¿Qué sucedió? Fantaseo con la
posibilidad de conocer las expectativas con las que comenzaron a
prepararse para salir. Leer sus pensamientos mientras se duchaban,
mientras elegían la ropa con la que causar mayor impacto, mientras
se maquillaban y se calzaban esos enormes tacones. Asistir como
espectador a la llegada al primer bar, presenciar sus primeras risas
forzadas, atender a sus insípidas conversaciones… Ahora, demasiado
pronto, la magia parece haberse esfumado, la ficción ya no se
sostiene, tal vez no han bebido suficiente alcohol para hacerse
insensibles al aburrimiento que las embarga. En una de las terrazas
que masifican la Plaza de la Cebada, tras el segundo Jameson, detengo
un momento la charla con Javi. Es una calurosa noche de julio. Entro
en el bar y me dirijo hacia las escaleras que llevan a los servicios.
Allí, justo delante de ellas, están las cinco chicas acampadas,
sentadas sobres unos taburetes bajos que las despojan del artificio
sensual que sus vestimentas intentaban construir. Es poco más de
la una de la madrugada. La noche casi acaba de comenzar para casi
todos pero para ellas parece haber llegado ya a su fin. Son jóvenes,
ninguna debe pasar de los veinticinco años. Todas visten de manera
muy sugerente pero no son especialmente atractivas. Cerca de ellas,
otras dos chicas, tan atractivas como artificiales, hacen babear a un
grupito de chicos que se arremolinan en torno a ellas, como simios en
celo, con sus copas en las manos y prestos a la risa cómplice para
conseguir la atención de alguna de sus diosas. A las otras nadie les
hace ningún caso. Sólo yo. Ralentizo mi paso para observarlas con
mayor atención. No son tantas las ocasiones en las que uno puede
asistir en directo a un cuadro físico como éste, pintado con brochazos
cargados del tedio colectivo más devastador en el contexto más
inesperado. Los cuerpos de las chicas se encuentran en torno a la
pequeña mesa de ese bar pero cada una de ellas no puede estar en ese
momento más lejos de las otras. Tres de ellas se dedican a sus
móviles, compulsivamente, sin levantar la mirada, con la desgana
dibujada en sus caras, la cuarta bosteza mirando tristemente al
infinito mientras la quinta parece vigilar de manera distraída al
resto de clientes del bar. El cuadro es singular. Las tres de los
móviles parecen haber perdido ya toda esperanza de que esa noche el mundo real,
contenido en ese bar, les pueda ofrecer una alternativa mejor al
vasto mundo virtual que les ofrecen wahtsapp, twitter o la navegación
zombi por la red. Tal vez sea en la siguiente actualización de twitter
o en el próximo mensaje de whatsapp donde consigan encontrar sentido
a ese momento de sus vidas. La promesa virtual, la promesa de Matrix, genera adicción y el yonki (o la yonki) será capaz de esperar durante horas para conseguir ese
instante de relevancia virtual que le servirá para olvidar el tiempo
perdido, el tiempo desperdiciado de vida. La que mira al infinito ha roto con toda realidad, la física
y la virtual, tan sólo deja pasar el tiempo, tal vez echando de menos
las sábanas limpias de su habitación en la casa de sus padres. La
quinta parece estar intentando, ya sin mucho entusiasmo, encontrar la
botella en el mar, el detalle dentro del bar, entre los clientes, en
la música del garito, en el tipo ése del pelo negro que se acerca a
ellas con parsimonia y que no le ofrece el menor interés... en lo
que sea, en cualquier cosa, en algo que le permita volver a reunir al
grupo y reactivar la noche.
Porque debe ser duro asimilar que de nada
ha servido el tiempo pasado preparándose para la salida, eligiendo
cuidadosamente los trajes que iban a vestir, maquillándose
(copiosamente) delante del espejo, caminando por la empinadas calles
de Madrid a bordo de esos tacones imposibles... Debe ser duro, aunque
el problema real son las expectativas, el problema real es cómo y
por qué se han podido formar esas expectativas, qué buscaban cuando
decidieron salir juntas esa noche. Si no salieron para conversar,
para reír y para estar las unas con las otras... ¿qué buscaban? El objetivo, tal vez, sería otro. Pero lo cierto es que ahora son transparentes,
invisibles para todos los tíos de ese bar que si se acercaran lo más
seguro es que serían rechazados inmediatamente. Porque tampoco son
ellos los elegidos, porque es difícil encontrar a un príncipe azul entre tanto imbécil que tan sólo busca un polvo; y porque,
para qué engañarse, ellas tampoco responden al prototipo de
princesa que ellos desesperan por encontrar una y otra vez, cada
noche, cada fiesta, cada salida. La noche, su noche, está muerta,
nació muerta, se pudre en el vacío de fiestas a las que se acude
con el espíritu de un obrero, de un proletario de las tinieblas que
sabe que debe picar y picar la piedra de la supuesta diversión,
aunque ello lo reviente hasta la madrugada. Ya salgo del servicio y
mientras subo las escaleras vuelvo a verlas, van apareciendo delante
de mí una a una, hasta que el cuadro completo se configura ante mis
ojos, durante un segundo, antes de que queden tras mi espalda. No
parecen haberse movido un ápice. Cada una de ellas continúa
sentada exactamente igual y haciendo exactamente lo mismo que la
primera vez que las vi. Como si posaran para el pintor invisible de
la posmodernidad más desoladora. Como si posaran para el retrato
colectivo del hastío más profundo en las sociedades modernas. Como
si posaran para Houellebecq. E incluso a él le aburrieran.
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