03 julio 2013

Los ilusos: por qué el cine sigue vivo


No se puede llegar a otra conclusión: la belleza y la importancia del cine no se sustentan ni siquiera mínimamente en la construcción de una trama compleja o un argumento trascendente. Ni siquiera en la modelación detallista de personajes poliédricos. El cine se hace eterno en la imagen, en la secuencia, en el montaje. El cine trasciende cuando esa imagen o esa secuencia se niegan a desaparecer tras su visión, permanecen flotando en tu cabeza, como la nube que persigue al coche en la carretera, acompañándote durante horas, a veces durante días, en las mejores ocasiones durante toda la vida. Jonás Trueba ha hecho una película hermosa, una película bella, pequeña, diríase intrascendente, pero importante, tan importante que estoy seguro que casi nadie la verá y pocos, muy pocos la apreciarán, habituados como estamos a ese trasunto del cine que son las series de televisión, con sus interminables temporadas, con sus trillados personajes carismáticos y con la necesidad continua del giro (el puto giro de guión) para que las tramas no se anquilosen.

Jonás Trueba suspende el tiempo y la vida en un Madrid fantasmagórico, reconocible, sí, pero extraño, con un punto de misterio, un Madrid sucio, cansado, muy cansado, que se resiste a dormir, que nunca desconecta, tal vez alimentado por la promesa del instante mágico que puede estar a punto de suceder, ese momento, esa belleza perdida a los ojos de los que siempre transitan con prisas. Esa imagen. Esa secuencia. Por esa ciudad deambulan los ilusos: actores, directores y gente del cine en periodo de entreguerras, entre proyecto y proyecto. Nos muestran sus dudas, que son las de todos, sus miedos, que compartimos, su indecisión vital, que es la de toda una generación. Sin saber hacia dónde caminar, sin saber siquiera por qué narices caminar. Desnudándose ante la cámara, tan lejos del glamour, mostrando sus miserias, sus limitaciones, su angustia. Y su vitalidad, y sus sueños. Que es lo que los sostiene. Aunque se rían de ellos, aunque nos riamos de ellos. O de nosotros. Al tiempo que nos lloramos. Porque sin sueños sólo sobrevivimos, pero sabemos que casi siempre el que sueña, el diferente, el que arriesga, el que lo intenta de manera distinta a la convencional, es el que se lleva finalmente las hostias. Y no sólo son las hostias, también tiene que cargar después con las miradas de compasión, con la cruel condescendencia del mediocre, con el “ya te lo decía yo” del adaptado, ése que nunca se atrevió siquiera a pisar la línea que marcaba la frontera del camino marcado.

Cine de guerrillas, a contracorriente, desenfocado. Hecho por perdedores intensos, recibido (seguro) con los brazos abiertos por algunos modernitos con pretensiones, pero que más allá de su repercusión inmediata, de los que lo ataquen o lo defiendan, tiene alma, un alma frágil de imágenes deshilachadas que desfilan con delicadeza delante de los ojos del espectador. Asistimos con cierto pudor al grito de rabia contenida de un autor que reniega de la muerte del cine, que lo ama, que lo filma y nos lo transmite. Que homenajea y respeta a sus mayores mostrando un exhaustivo conocimiento de la historia, sintiéndose deudor de una tradición cinematográfica de la que se reconoce como heredero, con la que dialoga, a la que exprime, de la que toma recursos para narrar el presente contradictorio y caótico en el que se encuentra. Para filmar de nuevo, como si fuera la primera vez, el desencanto y la crisis, deteniendo el tiempo y dejando que su cámara mire e indague a su alrededor con ojos curiosos. Y al mismo tiempo, en otro plano, para transmitir pasión por el cine entendido como arte, como elemento para la reflexión, para el gozo sensitivo e intelectual, aunque se ruede sin medios, aunque no se sea capaz de determinar si existirá un público potencial para la obra que se construye. Jonás Trueba se niega a aceptar los llantos cansinos de los viejos plañideros que creen que con ellos morirá el cine que amaron. Tal vez por eso filma esta película desgarrada, un alegato visceral que nos explica por qué el cine sigue vivo. Y por qué los muertos son los demás.



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