31 enero 2025

A pie de aula 5: ¿se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO?

¿Se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO? 
 
 
Pienso en todos esos jóvenes (y no tan jóvenes)  profesores que se incorporan a nuestras aulas cada curso y cada día me parece más trascendente esta cuestión sobre la que hoy escribo.
 
¿Depende tanto la gestión de esa aula de la ESO del carácter, carisma y disposición personal del docente como para que, tal vez, no se pueda enseñar a hacerlo? Esta pregunta enlaza con otra que no se puede ignorar aunque levante alguna ampolla y cuyo origen son las experiencias que nos transmiten los que hace muy poco fueron alumnos del Máster de Secundaria y llegan a nuestras aulas ya convertidos en docentes: ¿puede enseñar a gestionar un aula de la ESO quien nunca lo hizo o el que dejó de hacerlo hace ya mucho tiempo (seguramente para eludir contradicciones vitales)?
 
Creo que sería absurdo negar la existencia de una serie de pautas que se pueden transmitir y se pueden interiorizar para mejorar la gestión de un grupo de adolescentes en el contexto de la enseñanza de una materia de la ESO. En este post que enlazo, por ejemplo, recopilé 10 consejos básicos para cualquier docente novato que empieza a enseñar en cualquier instituto. Pero de lo que hoy hablo en este post es de algo más sutil, diferente y complejo.
 
¿Qué te permite, como docente, construir las condiciones previas en tu relación con los alumnos para que tu labor, con la metodología que elijas para enseñar, pueda resultarles útil?
 
He leído mucho sobre el asunto pero hoy escribo desde una óptica básicamente experiencial, casi intuitiva, desde esas vivencias compartidas por tantos de nosotros, docentes, que vivimos cada día de nuestras vidas laborales en los institutos. Cuando cada minuto que se pasa en un centro educativo se vive en un estado profesional de alerta y atención continua (habría que plantearse la cantidad de compañeros que "no se enteran de nada", ese primer paso hacia el abismo, hacia el fracaso profesional) se termina conociendo e intuyendo con relativa facilidad cuáles de tus compañeros enseñan con cierta garantía de éxito y cuáles van a tener problemas curso tras curso, sean quiénes sean los alumnos que les toquen.
 
Hay una serie de docentes, siempre de diverso pelaje pedagógico (la pluralidad de estilos docentes supone una enorme riqueza de la enseñanza pública que está permanentemente amenazada no solo por absurdas leyes educativas sino también por la fiscalización extrema de los militantes de la #EnsoñaciónPedagógica), que construyen una relación con sus alumnos y establecen un ambiente de aula que les da la posibilidad real de enseñar y que sus alumnos aprendan con ellos. Resulta tan curioso como conmovedor ver cómo algunos de ellos lo consiguen desde una educada distancia emocional, que desde fuera puede resultar extrema, mientras que otros alcanzan su objetivo desde una cercanía personal que en ocasiones parece situarlos al borde del error profesional. No importa realmente cómo lo consiguen: curso tras curso, esos docentes realizan una labor profesional impresionante, nunca suficientemente reconocida, casi siempre en la sombra, asumiendo que su forma de ser y lo que consideran que debe significar la educación determina su trabajo diario pero que todo empieza y termina en un objetivo educativo irrenunciable: la exigencia académica. Porque a veces, tal vez demasiadas veces, se elude esa cuestión: los docentes estamos en los centros educativos para enseñar y para que nuestros alumnos aprendan. Estamos en los institutos para enseñar y para que nuestros alumnos, tras nuestro trabajo, tengan una base suficiente de conocimientos que les permita seguir formándose al año siguiente. Somos una gota de agua en su vida formativa pero no podemos convertirnos en un obstáculo, por acción u omisión, en el derecho que tienen los adolescentes a adquirir una cultura básica y una formación suficiente. No nos pagan (o no deberían hacerlo) solo para acompañar y cuidar emocionalmente de nuestros alumnos. Nos pagan para que, acompañando y cuidando emocionalmente de nuestros alumnos, consigamos que aprendan los contenidos de nuestras materias y adquieran una serie de conocimientos como único camino intelectualmente respetable para la obtención de ciertas competencias.
 
La mayoría de alumnos son, casi siempre, perfectamente conscientes de la calidad de esos docentes. Los aprecian y los defienden. Aunque a muchos otros docentes y a otros muchos expertos les fastidie ese reconocimiento y, dependiendo hacia qué tipo de docente se manifieste, siempre encuentran razones espurias para impugnarlo.
 
Mi hipótesis, por tanto, es que existen ciertos arquetipos docentes que demuestran de forma persistente su éxito en el aula. Ojo, habría que explicar qué entiendo como "éxito". Para mí, tiene una raíz radicalmente prosaica. Me explico: tan lejos de Keating y su irresponsable mesianismo docente como sea posible.
 
 
Entonces, siguiendo esa idea, no debiera ser difícil, si nos alejamos de prejuicios pedagógicos, compilar experiencias y establecer las condiciones previas, en relación a la gestión de grupo, que un docente ha de conocer para construir una relación con sus alumnos que le permita enseñarles con cierta garantía de éxito, pero...
 
Pero luego llega la realidad y te da esa hostia que destruye hasta la ensoñación pedagógica más modesta. Esa por la que uno lucha cada día. También la de intentar mejorar un poquito el día a día de tu propio centro, o mejorar la formación de los grupos a los que das clases, o tan solo que las cosas en tu tutoría funcionen. Porque no se puede enseñar a nadie a ser lo que no es y lo que le funciona a un docente se convierte en un estrepitoso fracaso para otro.
 
He tenido grupos complicados a los que conseguí enseñar con un extraordinario esfuerzo. En una ocasión, nos convocaron a una reunión a los docentes de un grupo muy difícil para buscar soluciones colectivas. De manera extemporánea, sin ninguna maldad pero con muy poco tacto, la jefa de estudios me pidió que explicara al resto de mis compañeros, que se veían impotentes ante el grado de disrupción del grupo, "cómo lo hacía yo" para mantener mis clases en un silencio activo mediante el que yo era capaz de enseñar y los alumnos eran capaces de aprender. Me encontré, de repente, balbuceando lugares comunes y consejos que terminaban siendo ridículos en el contexto relacional que mis compañeros tenían con esos alumnos. Mis compañeros sufrían extraordinariamente cada clase con ellos y lo que yo les decía no podía cambiar eso. No me siento todavía hoy capaz de reprocharles nada a pesar de algunos de sus errores: la propia Administración y la sociedad en la que vivimos habían decidido que aquel centro fuera el gueto educativo de aquella población, y las consecuencias de esa decisión puede que fuera algo con lo que aquellos docentes debían convivir por exigencia laboral pero no suponía, ni de lejos, que ellos fueran los responsables finales del fracaso educativo y el estigma social al que estaban sometidos aquellos alumnos (las víctimas reales de todo aquello).
 
Es el momento de completar la hipótesis anteriormente planteada: sí, existen ciertos arquetipos docentes que demuestran, de forma persistente, su éxito en el aula. Pero, ¿son tan fáciles de replicar como algunos pretenden desde sus despachos universitarios? Me temo que no.
 
La docencia en la ESO es complicada y en ella entran en juego matices personales, sociales y emocionales que no se pueden obviar. Tengo la sensación de que la investigación académica tiene muy poco en cuenta el factor humano en la construcción de sus relatos educativos. La experiencia parece demostrar que existen una serie de rasgos de carácter que facilitan enormemente la labor docente y que, por mucho que se construyan "formaciones", se puede atenuar las consecuencias de no disponer de ellos pero, en ningún caso, se consigue replicarlos. Es lo que hay.
 
No hay nada más alejado de esos rasgos de carácter que comento que la idea de "vocación" que algunos nos venden como trasunto laico pedagógico de la iluminación religiosa. El cementerio del fracaso docente está repleto de profesores con una enorme vocación. Suelen ser carne de cañón.
 
Entonces, ¿qué hacemos? A veces, no es necesario mantener y defender una opinión tajante sobre algo cuando la realidad te demuestra cada día la imposibilidad de construir una generalización intelectualmente consistente. Hay que ser humilde. Entender la complejidad. Asumir las contradicciones.
 
Creo que es posible dar a conocer a los nuevos docentes ciertas pautas que les permitirán no cometer errores absurdos en la gestión del aula. Hay cosas que veo cada curso en ciertos compañeros que me parecen alucinantes y completamente indefendibles. Pero también hay que aceptar que no existe nada que les garantice que un grupo de alumnos les vaya a hacer caso como docentes. Hagan lo que hagan.
 
Por último, también considero que resulta imprescindible hacer entender a la sociedad que la docencia es un trabajo más y a ningún docente se le debería exigir ninguna heroicidad, tan solo profesionalidad. El hecho de que en algunos centros de la enseñanza publica se terminen necesitando unas habilidades docentes especiales y se noten demasiado los defectos profesionales de algunos profesores es tan solo la consecuencia final de la endémica falta de recursos de la enseñanza pública y de la lacerante segregación socioeconómica que la doble red concertada/pública permite y fomenta.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en X/Twitter el 8 de noviembre de 2024

15 diciembre 2024

A pie de aula 4: ¿realmente gastamos mas tiempo y recursos públicos en los alumnos que presentan más problemas?

Es una cuestión recurrente que aparece en muchos centros educativos durante las charlas informales de la sala de profesores e incluso, de manera tangencial, en algunas juntas de evaluación. También aparece en el debate público, en las redes sociales, en el contexto del #ClaustroVirtual, y no pocas veces ha saltado a los grandes medios de comunicación. Curiosamente, hay un extraño consenso respecto a que supone un hecho constatable para los diferentes bandos educativos, aunque sus opiniones sean después completamente dispares en cuanto a su valoración: la mayoría del tiempo y los recursos disponibles en los colegios e institutos se destinan a los alumnos con más problemas y, por ello, no dedicamos el mismo tiempo ni los mismos recursos a los demás alumnos, a esos que "van bien".
 
(En este post, y para aclarar posibles confusiones, cuando hablo de "alumnos con más problemas" no me refiero en ningún momento a los ACNEE´s. Quedan fuera del objeto de este análisis).
 
Evidentemente, esta cuestión y los debates sobre sus consecuencias están mucho más presentes en aquellos centros de Primaria y Secundaria que tienen una mayoría de alumnos que conviven con realidades sociales y familiares complejas, enclavados en barrios socioeconómicamente depauperados; pero aunque es ahí donde con mayor fuerza se manifiesta no he conocido instituto en el que, independientemente del número de alumnos conflictivos o con problemas académicos que haya, no aparezca la cuestión en algún momento, siempre acompañada de los mantras habituales asociados a la misma. Mantras que voy a intentar desmontar.
 
Los docentes de Primaria y Secundaria (y especialmente los tutores) vivimos actualmente enzarzados en un día a día muy complicado en el que ya no hay jornada laboral en la que además de enseñar, nuestra labor fundamental, no tengamos que solucionar, intervenir o vernos afectados por alguna situación personal de un alumno en dificultades. Y da igual que algunos docentes, agobiados y enrabietados por la pesada mochila que nuestro trabajo nos hace llevar, lo rechacen en público o ejerzan abierta (y equivocadamente) de poco empáticos en las redes sociales. Más allá de los desahogos y de los discursos rancios y clasistas, lo cierto es que la mayoría de nosotros, salvo esa ínfima parte de delincuentes laborales que soportamos, como en cualquier otra profesión, cumplimos con profesionalidad cuando toca asumir la sobrecarga laboral diaria que el cuidado personal de nuestros alumnos supone.
 
Ojo, escribo con toda la intención del mundo lo de "con profesionalidad" porque, en demasiadas ocasiones, las situaciones personales y académicas de algunos de nuestros alumnos son tan extraordinariamente complejas que necesitarían intervenciones docentes también extraordinariamente acertadas e implicarían, inevitablemente, una extraordinaria dedicación por su parte. Y no, no se puede ni se debe exigir a los profesores un nivel de implicación laboral que les suponga tener asumir el papel de héroe docente redentor prácticamente cada día.
 
A medida que una sociedad debilitada delegue cada vez más responsabilidades en la Escuela y le exija sin miramientos lo imposible, estaremos más cerca de que la realidad termine imponiendo su dictadura y la miseria social, que ahora mismo contenemos en nuestros centros a duras penas, termine anegándonos a todos.
 
Vayamos al tema.
 
No es posible negar que en nuestros colegios e institutos la mayoría del tiempo y de los (siempre escasos) recursos disponibles se dedican mayoritariamente a una serie de alumnos que, en la mayoría de las ocasiones, parecen terminar desaprovechándolos o aprovechándolos pobremente. En lugar de ir a los grandes números, prefiero ejemplificar esto que comento analizando el tiempo que un tutor de la ESO dedica a cada uno de los alumnos del grupo del que es responsable. El tiempo que se dedica a unos es siempre, inevitablemente, un tiempo que no se le dedica a otros. Cuando a final de curso examino el documento en el que registro todas mis intervenciones con los alumnos (y sus familias) de mi tutoría, es abrumadora la diferencia entre el tiempo real y de calidad que he dedicado a unos y a otros. Abrumadora. Nunca me he sentido culpable. Es lo que hay. Lo urgente siempre se impone a lo necesario y, por supuesto, arrasa con la posibilidad de lo deseable. Y en los centros educativos vivimos en la emergencia permanente.
 
A partir de ahí, me parece humano que entre los docentes haya terminado larvándose un malestar existencial que en ciertos momentos de tensión, cuando se les cuestiona sin matices su labor sin reconocer jamás, salvo de boquilla, la dificultad real de su trabajo, lleve a algunos a cuestionar la extraordinaria atención laboral que el sistema les impone dedicar a unos pocos alumnos (los disruptivos, los problemáticos, los que les desafían cada día en sus aulas, los que nunca estudian ni parecen preocuparse de nada...) frente a la mínima atención que ello supone dedicarle a los otros alumnos, los no disruptivos, los que no molestan,  los adaptados al sistema, los que tienen familias que responden, "los que aprueban".
 
"¿Por qué no pensamos también en ellos?", dicen. "¿Por qué no destinamos una parte sustantiva de los pocos recursos y tiempo que tenemos en actividades para hacer crecer académicamente a esos alumnos que realmente nos están demostrando que sí quieren estudiar, que tienen inquietudes?" "¿Por qué atender siempre solo a los problemas de los alumnos más difíciles, que suelen ser siempre los alumnos más disruptivos, cuando en la mayoría de las ocasiones solo obtenemos indiferencia, fracaso o mediocridad?".
 
Cuando entiendo que esas preguntas no son más que una forma de desahogo equivocado, cuando no construyen sus argumentos desde el clasismo educativo más rancio sino desde un desaliento laboral lacerante, soy capaz de comprender, desde un punto de vista emocional, a aquellos compañeros que plantean esta equivocada disyuntiva entre los "alumnos buenos" y los "alumnos malos". Pero...
 
Pero desde un punto de visto ideológico y profesional, considero inasumible e indefendible que los docentes de la enseñanza pública renuncien a la equidad como motor de su trabajo y discutan la idea de que debemos ayudar más a aquellos alumnos que más lo necesitan. Si lo que nos falta son los recursos y el tiempo necesarios para atender como deberíamos a todos, lo que debemos es exigir a nuestro políticos esos recursos y ese tiempo, no convertir la escasez en una forma refinada de maltrato y segregación socioeconómica de los de siempre. Hasta donde podamos. Sin alardes. Pero no negando que esa distribución de recursos y tiempo es pura justicia social.
 
Por último, para terminar, me gustaría ampliar el foco y permitir que la realidad, con toda su complejidad y sus contradicciones, se muestre. Un análisis honesto del tiempo y los recursos dedicados a unos y a otros desmonta muchas falacias.
 
¿Realmente gastamos más tiempo y recursos en los "alumnos malos"? Una respuesta apresurada nos llevaría a contestar afirmativamente a esa pregunta. Pero lo cierto es que la respuesta correcta es no, de ninguna manera.
 
Hay algo que no se suele tener en cuenta en este debate y que para mí es trascendente: aunque a corto plazo, en los primeros años educativos, destinemos más tiempo y más recursos a los "peores alumnos", a largo plazo el gasto educativo en tiempo y recursos es mucho mayor en los otros, en los que "van bien". Estos alumnos serán los que más años estarán finalmente dentro del circuito educativo sufragado con los impuestos, serán estos los alumnos que en su mayoría harán grados y másteres (estudios que suponen un mayor gasto por alumno) y, por tanto, serán los que, sin duda, finalmente se beneficien de un mayor gasto público individual en su formación.
 
Es decir, compañero, cuando te quejes en nuestros colegios e institutos del excesivo gasto de tiempo y recursos que dedicamos a "los de siempre", párate un momento a pensar y considera la otra cara de lo que defiendes. Defiendes, al final, que durante esos primeros años de escolarización sufragada con el dinero de todos también se dé más a los que ya sabemos que recibirán mucho más en el futuro.
 
¿Y a eso lo llamas justicia? 
 
Porque para eso, para dar más a los que más tienen (con dinero público), ya tenemos a los centros bilingües y a los colegios concertados. No nos hace falta hacerlo también dentro de nuestros aulas.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en Twitter/X el 26 de diciembre de 2020

06 diciembre 2024

A pie de aula 3: un alegato contra el coaching educativo

Hace un tiempo, hablando con una amiga, surgió el tema del coaching y me salió, como siempre, la mala baba. Como resulta inevitable en cualquier charla breve, que no permite los matices y en la que tan solo se esbozan ideas, solo pude transmitir mi desprecio hacia dicha actividad mediante el sarcasmo. Pero en este caso creo que el humor es insuficiente y el tema merece un mayor desarrollo.
 
Vivimos en un tiempo social fuertemente determinado por emociones primarias que se imponen de manera totalitaria sobre cualquier atisbo de reflexión o crítica racional. Es por ello que resulta muy difícil atacar lo que hace o dice una persona sin caer en la ofensa personal por no respetar sus sentimientos. En este sentido, el coaching es el ejemplo perfecto de cómo un sentimentalismo opresivo, que antaño solo envenenaba las relaciones personales más tóxicas, ha terminado por colonizar las relaciones laborales convirtiendo a trabajadores adultos en guiñapos en manos de iluminados.
 
El supuesto éxito de algún coach, siempre con más marketing que realidad, no invalida el principio general: los coaches emocionales son tipos y tipas sin la formación adecuada (o con una formación que no avala ninguna de sus intervenciones) que se arrogan, de manera prepotente, la capacidad de ayudar a otros a sobrellevar las miserias del día a día.
 
Así, desde lo general, llegamos a lo particular, a la realidad de una actividad, el coaching, que sin darnos cuenta ha llegado incluso a nuestros centros educativos a través de docentes con ínfulas redentoras a los que no les basta con enseñar y cuidar a sus alumnos. Ellos necesitan epatar. 
 
Hay demostraciones de supuesta empatía que no son más que una forma perversa de ego sublimado.
 
En el ámbito educativo, la confusión es absoluta. Incluso buenas ideas, como los programas de mediación escolar, terminan contaminadas por una emocionalidad huera que prioriza la exposición de una sentimentalidad limitante que obstaculiza la resolución real de los problemas. Pero nadie parece dispuesto a poner freno a este dislate. Tal vez porque a todos nos cuesta ser el que intenta advertir que el emperador va desnudo.
 
En los muchos institutos en los que he trabajado he visto de todo: desde sesiones de mindfullnes de Mercadona, con los alumnos dormitando encima de sus mesas con música suave de fondo, hasta compañeros participando en cursos de formación en los que les inducían a romperse emocionalmente (no hay mejor manera de control); desde charlas externas, permitidas de forma irresponsable por directores u orientadores, que tuve que parar y contener por el tufo sectario que destilaban hasta sesiones en las que el ponente decidió ejercer el rol de la madre de una alumna de 13 años y le animó/obligó a esta a que le dijera, delante de todos sus compañeros, lo que no se atrevía a decirle a su madre.
 
Desde aquí, desde este blog en el que llevo escribiendo tantos años, quiero expresar mi repudio y mi absoluto desprecio hacia el coaching y sus mierdas emocionales. El coaching no solo es inútil sino que es terriblemente peligroso por el imaginario socioemocional (paliativo o competitivo, siempre individualista, enfocado a un "yo" que lo llena todo) que construye.
 
Y los coaches merecen una reflexión final: ¿quiénes son? ¿Cómo llegaron a convertirse en coaches? ¿Qué tipo de trayectoria personal e itinerario laboral les hizo ser lo que hoy son? Cuando uno investiga sobre ellos encuentra siempre cosas muy curiosas. Reconozco que tengo especial debilidad por los jornaleros de la emoción: mindundis que, más que iluminados, lo que hacen es beber de la fuente inagotable del Lazarillo de Tormes.
 
Por ahí andan, por las aulas, comiéndoles la cabeza a los alumnos y también a muchos docentes mediante cursos formativos en los que los abrazos y las lágrimas se convierten en sus instrumentos de control. No son más que vendeburras, vendehúmos, vendedores de crecepelo.
 
La historia los recuerda. Nosotros, parece, los hemos olvidado.
 

17 noviembre 2024

A pie de aula 2: la necesidad de los deberes en la ESO y en el Bachillerato

De manera recurrente, con argumentos falaces y medias verdades, reaparece en el #ClaustroVirtual el hipócrita debate en torno a la necesidad o no de los deberes en la formación académica de nuestros alumnos. Existe una ingente literatura académica sobre el asunto en la que cada uno suele encontrar y difundir solo aquello que le conviene para sostener su punto de vista, escondiendo de manera capciosa lo que contradice a la generalización con la que pretende convencer a la sociedad.
 
Como siempre, intento participar en este debate con honestidad y partiendo de una premisa muy concreta: la realidad de la organización de nuestro sistema educativo. Y por especificar aún más, hablo desde la Comunidad Autónoma de Madrid, con ratios hasta hace un par de años de 30-33 alumnos en la ESO (algo que, poco a poco, la demografía está permitiendo bajar. Estamos ya a 25-28 hasta 3º ESO) y 35-38 en el Bachillerato.
 
Partiendo de esta realidad, esta son mis 10 reflexiones urgentes sobre el artificioso debate de los deberes:
 
1. Nunca discutas sobre la necesidad de los deberes en el aprendizaje de los alumnos sin aclarar antes el nivel educativo sobre el que se está discutiendo. Muchas controversias acaban cuando eso se aclara. Nada tiene que ver considerar los deberes innecesarios en los primeros cursos de Primaria con sí considerarlos necesarios en la ESO y el Bachillerato.
 
2. Creo sinceramente en la necesidad de que los alumnos realicen deberes en sus casas con los que reforzar su aprendizaje en la ESO y el Bachillerato. No entro a valorar lo que debería suceder en Primaria. No soy especialista. Intuyo que en los últimos cursos de esa etapa también serían necesarios.
 
3. Nunca se deben calificar los deberes por estar bien o mal hechos. NUNCA. Solo se debe valorar que el alumno intente hacerlos. Este punto es clave. Sin esa equivocada amenaza de la calificación, los deberes son la mejor manera de fomentar el trabajo autónomo del alumno para que sea capaz de detectar fallas en su aprendizaje. Por ello, si el profesor no se gana la confianza de sus alumnos para que entiendan que la valoración positiva de ese trabajo se consigue solo con haberlo intentado, habrá fracasado a la hora de conseguir dar un valor pedagógico a ese trabajo autónomo del alumno. Esto es muy importante.
 
4. Evidentemente, el valorar solo el intento de realizar los deberes propuestos abre la puerta a la picaresca. En mi materia, FyQ, permite que solo realizando un planteamiento de datos de un problema el alumno explique, compungido (sea verdad o no), que no sabía cómo seguir. En este caso, la experiencia del docente es clave: debe conocer a sus alumnos y gestionar esa picaresca con diferentes estrategias pero, en todo caso, el intento del alumno debe ser considerado siempre positivo, también en estos casos dudosos, y ese alumno debe intervenir en la posterior corrección de los deberes para ayudarlo con sus problemas de aprendizaje.
 
5. Cada alumno tiene su contexto sociofamiliar. Por ello, no solo se ha de valorar que los deberes se hayan hecho sino que hay que confrontar a los alumnos que parecen hacerlos bien con la resolución planteada para ver si la entienden. Deben darse cuenta lo antes posible de la inutilidad de hacerlos con ayuda y sin comprender apenas nada de lo realizado. Sin penalizaciones La idea es clara: el alumno ha de entender que lo único que se valora es que intente hacer esos deberes porque le servirán para consolidar el aprendizaje construido. Y que no saber hacerlos significa que, en el aula, ese alumno y su profesor tienen que volver a repasar lo trabajado.
 
6. Es ridículo mandar deberes de forma rutinaria tras cada clase. Los deberes nunca deben ser excesivamente repetitivos ni entenderse como una dinámica de control del tiempo de los alumnos en sus casas. Eso sí, cuando toca hacerlos para reforzar el aprendizaje deben ser una obligación. "Machacarles" a deberes nunca es productivo. Renunciar a ellos en la ESO y en el Bachillerato es, en general, trabajar contra su formación.
 
7. Desconfía de los docentes que públicamente, y sin matices, se muestren contrarios a los deberes: nunca dejarán a sus hijos fracasar educativamente y son perfectamente conscientes de lo complicado que resulta acceder a estudios superiores sin construir hábitos de trabajo autónomo y sin acumular un conocimiento de base fruto del estudio.
 
8. Defender que el adolescente no debe tener deberes académicos porque por las tardes ha de disponer de tiempo libre para realizar otras actividades extraescolares es una forma perversa de clasismo social. Elude la realidad de miles de familias cuyos padres no pueden pagar esas actividades ni estar en casa con sus hijos por la tarde. Ese trabajo autónomo de los alumnos será la base de cualquier formación superior a la que puedan optar. Sin ese trabajo individual, sin esa construcción de un "yo, estudiante" (que supera obstáculos con la ayuda de su profesor), no existe posibilidad de un aprendizaje real.
 
9. Si alguien defiende que un alumno de 4º ESO puede aprender e interiorizar con la suficiente profundidad los conceptos de materias como FyQ (que son absolutamente necesarios para que muchos de esos alumnos puedan continuar su formación posterior) solo con 165 minutos semanales (de aula) durante un curso o no tiene ni puñetera idea de lo que habla o realmente no le importa absolutamente nada la igualdad de oportunidades educativas a la hora de que un alumno pueda o no optar a estudios superiores.
 
10. Si a pesar de explicarle a tu interlocutor todo esto, te cita a Alfie Kohn y su infumable y clasista ensayo El mito de los deberes, corre. Si te habla de Ken Robinson y de cómo la Escuela destruye la creatividad de SU hijo, huye. Eso sí, analiza la diferencia entre lo que dice y lo que hace a la hora de organizar la formación académica de sus hijos.
 
Publicado originalmente en X/Twitter el 21 de octubre de 2021