Lo significativo del miserable y cobarde ataque del chimpancé a la pobre chica ecuatoriana es la escandalera que todo el mundo ha montado, la indignación y sorpresa que la gente de tu entorno muestra, la forzada integridad que sus palabras demuestran, el juicio inflexible sobre el otro pobre cobarde que se queda sentado sin intervenir en la agresión (sólo algunos como Javier Ortiz han presentado una diferente interpretación de los hechos). La hipocresía desborda todo lo que veo y escucho, pero junto a la hipocresía no se puede dejar de detectar una especie de sensación de verdad en todas esos discursos. Esos discursos demuestran que es falso que no sepamos lo que está bien y lo que está mal a un nivel básico, que no se sepamos cuáles son las pequeñas acciones que podemos realizar en nuestro entorno para que la convivencia mejore y la sociedad sea más humana y menos fría; pero al tiempo se descubre una realidad cínica, porque en el fondo nos importa un carajo todo lo que no sea inmediatamente beneficioso para nosotros mismos, aunque nos enferme la posibilidad que los demás lo sepan, se den cuenta, y mantengamos esa artificiosa dignidad a la que hacía antes referencia en los discursos. Mientras no quedemos demasiado al descubierto eso sí, mientras nuestras miserias no las puedan conocer nuestro vecinos, amigos y familiares, mientras el youtube no nos golpee en el rostro y nos muestre a la cara nuestras propias mezquindades. Porque sin necesidad de haber golpeado a nadie o insultar como hace el chimpancé del tren... ¿quién no ha sido alguna vez testigo de alguna acción similar y no ha actuado mirando para otro lado? ¿o ha saltado por encima de un mendigo medio muerto en la calle aterido por el frío? ¿o ha hecho oídos sordo a los gritos que se escuchan en la casa del vecino? ¿o ha dejado alguna vez que insulten y pisoteen a un compañero de clase en los lejanos tiempos del instituto, o que ninguneen y acosen a algún compañero en el trabajo? ¿o que algún capullo incomode a alguna chica “piropeándola” zafiamente?... Cientos de estas situaciones y más que ahora no se me ocurren suceden cada día en nuestro país, y siempre hay testigos mudos que, como hace el pobre infeliz del tren, vuelven la cabeza hacia otro lado, y esperan que la cosa no se ponga tan tensa como para tener que mojarse e intervenir. Pero no los graban.
El problema es que esta vez todo este triste espectáculo ha quedado registrado, una lamentable obra de teatro de la realidad, una obra social, con sólo tres actores: el chimpancé violento y repugnante, la víctima débil e indefensa, y el cobarde observador. Afortunadamente pocos en proporción (aunque demasiados en numero) son los que actúan como el primero, pero el problema es que el cobarde observador no es más que la viva imagen de todos nosotros, de nuestra sociedad inoperante y enferma, de nuestras miserias y mezquindades ocultas, de nuestra indiferencia, nuestro individualismo, nuestro carácter social.
Y tras el impacto inicial, vine la hora del lodazal: muchos de los que inicialmente reaccionaron con lógica indignación y desasosiego ante tan lamentable suceso, ante la acción violenta y racista del grotesco chimpancé cabrón, se asoman con los ojos vidriosos, entre asqueados y ansiosos, a su televisión, a la espera de que traigan al chimpancé a su casa, balbucee sus torpes y patéticas justificaciones, muestre su sonrisa desafiante y sirva así para exorcizar todos nuestros demonios sociales y se erija en el único culpable de una acción permitida por todos. Porque ese tipo es un mierda. Lo es. Como todos aquello responsables de programas que están como locos persiguiéndole con una cámara como si fuera alguien relevante, y todos aquéllos que en los salones de sus casas dejan el mando del televisor sobre la mesa para no zapear, y poder escuchar con avidez los aullidos locos de un chimpancé.
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