Cuando uno termina de ver
Avatar en 3D, si es sincero consigo mismo, no puede dejar de sentirse deslumbrado, casi apabullado, por la parafernalia tecnológica a la que acaba de asistir: un espectáculo visual de primera magnitud en la que en algunos momentos del metraje uno se siente transportado a un lugar cinematográfico por el que sabe que nunca ha transitado. Los minutos en los que el personaje que interpreta
Sam Worthington, ya transmutado en su avatar alienígena, pasea y descubre
Pandora, el planeta surgido de la imaginación de
James Cameron y de los cientos de programadores informáticos embarcados en esta película, son deslumbrantes, y durante un rato el espectador se convierte en un trasunto del protagonista, siente lo mismo que él porque el impacto de la novedad es el mismo, se maravilla con la belleza arrebatadora y prodigiosa de una flora y fauna ante la que no puede más que abandonar sus reservas y dejarse arrastrar gustosamente, sin dudas ni vacilaciones, por lo que ven sus ojos: una increíble exhibición visual conseguida mediante las nueva técnicas tridimensionales en las que la película se recrea hasta el hastío, consciente de su capacidad de impacto.
Cameron es un buen director y sabe lo que quiere ofrecer, aunque se le note demasiado la larga inactividad tanto en la dirección de actores, como en el nervio narrativo y en el montaje, excesivamente tedioso y repetitivo, dotado de poco ritmo. Pero ha pasado de ser un honesto y creativo director de cine de acción y fantástico a autopostularse como el creador y pope de una nueva cruzada tecnológica que dé al cine una nueva ocasión de resurgir de las cenizas (y van…). Y eso tiene un precio.
Una vez acabada la película, a medida que pasan los días y la primera impresión va desvaneciéndose dejando paso a una lenta digestión cinéfila,
Avatar va perdiendo fuelle en el recuerdo, y comienzan a verse sus enormes defectos: la debilidad de su planteamiento argumental, el nulo desarrollo de personajes y la trampa de la técnica tridimensional. Una técnica que resulta innecesaria, superflua e incluso inútil en multitud de momentos, además de convertirse en una rémora para la fluidez de
la imagen ya que impide movimientos de cámara que dotan de complejidad al arte cinematográfico, apostando todo al impacto de la profundidad de campo, algo que en ocasiones resulta incluso molesto por artificioso, evidenciando al tiempo las claras limitaciones que la nueva técnica conlleva y el potencial que tiene como fuente de impacto y emociones en el espectador.
Si se analiza la película mediante parámetros clásicos y evidentemente aún vigentes (es decir, valorando el argumento, la trama y el desarrollo de personajes) es imposible aseverar que estemos ante una buena película de ciencia ficción. Ni de lejos. La dirección de
Cameron es torpe, en ocasiones desmañada, se lo ve sin ese pulso firme de antaño, perdiendo grandes ocasiones para dotar a sus criaturas de ese plus que permite la identificación inmediata con el héroe y sus conflictos, algo
que caracterizó siempre su cine, y aunque es de agradecer que evite la tentación de utilizar esa cámara nerviosa y sucia que se ha impuesto en el cine de acción en los últimos tiempos intentando emular pobremente la estética de los videojuegos para conseguir que el espectador se vea involucrado no sólo emocionalmente sino físicamente en la historia, y que tan buenos réditos comerciales ha otorgado a directores tan horribles como
Michael Bay y
Roland Emmerich (e incluso yo diría que ha dado una inmerecida fama que preveo que el tiempo diluirá sin compasión a gente que no dejar de tener cierto interés como
Paul Grengrass o
J.J Abrams, cuyo
Star Trek se derrumba lastimosamente en una segunda visión), no consigue dotar de tensión a los momentos de acción ni de sentimiento a los momentos de emoción, siendo especialmente pueriles los grandilocuentes discursos que lanza a la tribu de los
Na´vi su nuevo e improvisado líder tras domesticar al
Turok Matok (cuya aparición previa, y las dos o tres líneas de guión que sirven para presentar su importancia posterior recuerdan al peor
Spielberg, al de los pelos recogidos sin ningún motivo por el oso parlante de
IA).
Pero aún siendo negativa la dirección técnica de
Cameron (que, como ya le pasara a
Lucas, no ha medido bien que la inactividad pasa factura en el ejercicio de la dirección) lo peor que se puede decir de su labor es su incompetencia a la hora de dotar de
carácter a sus personajes. Podría pensarse que el hecho de que los
Na´vi sean personajes generados por ordenador disculparía la incapacidad de
Jack (
Sam Worthington) y
Neiyiri (
Zoe Saldana) para expresar emociones y conseguir transmitírselas al espectador, pero es obligado recordar al maravilloso
Gollum creado por
Peter Jackson para no aceptar que ese motivo sir
va como excusa. Esta realidad se ve confirmada por los deslucidos y desaprovechados personajes secundarios que pululan tristemente por el metraje. Respecto a ellos es menester una comparación que sirva para medir el valor de
estos secundarios, haciendo hincapié en recordar que parte del mérito de algunas de las mejores películas de
Cameron estribaba precisamente en la fuerza y peso de estos personajes, en su capacidad para dotarlos de una aureola casi mitológica a pesar de no aparecer muchos minutos delante de la cámara. En este sentido, respecto a la propia filmografía de
Cameron,
Avatar bebe de las fuentes originales de
Aliens, la potente secuela del
Alien de
Ridley Scott que dirigiera en 1986 con excelentes resultados. Y la comparación viene al caso no tanto por la historia (que de alguna manera sirve como espejo de ésta, como
doppelganger redentor) sino por la traslación de algunos personajes que transitan de una película a la otra perdiendo el alma por el camino. Dos personajes sirven como ejemplo:
Carter Burke (
Paul Reiser) y
Vasquez (
Jennette Goldstein) de
Aliens que aquí se insertan con características demasiado similares bajo los nombres de
Parker Selfridge (
Giovanni Ribsi) y
Trudy Chacon (
Michelle Rodríguez).
Nada queda de la ambigüedad, sutileza, cinismo y doble moral de
Burke, el enviado de
la Corporación dispuesto a hacerse con un Alien a costa de lo que sea para la división militar de la compañía para la que trabaja, en el insustancial, apocado, anodino y trivial
Selfridge de
Avatar; y es penoso intuir el potencial del personaje de
Chacon en la caricatura que deambula en helicóptero por
Pandora, sin personalidad y obligada a soltar frases idiotas que intentan justificar la imposible evolución psicológica de un personaje al que el guión, la dirección y el montaje destrozan, y sólo parece un pálido reflejo de aquella
Vasquez de
Aliens que marcara a toda una generación adolescente allá por los 80.
Y qué decir sobre el argumento que no se haya dicho ya. Tal vez lo más interesante sea señalar lo
curioso
que es que, en este caso, deslumbrada por la novedad tecnológica, por el impacto visual y por los fuegos artificiales del nuevo juguete, la crítica en general aún dejando constancia de la basura de historia que se está contando, no ha puesto el dedo en esa herida, eludiendo el análisis crítico y dejando que la emoción adolescente se impusiera sobre el criterio racional. No hay que dejar de valorar la capacidad de
Cameron a la hora de captar el momento anímico de la sociedad occidental (tal vez ese haya sido su gran logro con esta película) ofreciéndole un espectáculo catártico que sirviera al tiempo para evadirse de una realidad cada día más oscura y para descomprimir la responsabilidad colectiva en la destrucción del planeta e histórica en la desaparición y aniquilamiento de otras culturas. Para eso nada mejor que abandonar el discurso militarista, individualista y liberal que tanto le sirviera en su cine en los 80 y ofrecer una visión edulcorada, políticamente correcta y en sintonía con la meliflua preocupación ecologista que está invadiendo nuestras sociedades en la última década. Aprovechándose de la dificultad de criticar argumentos que defiendan tesis que se consideren correctas en el discurso ideológico dominante, pretende que pase desapercibida la puerilidad de una historia que roza la indigencia intelectual, una especie f
rankenstein argumental realizado a partir de retazos e ideas de otras obras, con referencias groseras que rozan el plagio a
Bailando con lobos,
Un hombre llamado caballo,
Pocahontas,
Dune o
El último samurai, lo que no sería malo en sí mismo si no fuera porque es incapaz de aportar nuevos matices, cierta densidad emocional o reflexiva en las casi tres horas de excesivo metraje ,y lo único que ofrece a cambio es una extraña e inquietante preocupación ecologista que bordea peligrosamente un misticismo dogmático y casi totalitario con reminiscencias
new age que se esconde entre emociones primarias de enorme candidez para enganchar a tono tipo de público.
Pero todo queda oculto tras
Pandora, tras su asombrosa hermosura, su olor y textura que casi llegamos a sentir, que nos embriaga y nos abruma, conseguida mediante la obtención de un nuevo rol para el espectador que le hace partícipe, rehén de lo que ve, de un mundo que no existe pero que se nos hace real, físico, tangible y maravilloso. Una técnica tridimensional que abre la puerta a un resurgir de una industria, la cinematográfica, que habrá tomado nota no sólo de los beneficios directos de esta película sino también del mucho menor número de entradas vendidas necesarias para hacer rentable una película de presupuesto brutal que se ve beneficiada por el suplemento que gustosamente el público paga para tener un nueva experiencia que no puede conseguir en su hogar, pese a todos los modernos equipos de
home cinema que han ido apareciendo en el mercado en los últimos años.
He aquí el meollo del
significado de
Avatar. No es casual que
Cameron hable de ella como su
Star Wars (ya hay ideas sobre dos secuelas que se pondrían en marcha si
Avatar es capaz de sacar grandes beneficios, como así parece que está siendo). Esta película va a significar un nuevo punto de inflexión para el cine norteamericano, un nuevo salto hacia delante en su imparable camino hacia la infantilización de las grandes propuestas de los grandes estudios, tema que ya traté en mi anterior post:
Cinecaína. Porque
Avatar es eso:
cinecaína en estado puro,
cinecaína en vena, una potente droga visual que apabulla al consumidor hasta inutilizar su capacidad racional, crítica y reflexiva, despojándolo de cualquier recurso intelectual y retrotrayéndolo a un estado de perpetua adolescencia emocional. Se abre la puerta para una nueva edad de oro en la producción de
blockbusters tridimensionales que arrasarán en taquilla, aunque no se puede obviar el enorme coste de producción que tienen aún estas películas y el gasto que tienen que hacer las salas para adaptarse al nuevo formato. Este aumento general de los costes va a hacer que las grandes compañías caminen sobre el alambre y traten de apostar sobre seguro, lo que significará necesariamente un menor número de propuestas y que éstas sean más conservadoras (el riesgo va a ser una utopía en Hollywood), ya que la algarabía general no debe hacer olvidar que el público del siglo XXI es un público que no es fiel a nada salvo a sus emociones más inmediatas (algo para lo que se le ha educado) y dará la espalda al formato en cuanto no encuentre sensaciones cada vez más extremas. Además como esas sensaciones no las podrá obtener en el hogar porque sus equipos de cine no están adaptados para el formato 3D, continuará la reducción de beneficios por venta de
DVD y
Blue Ray (¿alguien soportará ver
Pandora en 2D tras haber caminado sobre él
gracias al 3D?) y no habrá forma de parar las descargas en la red.