En la frontera de Lavapiés, ya en La Latina, se encuentra el bar al que acudo en peregrinación desde hace más de seis años, siempre que los compromisos sociales me lo permiten, para ver los partidos del Madrid. Es un bar cualquiera, típico de esta ciudad, de los que habitualmente despotrico, sin nada especial, sin ningún erotismo, donde de pie apoyado en la barra disfruto de una pasión que transversalmente recorre mi vida desde niño. Siempre llevo conmigo el periódico o alguna revista para evitar en el descanso conversaciones que no quiero mantener o risas que no quiero compartir. Lo sé, es raro, tal vez han sido los años o la costumbre, pero la cuestión que desde hace ya mucho tiempo, desde que abandoné el hogar de mis padres y perdí la posibilidad de compartir las tardes de fútbol (previas incluidas) con mis hermanos y mi padre, me gusta ver el fútbol solo, o al menos en silencio, sin comentarios inoportunos, sin interpelaciones molestas, sin valoraciones pretenciosas de los que creen saber mucho de fútbol, sin fastidiosos exabruptos que tener que comentar o reír. De fútbol no se sabe, no se debería hablar demasiado y desde luego tampoco debiera deprimir o enfurecer a los adultos más allá del momento del partido (los niños y sus pasiones desbordadas son otra historia; yo mismo fui uno de ellos). El fútbol es puro sentimiento, sólo eso: pasión, estética, sufrimiento, épica; gloria o fracaso. Y nada mejor que el silencio para disfrutarlo, escuchando la narración del partido por la tele o la radio en casa o, en el bar, escuchando las conversaciones o gritos de otros sin entrar al trapo.
Más de seis años viendo fútbol de manera periódica en este bar, sin amigos que perturben, dan para mucho. Sirve incluso para estudiar nuestro comportamiento social, cómo funcionamos en grupo e individualmente. Para generar complicidades extrañas con personas que por motivos diversos también acuden al bar en soledad a ver a su equipo, y con los que basta un saludo con la mirada o una palabra suelta para que poco a poco vayan convirtiéndose en personajes necesarios que interpretan su papel en el plató en el que se desarrolla este ritual semanal. Para observar con curiosidad desplazamientos raciales, no necesariamente racistas, respecto a la ubicación de los clientes en el bar: el local siempre ha tenido dos pantallas a ambos lados de una barra cuadricular en la que, aleatoriamente, según el orden de llegada, se iban colocando los diferentes parroquianos habituales. En mi caso, como buen animal de costumbres, pasase lo que pasase, una vez que me decidí por una de las dos pantallas, siempre acudía (y acudo) a ella, encontrando mi espacio vital delante de ella para ver con comodidad el partido. Con el paso de los años, y de manera gradual, casi sin notarlo, he terminado rodeado de toda la facción inmigrante que acude al bar y tiene al Madrid como su equipo de cabecera, auténticos y fervorosos aficionados a él que sienten a su equipo como si hubiesen nacido en el barrio de Chamartín. Mientras, al otro lado de la barra, en torno a la otra pantalla se han hecho fuertes los blancos, los autóctonos, los parroquianos de siempre, los habituales del bar de toda la vida, generándose poco a poco una división racial que, no por inofensiva, deja de ser significativa.
Las anécdotas en estos seis años han sido variadas, algunas entrañables, otras curiosas y divertidas. Contaré dos que se mantienen con fuerza en mi memoria y siempre me hacen sonreír mentalmente cuando las recuerdo:
--Era el último partido de la liga de Capello (la de hace dos años), que enfrentaba al Madrid con el Mallorca en casa, y en el que el equipo blanco, tras estar toda la liga por detrás del Barcelona y después de una remontada repleta de victorias inverosímiles en los últimos minutos de cada partido, se presentaba líder. Sólo tenía que ganar ese partido y era campeón de liga. En el descanso perdía. No recuerdo si era 0-1 o 0-2. El bar estaba repleto, yo estaba apoyado en la barra, con mi whisky, tenso. En la segunda parte el Madrid terminó remontando y proclamándose campeón de liga. Aquello era un delirio, el éxtasis en un bar de Madrid, por la cosa más idiota del mundo, sí, pero y qué. Pura felicidad gratuita. Terminó el partido y mientras aplaudía y saltaba de puro júbilo, observé a un tipo, muy alto y delgado, negro como el tizón, vestido con una túnica blanca que iba a juego con el pequeño gorrito que coronaba su cabeza darse la vuelta delante mía con lo ojos vidriosos por la emoción, mientras me alargaba la mano con fuerza para chocarla con la mía, una mano que doblaba con creces el tamaño de la mía y que apretó con énfasis mientras desde arriba bajaba hasta mí para darme algo parecido a un abrazo al tiempo que chapurreaba un español incomprensible que mezclaba, en su alegría, con palabras en su propio idioma inaccesibles para mí. Un par de segundos, tan sólo, después los dos volvimos a mirar cómo se abrazaban los jugadores del Madrid, pagamos nuestras consumiciones y salimos del bar cada uno por su lado. Lo más curioso de esta historia es que un año después, en mayo de este año, en el partido que significaba la consecución de la liga de Schuster, un tipo que vestía igual que el del año anterior, igual de alto e igual de negro, estuvo delante mía durante las dos horas del encuentro. Al finalizar, y entre las palmas generalizadas se dio la vuelta y me estrechó su mano con fuerza. Lo miré a los ojos intentando confirmar si era el mismo tipo que el año anterior, un segundo no más, después, claro, cada uno siguió su camino.
--Una tarde de liga cualquiera, un domingo cualquiera, un partido del Madrid cualquiera. La estrategia espacial determina que un cubano mulato que no para de hablar, explicando a todos los que no queremos escucharlo cómo debiera ser la alineación del Madrid, cómo debería jugar, a quién hay que echar y qué tipo de sistema utilizar, coincida con un maduro patriarca gitano de ademanes distinguidos, con un porte especial, que en principio se mantiene apartado en silencio, viendo el partido de pie sin apoyo alguno de barra o banqueta, y con un subsahariano negro, un metro noventa, enorme, regordete y aspecto bonachón, con el pelo rizado y teñido de rubio, que comienza a conversar con el gitano y el cubano de jugadores, tácticas, historias de otros tiempo futboleros y demás parafernalias que acompañan siempre a las discusiones sobre fútbol. Un autóctono más bien bajito, blanco, con el pelo largo y una revista en la mano para que nadie se le acerque a hablar en el descanso los mira divertido. La estampa no deja de ser curiosa: el cubano, el gitano y el subsahariano discuten con nervio y tensión, tremendamente molestos por lo que el Madrid les está ofreciendo esa tarde, cabreados pero a la expectativa de ese gol que transforme las críticas en halagos. Integración a través del fútbol, pasajera sí, tal vez, pero al menos algo que los une un rato, más allá de los vanos intentos de lo hipipogres de Lavapiés y sus bares exóticos.
Esta tarde el chaval subsahariano, el negro con el pelo teñido, no estaba, sí el gitano. En el descanso una mano me ha tocado el hombro y al levantar (mucho) la cabeza apareció ante mis ojos, ofreciéndome su mano mientras me preguntaba por el resultado del partido. Sonriendo se lo he dicho mientras el patriarca le quitaba (literalmente) el espacio a un chaval que había ido al servicio para ofrecérselo con gestos exagerados al negro, mientras le decía algo así como “moreno, moreno, ponte aquí que hay sitio… a ver lo que hacemos en la segunda parte porque esto no tiene buena pinta…”
Yo he bajado los ojos a mi revista y he seguido escuchándolos.
Más de seis años viendo fútbol de manera periódica en este bar, sin amigos que perturben, dan para mucho. Sirve incluso para estudiar nuestro comportamiento social, cómo funcionamos en grupo e individualmente. Para generar complicidades extrañas con personas que por motivos diversos también acuden al bar en soledad a ver a su equipo, y con los que basta un saludo con la mirada o una palabra suelta para que poco a poco vayan convirtiéndose en personajes necesarios que interpretan su papel en el plató en el que se desarrolla este ritual semanal. Para observar con curiosidad desplazamientos raciales, no necesariamente racistas, respecto a la ubicación de los clientes en el bar: el local siempre ha tenido dos pantallas a ambos lados de una barra cuadricular en la que, aleatoriamente, según el orden de llegada, se iban colocando los diferentes parroquianos habituales. En mi caso, como buen animal de costumbres, pasase lo que pasase, una vez que me decidí por una de las dos pantallas, siempre acudía (y acudo) a ella, encontrando mi espacio vital delante de ella para ver con comodidad el partido. Con el paso de los años, y de manera gradual, casi sin notarlo, he terminado rodeado de toda la facción inmigrante que acude al bar y tiene al Madrid como su equipo de cabecera, auténticos y fervorosos aficionados a él que sienten a su equipo como si hubiesen nacido en el barrio de Chamartín. Mientras, al otro lado de la barra, en torno a la otra pantalla se han hecho fuertes los blancos, los autóctonos, los parroquianos de siempre, los habituales del bar de toda la vida, generándose poco a poco una división racial que, no por inofensiva, deja de ser significativa.
Las anécdotas en estos seis años han sido variadas, algunas entrañables, otras curiosas y divertidas. Contaré dos que se mantienen con fuerza en mi memoria y siempre me hacen sonreír mentalmente cuando las recuerdo:
--Era el último partido de la liga de Capello (la de hace dos años), que enfrentaba al Madrid con el Mallorca en casa, y en el que el equipo blanco, tras estar toda la liga por detrás del Barcelona y después de una remontada repleta de victorias inverosímiles en los últimos minutos de cada partido, se presentaba líder. Sólo tenía que ganar ese partido y era campeón de liga. En el descanso perdía. No recuerdo si era 0-1 o 0-2. El bar estaba repleto, yo estaba apoyado en la barra, con mi whisky, tenso. En la segunda parte el Madrid terminó remontando y proclamándose campeón de liga. Aquello era un delirio, el éxtasis en un bar de Madrid, por la cosa más idiota del mundo, sí, pero y qué. Pura felicidad gratuita. Terminó el partido y mientras aplaudía y saltaba de puro júbilo, observé a un tipo, muy alto y delgado, negro como el tizón, vestido con una túnica blanca que iba a juego con el pequeño gorrito que coronaba su cabeza darse la vuelta delante mía con lo ojos vidriosos por la emoción, mientras me alargaba la mano con fuerza para chocarla con la mía, una mano que doblaba con creces el tamaño de la mía y que apretó con énfasis mientras desde arriba bajaba hasta mí para darme algo parecido a un abrazo al tiempo que chapurreaba un español incomprensible que mezclaba, en su alegría, con palabras en su propio idioma inaccesibles para mí. Un par de segundos, tan sólo, después los dos volvimos a mirar cómo se abrazaban los jugadores del Madrid, pagamos nuestras consumiciones y salimos del bar cada uno por su lado. Lo más curioso de esta historia es que un año después, en mayo de este año, en el partido que significaba la consecución de la liga de Schuster, un tipo que vestía igual que el del año anterior, igual de alto e igual de negro, estuvo delante mía durante las dos horas del encuentro. Al finalizar, y entre las palmas generalizadas se dio la vuelta y me estrechó su mano con fuerza. Lo miré a los ojos intentando confirmar si era el mismo tipo que el año anterior, un segundo no más, después, claro, cada uno siguió su camino.
--Una tarde de liga cualquiera, un domingo cualquiera, un partido del Madrid cualquiera. La estrategia espacial determina que un cubano mulato que no para de hablar, explicando a todos los que no queremos escucharlo cómo debiera ser la alineación del Madrid, cómo debería jugar, a quién hay que echar y qué tipo de sistema utilizar, coincida con un maduro patriarca gitano de ademanes distinguidos, con un porte especial, que en principio se mantiene apartado en silencio, viendo el partido de pie sin apoyo alguno de barra o banqueta, y con un subsahariano negro, un metro noventa, enorme, regordete y aspecto bonachón, con el pelo rizado y teñido de rubio, que comienza a conversar con el gitano y el cubano de jugadores, tácticas, historias de otros tiempo futboleros y demás parafernalias que acompañan siempre a las discusiones sobre fútbol. Un autóctono más bien bajito, blanco, con el pelo largo y una revista en la mano para que nadie se le acerque a hablar en el descanso los mira divertido. La estampa no deja de ser curiosa: el cubano, el gitano y el subsahariano discuten con nervio y tensión, tremendamente molestos por lo que el Madrid les está ofreciendo esa tarde, cabreados pero a la expectativa de ese gol que transforme las críticas en halagos. Integración a través del fútbol, pasajera sí, tal vez, pero al menos algo que los une un rato, más allá de los vanos intentos de lo hipipogres de Lavapiés y sus bares exóticos.
Esta tarde el chaval subsahariano, el negro con el pelo teñido, no estaba, sí el gitano. En el descanso una mano me ha tocado el hombro y al levantar (mucho) la cabeza apareció ante mis ojos, ofreciéndome su mano mientras me preguntaba por el resultado del partido. Sonriendo se lo he dicho mientras el patriarca le quitaba (literalmente) el espacio a un chaval que había ido al servicio para ofrecérselo con gestos exagerados al negro, mientras le decía algo así como “moreno, moreno, ponte aquí que hay sitio… a ver lo que hacemos en la segunda parte porque esto no tiene buena pinta…”
Yo he bajado los ojos a mi revista y he seguido escuchándolos.