haber perdido nunca del todo la pasión por conocer e indagar había ya extraviado por completo las ganas por emprender una carrera laboral relacionada con la investigación, lo que me llevó a distanciarme también de cierto compromiso con el aprendizaje.
Desde aquella pasión inocente, soñadora y algo naíf por la Física hasta el distanciamiento excesivamente crítico con ella por la realidad laboral que suponía la investigación al final del carrera universitaria, pasó casi una década en la que me hice adulto y construí los cimientos personales, ideológicos y morales de lo que hoy soy. A pesar de ciertas decepciones y una clara tendencia al diletantismo, y más allá del momento, muchas veces tardío y equivocado desde un punto de vista práctico en la vida universitaria pero siempre adecuado cuando fui adolescente, siempre mantuve como estudiante una constante cuando el aprendizaje de la Física me obligaba a pararme y a dedicar horas y horas a profundizar en su estudio para enfrentarme a los exámenes que llegaban: nunca disfruté por completo de la resolución de problemas (cada cual más enrevesado y desafiante) mientras que siempre disfruté intentando desentrañar las teorías científicas y sus consecuencias. Entender los porqués y profundizar en aquello que estudiaba justo cuando apenas disponía de tiempo para preparar los exámenes no fue nunca una buena decisión desde el punto de vista práctico, pero no era capaz de hacerlo de otra forma, a pesar de que era algo que debía haber siempre hecho algunas semanas y meses antes.
Recuerdo las riñas y las críticas, justificadas, a mi enfoque de aprendizaje por parte de mis mejores amigos de mi época universitaria, que tanto me ayudaron también cuando tuve que compaginar estudios y trabajo (un abrazo, mi cariño y mi agradecimiento para Dani, Juanma y Sergio). Nunca pude discutirles nada, seguramente tenían razón. Al menos en la universidad, al menos en ciertos momentos. Pero siempre dio igual. Nunca pude enfrentarme a la preparación de los exámenes solo repasando y haciendo una y otra vez una colección de problemas tipo que necesitaba conocer para aprobar. Quería algo más, pero nunca terminé por dedicar el tiempo suficiente para convertir esa pasión por el conocimiento en algo esencial y duradero a escala universitaria. Otros intereses como el cine, la literatura, la política o las tonterías protoadultas venían siempre a perturbar ese enfoque de aprendizaje que, a pesar de todo, sigo creyendo que es el más interesante y válido para aprender ciencia.
Todos los docentes saben que los primeros años, cuando uno empieza como profesor de Secundaria, tira de recursos propios, carisma y cercanía con los alumnos gracias a la propia juventud. También se aprovecha la experiencia transmitida por docentes más veteranos con los que se comparte departamento. Y, por supuesto, se han de dedicar horas, y horas, y horas a la preparación de las clases para no perder nunca el pie en el aula frente a 30 adolescentes. No hay mucho tiempo para nada más. Pero con el paso de los años, a medida que he ido afinando mi enfoque sobre cómo enseñar la Física y la Química en los distintos niveles educativos, también he dispuesto de más tiempo para reflexionar sobre la propia práctica docente. Y una de las pequeñas ramificaciones de esa reflexión, tal vez intrascendente en relación a los grandes temas, pero que a mí resulta tremendamente interesante, ha sido confirmar la intuición con la que abría este post: más allá de enfoques pedagógicos y metodológicos, la enseñanza que plantea cada docente de una asignatura siempre contiene una reminiscencia, un lazo invisible que la une con la relación que ese docente tuvo, como joven aprendiz, con aquello que hoy enseña. Y en la enseñanza de ciencias como la Física, me parece que la diversidad de profesorado en los departamentos aporta una riqueza fundamental a los alumnos que van pasando por distintos profesores en los diferentes niveles educativos.
Como ya se intuye por lo que he comentado, por mi propia experiencia con el aprendizaje de la Física en particular y de las ciencias naturales en general, me resulta insoportable avanzar sobre los conceptos teóricos sin provocar desafíos cognitivos a mis alumnos que les permitan ir más allá de las fórmulas y les obliguen a replantearse continuamente lo que creen ya conocer sobre aquello que trabajamos. Eso me hace convertir cada resolución de cada problema o cada explicación de un nuevo concepto (o simplemente de la unidad de una magnitud) en una especie de clase teórico-práctica que nos obliga a indagar en las consecuencias de esas teorías y conceptos que ellos ya creen conocer y manejar pero, en el fondo, apenas intuyen todavía su significado. Este enfoque, por supuesto, tiene un coste de oportunidad. Y ahí entran esos otros compañeros, mucho más prácticos que yo, que son capaces de no irse tanto por las ramas y, tal vez, ciertamente, profundizar menos en los conceptos de lo que a mí me gusta pero, a cambio, disponer de más tiempo para proponer problemas más desafiantes y más ricos con los que, finalmente, el alumno que se esfuerza también es capaz de alcanzar una comprensión profunda de los conceptos a partir de un enfoque didáctico diferente. O esos otros que prefieren entrelazar someras explicaciones teóricas con continuas prácticas de laboratorio que permiten al alumno no tanto trabajar el pensamiento abstracto pero sí vislumbrar las consecuencias reales de aquello que estudia.
Pero es fundamental no (auto)engañarse: no hay tiempo para todo y, por mucho que algunos se empeñen en eludir la realidad, el docente debe entender que cada decisión pedagógica y metodológica que toma supone, inmediatamente, cerrar las puertas a sus alumnos a otros planteamientos de aprendizaje que pueden ser igual de valiosos para ellos. De ahí la importancia que tiene ser humilde y que el docente, en lugar de construir ensoñaciones pedagógicas usando a sus alumnos como conejillos de indias, asuma la necesidad de integrar en su propuesta educativa algunas ideas de otras visiones didácticas de su materia.
Parece evidente y se puede extrapolar fácilmente de lo que escribo, que considero una pena (cuando no hay más remedio) y un error (cuando es evitable y no se evita por cuestiones de interés personal) que un alumno tenga más de dos cursos seguidos de la ESO y el Bachillerato al mismo profesor en una misma materia. Porque tras hablar con los que han sido mis compañeros de departamento de Física y Química todos estos años, o cuando leo a compañeros de otros institutos en las redes, he llegado a la conclusión de que, en general, sus enfoques didácticos, a veces tan dispares de los míos, tienen mucho valor porque representan no solo su visión de lo que debe ser la enseñanza de nuestra materia sino que también representan las necesidades de otros perfiles de alumnos que "no fueron yo" pero que ellos hacen carne a través de su forma de enseñar
Eso sí, no nos llevemos a engaños porque está en juego la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos: no vale todo. En los últimos tiempos, se ha convertido en mediáticamente dominante un discurso educativo que, de facto, banaliza el conocimiento otorgando una preponderancia ridícula a lo experiencial en las aulas. Desde el balcón de mi materia, Física y Química, cuando cada curso alucino con la extraordinaria dificultad que supone para los alumnos de 2ºESO entender y asimilar la unidad de la aceleración, el m/s^2 (casi al mismo nivel de dificultad que tiene para los alumnos de Bachillerato comprender la ley de Lenz o la entropía), me exaspera ver cómo algunos pretenden convertir el necesario esfuerzo que supone aprender para ese joven alumno, guiado por su profesor, en una especie de castigo clasista donde ese mismo profesor deja de ser una ayuda para convertirse en un opresor.
De lo que yo hablo en este post es de la riqueza que aportan los matices didácticos en el enfoque de la enseñanza de una materia, de cómo la variedad de esos matices potencia el aprendizaje de nuestros jóvenes y de cómo el alumno que fuimos influye en el docente que somos hoy.