Aquí comparto la segunda tanda de películas que vi por primera vez durante 2019. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente según las fui viendo.
- Cómo entrenar a tu dragón 3 (2019) – Dean DeBlois. Digno cierre de una trilogía que comenzó de manera brillante con aquella primera y fresca película en la que sonó por primera vez la estupenda música que John Powell ha compuesto para esta trilogía. Se hace demasiado evidente que el chicle ya no se podía estirar más y la inevitable maduración de unos personajes que ya están dejando atrás su gozosa infancia y deben aceptar sus nuevas responsabilides adultas está llena de clichés.
- Casi imposible (2019) – Jonathan Levine. Comedia romántica, con cierto espíritu gamberro y una estimulante subversión de los roles de género, que termina difuminándose por el absurdo abuso de excesivas convenciones. Tras un arranque prometedor se atasca sin solución. Se ve con simpatía pero no deja mayor huella que disfrutar en pantalla de una espléndida Charlize Theron.
- Alita (2019) – Robert Rodríguez. Decepcionante. Nunca llegué a entrar en esta adaptación del famoso manga de ciencia ficción de la que se hablaba desde hacía años por el hecho de tener detrás de la producción a James Cameron. Termina siendo un mero espectáculo pirotécnico de efectos especiales sin alma y sin ningún sentido del ritmo narrativo. A poco de comenzar deja de interesarme ese universo en el que se desarrolla una película a la que tampoco le hace ningún bien un montaje en el que se notan demasiado las tijeras. Una pena.
- Réplicas (2018) – Jeffrey Nachmanoff. Resulta increíble la capacidad que tiene cierto cine americano (que me disculpe Pedro Vallín) para reducir dilemas éticos sociales a pueriles conflictos personales y familiares. El manido pretexto de la necesidad de proteger a la familia (casi siempre es el hombre el que protege y decide, claro) termina permitiendo a un sufrido Keanu Reeves disfrutar de su nueva-vieja familia (clonada) a cambio de que el capitalismo más depredador e inmoral se haga con el negocio de un sistema de clonación que él ha inventado. El dolor por la pérdida de los seres queridos, la posibilidad de recuperarlos y la obligación de protegerlos como coartada para la vileza. Y sin moraleja política alguna. El final solo sirve para que el espectador se vea impelido a tener que entender y empatizar con un ejemplo perverso de individualismo lacerante. Vomitiva.
- Shazam! (2019) – David F. Sandberg. Yo qué sé. Uno espera de estos subproductos del género de superhéroes, que se ruedan a la sombra de los megaproducciones, una mayor libertad, riesgo y frescura. No fue el caso. Los clichés se acumulan en cada fotograma y solo unas pocas risas ayudan a digerir este auténtico bocadillo de ladrillo. Una pérdida de tiempo.
- Singularity (2017) – Robert Kouba. Y llegó el premio gordo. Estábamos en verano y estaba claro que la cosa cinematográfica no marchaba bien. Una cosa es bucear en los subproductos de la ciencia ficción en busca de alguna cosilla simpática y otra encontrarse frente a frente con este engendro cósmico. Pura basura infinita y cosmogaláctica. En un futuro cercano un Skynet de Mercadona decide cargarse a la humanidad. 100 años después, solo unos pocos humanos sobreviven. Una chica fuerte y decidida se encuentra con un gilipollas y, a pesar de las señales, se une a él en una aventura sin sentido, sin ritmo, sin dirección y sin vergüenza. Los añadidos de John Cusack (imagino que para su distribución internacional) son el horror, la peor pesadilla de montaje que he presenciado en años. Nada tiene sentido. El hilo narrativo es una madeja en manos de un gato ciego, la puesta en escena es un mal chiste, los actores deambulan por la pantalla y no se atisba rasgo alguno de inteligencia en esta producción. La chica, tras un pequeña reyerta, transita de liderar la pareja y defender al inútil, a correr detrás de él y esperar a que el pavo tome todo tipo de decisiones sin sentido. Y para terminar ese final, abriendo la puerta... ¿a qué? ¿A una trilogía? ¿A una saga? ¿Pero estamos locos? ¡Dejad de hacer daño! Qué cosa más mala, la verdad, pero las risas viéndola no me las quita nadie.
- Money monster (2016) – Jodie Foster. A su manera, Hollywood nos ha dado un buen puñado de películas que nos hablan sobre la falta de límites del turbocapitalismo actual y como termina afectando a las vidas de ciudadanos anónimos que caen en sus redes. En esta producción, dirigida con buen pulso por Jodie Foster, un hombre secuestra en directo y amenaza con matar a un famoso gurú económico que lanza sus consejos y consignas liberales desde un plató de televisión. El planteamiento resulta de interés aunque, lamentablemente, la película termina decantándose por un convencional drama emocional sin apenas espacio final a la reflexión política.
- El vengador sin piedad (1958) – Henry King. Western menor que destila un machismo descorazonador pero que se salva por una puesta en escena vibrante y, a ratos, pesadillesca. Está estupendamente dirigida Henry King, uno de los grandes artesanos del viejo Hollywood. Curiosa.
- Un día más con vida (2018) – Raúl de la Fuente y Damian Nenow. Maravillosa. Absolutamente maravillosa. Basada en los escritos del periodista Kapuściński, narra sus días como corresponsal de guerra en la Angola que está a punto de dejar de ser portuguesa. La animación rotoscópica otorga a la película un aire de irrealidad visual que resulta de gran utilidad a una historia que termina encogiendo el corazón. Su intensidad es brutal y su visión es imprescindible. Gran película.
- Pickpocket (1959) – Robert Bresson. Tan austera formalmente como profunda narrativamente, estamos ante una obra de cine mayor: angustiosa, moralmente ambigua, desesperada y existencialista. Una excelente película que, mediante un montaje de imagen y sonido magistrales, nos cuenta el camino hacia el abismo, desde sus excitantes y temerosos primeros días hasta su inesperadamente ambiguo final, de un carterista que termina convirtiendo en arte su labor delictiva. Peliculón.
- Cristal oscuro (1982) – Jim Henson y Frank Oz. Años oyendo hablar de este mito del cine de animación de los 80. La que se supone que es la obra cumbre de dos genios como Henson y Oz. Y nada. A pesar de disfrutar y admirar la técnica, la puesta en escena, la imaginería visual y la música, la historia me dejó absolutamente frío y jamás conseguí conectar emocionalmente con una película que, tristemente, me aburrió y me decepcionó.
- El niño que pudo ser rey (2019) – Joe Cornish. Intento de revisión en clave de comedia gamberra del mito artúrico. Termina naufragando por agotamiento de ideas después de media hora por la reiteración de las propuestas y por un cansino acto final. Un pasatiempo para niños.
- La virgen de agosto (2019) – Jonás Trueba. La búsqueda continua de su lugar en el mundo de una treintañera madrileña que no encuentra nada con lo que realmente dotar de sentido a su vida. Como suele sucederme con Jonás Trueba, su cine me obliga a suspender durante hora y media mi juicio moral sobre sus personajes para empatizar con ellos por su humanidad y naturalidad. Trueba lo vuelve a hacer, insufla vida y reviste de verdad a unos personajes que deambulan por un Madrid veraniego sin terminar ni de encontrarse, ni de olvidarse ni de reiventarse. Cine en estado puro cuyo único defecto es esa artificiosa suspensión del tiempo narrativo que permite eludir los temas de calado social que también afectan a nuestras vidas. Se prioriza la exposición de un yo vulnerable y dubitativo que, desde su debilidad, termina convertido en un yo totalitario y omnímodo, capaz de absorber por completo nuestra atención y nuestra energía.
- Érase una vez... en Hollywood (2019) – Quentin Tarantino (cine). Gozada absoluta. El mejor Tarantino en años me hizo disfrutar enormemente con cada una de las set pieces con las que construye su película. Las mejores de ellas, para mí, la que protagoniza Brad Pitt en la granja de la secta, el falso metraje y el rodaje del western de serie B que rueda Leonardo Di Caprio, y ese final desbocado y delirante en el que un Pitt drogado se enfrenta con una lata a los tarados de Manson. Tarantino reincide en su idea del cine como artilugio mágico con el que reconstruir aquellos hechos del pasado que, si hubieran sucedido de manera diferente, habrían hecho al mundo (Malditos bastardos) y a la sociedad americana (Érase una vez... en Hollywood) distintos, mejores, más inocentes, menos oscuros. En el fondo, Tarantino ya siente que se ha hecho mayor y parece utilizar al cine como herramienta para sobrellevar la nostalgia y el paso del tiempo. Espléndida.
- Trumbo (2015) – Jay Roach. Clásico biopic americano para reivindicar la figura de uno de los mejores guionistas del viejo Hollywood. Como casi todos los biopics de este tipo peca de ensalzar en exceso la figura de Trumbo en su lucha contra los poderes conservadores de la América de los 50, minimizando el papel de otros que fueron igual o más importantes que él en esa batalla. Pero, en todo caso, más allá de las licencias y a su falta de interés por indagar en las oscuridades que se intuyen en sus personajes centrales, la película funciona por su ritmo ágil y la excelente interpretación de Bryan Cranston.
- Zombieland (2009) – Ruben Fleischer. Fresca y muy divertida vuelta de tuerca al apocalipsis zombie. Comedia desvergonzada y sin pretensiones que se entrega por completo al buen hacer de sus cuatro grandes actores protagonistas (que transmiten en todo momento un buen rollo que se traslada al espectador). El cameo de Bill Murray haciendo de sí mismo es impagable.
- El hombre de las figuras de cera (1924) – Paul Leni. Película representativa del cine fantástico alemán de los años 20. Se cuentan tres historias a través de la imaginación de un escritor que es contratado para que construya narraciones que sirvan de contexto a la exposición de las figuras de cera de Haroun al-Raschid, Iván el Terrible y Jack el Destripador en un museo de cera de una feria. Aunque irregular y excesivamente morosa en alguno de sus fragmentos, resulta muy interesante, destacando por encima de todo el último tramo, apenas 10 minutos, en el que se utilizan de manera ingeniosa algunos de los trucos y sobreimpresiones y que tanta fama dieron al expresionismo.
- La transacción (2017) – Kikol Grau. Interesante documental que utiliza de manera inteligente fragmentos de películas y programas de televisión para explorar la historia no contada (e incluso censurada) de la Transición. Critica el discurso oficial que se ha instaurado en nuestro país sobre esa época, data en la fecha de emisión del famoso documental de TVE sobre la Transición (que presentara Victoria Prego) la institucionalización de ese discurso oficial, y su visión resulta estimulante.
- Arizona (1939) – George Marshall. Extraño western, con un joven James Stewart en el papel principal, que se desmarca de los clichés del género, otorga fuerza a la acción política y social no violenta y tiene un final antológico (el real, no el añadido de mierda posterior impuesto por los productores) en el que son las mujeres del pueblo las que terminan por erigirse victoriosas. Una excelente muestra de una época del cine americano en la que a ciertos guionistas de la izquierda de Hollywood se les permitió soñar con contar las historias bajo su prisma ideológico. Pronto llegaría el Macartismo.
- El último magnate (1976) – Elia Kazan. Fallido acercamiento al viejo Hollywood desde el Hollywood desencantado y cínico de los años 70. Ni la historia de la labor del productor con las películas, ni su aburrida e insustancial historia de amor, ni los apuntes acerca de la corrupción sindical en el mundo del cine terminan por interesar a nadie. Tan aburrida como pretenciosa.
- Los jóvenes salvajes (1961) – John Frankenheimer. Los primeros 5 minutos de esta película siguen siendo hoy día una barbaridad, cine que impacta. Sin que suene una palabra, mediante un deslumbrante montaje de imágenes y sonidos tan creativo como desquiciado, se contextualiza el enfrentamiento social entre bandas de chavales de los guetos de Nueva York y se muestra el contexto social y físico depauperado en el que estos jóvenes violentos desarrollan sus vidas. Espectacular. La recomiendo vivamente.
- Z (1968) – Costa Gavras. La película con la que comenzó la leyenda internacional de Costa Gavras como cineasta comprometido, azote de dictaduras fascistas y del capitalismo corrupto. Está a la altura de su fama, transmite tensión y urgencia sociopolítica pero su visión, tantos años después de su estreno, también inocula al espectador una enorme melancolía y cierta desesperación política. Grande.
- La herencia del viento (1960) – Stanley Kramer. Una muestra de lo mejor del cine clásico americano. El juicio real que se celebró contra un profesor en 1925, en el estado de Tennesse, que fue detenido por explicar a sus alumnos la teoría de la evolución de Darwin, se convierte en el vehículo perfecto para defender una visión liberal y moderna del mundo, en el que la ciencia se discute pero no se prohíbe, frente al pensamiento trasnochado, rancio y reaccionario de los que pretenden seguir imponiendo su fe (y su poder) a los demás. Película honesta y necesaria.
- Una cuestión de género (2018) – Mimí Leder. Estupendo y muy instructivo biopic sobre la apasionante lucha por la igualdad legal de sexos de la que fuera jueza del Tribunal Supremo de EEUU, Ruth Bader Ginsburg. La directora, de manera inteligente, entiende que debe poner su trabajo al servicio de un guion que prioriza la descripción de los hechos y no pretende construir una dramatización impostada. Por esa razón acierta con la elección de una puesta en escena sencilla, clara y didáctica, mediante la que exige al espectador no limitarse a emocionarse con la historia personal de Bader, sino que debe reflexionar sobre la injusticia y la vergüenza que supuso la discriminación naturalizada (y legalizada) de la mujer durante siglos.
- 7 días de mayo (1964) – John Frankenheimer. Con esa fotografía en blanco y negro dura, plana, nerviosa y tensa que fue la firma de este excelente director durante la década de los 60, se nos cuentan los preparativos de un golpe de estado en los EEUU dirigido por un jefe militar de reputación intachable (interpretado, con la profesionalidad que le caracterizaba, por Burt Lancaster). Espléndida.
- La edad de oro (1930) – Luis Buñuel. Con la imprescindible guía del capítulo que le dedica Vicente Sánchez-Biosca en ese maravilloso libro de cine titulado Cine y vanguardias artísticas, me atreví con esta obra legendaria de Buñuel. Su lectura se convirtió en la caja de herramientas imprescindible para que la visión de esta película pudiese trascender la mera visión cinéfila militante. Así, con la tutela intelectual de Sánchez-Biosca, disfruté de una película apabullante y libérrima, que sorprende en cada fotograma.
- El nadador (1963) – Frank Perry. Basada en el relato de Cheever (que no he leído), lo que empieza siendo la ocurrencia imbécil de un pijo despreocupado (volver a su casa tras nadar por todas las piscinas de todos los vecinos de clase media alta con los que convive en su residencial-burbuja), termina convirtiéndose en una radiografía cruel y lúcida de un extracto social parasitario y decadente. De la mano de un fantástico Burt Lancaster nadamos y nadamos, cada vez con menos fuerza, sin ganas, intentando vampirizar la energía de los otros, esos que están casi tan jodidos como nosotros, casi dejándonos morir, como él, un guiñapo humano cuya máscara social en descomposición ya no puede ocultar por más tiempo su superficialidad y sus miedos.
- Sicario 2 (2018) – Stefano Sollima. Correcta continuación sin la fuerza que la dirección que Villenauve impregnara a la primera y sin la brillantez visual con la que dotara a aquella ese mago de la fotografía que es Roger Deakins. Sin estos dos genios, la película se convierte en una mera narración de frontera y narcotráfico. Se empieza a ver con interés pero los meandros en los que enfanga el guion hace que vaya perdiendo interés a medida que pasan los minutos.
- Spider.man: far frome home (2019) – Jon Watts. Secuela precipitada que no encaja con el momento emocional en el que la saga marveliana se encontraba tras la muerte de Tony Stark. De lo peor que vi este año.
- Ad-Astra (2019) – James Gray (cine). Tan brillante formalmente como fría y equivocada en su concepción. No termina de cuajar en la gran y profunda película que pretende desesperadamente ser. Un hierático Brad Pitt trata de encontrar a su padre, al que creía fallecido hacía décadas, en este solitario viaje espacial al que asistimos en permanente estado de somnolencia mientras escuchamos los monólogos pretenciosos de su voz en off, con los que se intentan explorar las difíciles relaciones padre-hijo. Los momentos de pretendida tensión (el momento mono) provocan vergüenza ajena, parecen añadidos de otra producción. De todas maneras, se agradece el intento de ofrecer algo distinto.
- La última lección (2018) – Sebastiasn Mernier. Película realmente inquietante. Un profesor interino llega a una escuela francesa para sustituir a un profesor que se ha suicidado tirándose por la ventana mientras sus alumnos realizaban un examen. El nuevo profesor se convierte en tutor de un grupo de alumnos tan brillantes como inadaptados socialmente. Forman un grupo homogéneo, con indicios de formar una especie de secta, que se enfrentan una y otra vez a la autoridad de su cada vez más desconcertado y desquiciado nuevo profesor. A medida que la película avanza resulta más perturbador el comportamiento de unos chicos que parecen creer en la cercanía del fin del mundo. Su extraño final es digno cierre de una apuesta arriesgada que me dejó un un buen regusto.
- La sal de la tierra (1954) – Herbert J. Biberman. Magnífica. Emocionante. Inolvidable. Película semidocumental sobre una huelga minera en el Nuevo México de los años 50. Es de lejos, junto a Las uvas de la ira (John Ford, 1939), lo mejor y más honesto que he visto nunca en el cine sobre la lucha por los derechos laborales. Resulta también impresionante (y casi sin fisuras, incluso visto hoy) el relato inicialmente secundario y finalmente definitivo (y definitorio) de empoderamiento femenino que plantea la trama. Transmite tanto dolor como verdad. Antídoto perfecto contra el cinismo. Imprescindible.
- Terminator: Dark Fate (2019) – Tim Miller (cine). No salí descontento cuando la vi en la sala de cine. Me gustó el regreso al espíritu de Terminator 2, volver a encontrarme con Sarah Connor e incluso el humor (en el límite de la vergüenza ajena) con el que se enfrentaba Arnold Schwarzenegger a la enésima revisión de su icónico papel. Pero, a medida que ha pasado el tiempo desde su estreno, ha perdido fuerza en mi memoria. Creo que puse más yo como espectador, con mis ganas y con mi nostalgia de regresar al universo de Terminator de la mano de Cameron, que lo que realmente me ofreció la película. En todo caso, me parece una secuela digna Al mismo tiempo nos recuerda lo difícil que es volver a emocionarte con historias que estiran aquello que en el pasado te emocionó.
- El tren (1964) – John Frankenheimer. Espectacular. Adoro el estilo visual, la complejidad de las tramas y la fuerza de las imágenes del cine de Frankenheimer. Especialmente lo que rodó en los años 60. Dura, fría, tensa y radical historia, enmarcada en la Segunda Guerra Mundial, en la que la resistencia francesa no duda en matar a sangre fría a nazis y a sus colaboradores para evitar que se lleven importantes pinturas francesas a Alemania. Burt Lancaster está soberbio.
- Parásitos (2019) – Bong Joon-hoo (cine), Brillante alegoría sobre la desigualdad social. La película, que comienza con un cierto tono despreocupado de comedia, nos cuenta como una familia de pillos se va introduciendo en el servicio de una mansión familiar de unos pijos buenistas, que tratan de aparentar que no desprecian a esos pobres con los que, lamentablemente, deben convivir. Lentamente, de manera orgánica, la película se va oscureciendo hasta desembocar en una pesadillesca y cruenta metáfora final sobre la lucha de clases. Cine inteligente que utiliza la ficción para reflexionar sobre la imposibilidad de asimilación social de la enorme distancia que existe en las sociedades modernas entre las vidas disparatadas, ociosas y decadentes de lo más ricos y la miseria de los mas pobres (cuando además, estos viven expuestos al bombardeo continuo de imágenes que les recuerdan lo que no tienen y jamás podrán alcanzar). La secuencia de la fiesta en la casa y la de la carrera posterior bajo la lluvia, cuando la familia de pobres corre desesperada hasta su verdadero hogar, son brutales. Obra maestra.
- Booksmart (2019) – Olivia Wilde. Fantástica película cuyo único problema es que termine pasando desapercibida cuando es una pequeña joya. Destila una enorme humanidad y mucha verdad este retrato de una de esas amistades, tan intensas y excluyentes, que se construyen en la adolescencia. Unas amistades que, aun siendo útiles para empezar a configurar el yo social y defenderse de los otros, también pueden terminar convirtiéndose en una jaula emocional de la que finalmente hay que escapar para poder seguir creciendo. Estupenda.
- Light of my Life (2019) – Casey Affleck. Distopía minimalista. En un futuro posapocalíptico, tras un una extraña enfermedad que prácticamente ha dejado sin mujeres el planeta, un padre recorre el país junto a su hija preadolescente tratando de encontrar un lugar donde vivir en el que pueda protegerla y procurar que crezca en paz. Una reflexión interesante sobre la imposibilidad de construir burbujas familiares de protección para los hijos y sobre la necesidad de estos de aprender a enfrentarse al mundo con las herramientas intelectuales y emocionales suficientes para ello. Emotiva. Bonita.
- Krull (1983) – Peter Yates. Fantasía kitsch, un simpático pastiche que intentaba sumarse a la ola del cine de evasión infantil de la época y que consiguió mantenerme atento a su historia con una sonrisa en la boca. El diseño de producción y los efectos especiales son, en muchos momentos, realmente imaginativos (aunque en otras ocasiones el nivel de chapuza técnica es alto), y la trama de malos muy malos y buenos muy buenos se sostiene, como suele pasar en estos casos, gracias a unos personajes secundarios que aportan el alivio cómico que la película necesita. Además, la música que firma mi añorado James Horner es una maravilla. Qué puedo decir, me pilló en un buen día y me lo pasé muy bien con ella.
- El irlandés (2019) – Martin Scorsese. Brillante cierre a una forma de entender el cine de gansters del director que mejor supo mostrarlos en pantalla. Testamento fílmico de un Scorsese que vuelve a retratar a la mafia italo-americana para explicar el ascenso y la muerte de Hoffa. La película es un notable ejercicio de estilo melancólico y autorreflexivo que demuestra la sabiduría cinematográfica de uno de los mejores directores norteamericanos de todos los tiempos.
- Historia de un matrimonio (2019) – Noah Baumbauch. Es una gran película. Aunque parece sostenerse tan solo por las soberbias interpretaciones de Scarlett Johansson y Adam Driver, la mano de un director tan talentoso para el detalle y para el análisis de las relaciones humanas como es Baumbauch es más que evidente, y es lo que eleva a la película a algo más allá del clásico melodrama. La secuencia del enfrentamiento en la casa que alquila el personaje que interpreta Driver deja al espectador sin respiración. Seguramente es la secuencia del año. Pero no puedo dejar de ponerle la objeción habitual: estamos ante un cine de pijos, que trata sobre el drama de dos pijos con la vida resuelta, mucho ego y una enorme necesidad narcisista de ser admirados y deseados. Y el enfrentamiento entre ellos se nos muestra con enorme delicadeza y compasión. Con esa "clase y dignidad" con la que los pijos siempre pretenden mostrarse al mundo. La otra cara de la moneda de esta película sería aquella comedia negrísima dirigida por Danny de Vito en 1989 (La guerra de los Rose) que, en clave de humor exagerado, mostraba la fiereza, la brutalidad y la enorme crueldad que pueden aparecer en una separación matrimonial. Incluso entre dos pijos.
- Chicago Boys (2015) – Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano. Excelente documental que narra como se conformó el grupo de economistas chilenos que, bajo el paraguas de la universidad de Chicago (en la que se formaron de jóvenes y en la que crearon importantes lazos de amistad), influyó decisivamente en las decisiones económicas del régimen dictatorial de Pinochet. Estremece la naturalidad y la prepotencia con la que esta gentuza presume de lo que hicieron, eluden la responsabilidad por lo que sucedió y, a poco que se les deja hablar, terminan declarándose orgullosos de todo lo que pasó. Esclarecedor y doloroso.
- El buen maestro (2017) – Oliver Ayache-Vidal. Un profesor de un instituto público pijo de París termina viéndose abocado a dar clases durante un año en un centro público de los suburbios de la ciudad. Película que se enmarca en esa tradición del cine francés que trata de analizar el contexto social y económico en el que se desarrolla la labor de la Escuela, sin perder de vista las relaciones personales entre alumnos y profesores. No llega a la altura de La clase (Laurent Cantet, 2008) y opta más por lo puerilmente emocional que por la crítica social. Pero en todo caso, resulta digna.
- El último boy scout (1991) – Tony Scott. Me parece increíble no haberla visto nunca. Uno de los mejores ejemplos del cine de acción que tanto éxito tuviera durante los 80 y primeros 90. Buddy movie de manual en la que se nota la mano en el guion de ese genio de los diálogos que es Shane Black. Hipermasculinizada, divertida, provocadora e inverosímil, supone un divertimento culpable muy de otra época.
- The Rise of Skywalker (2019) – J.J. Abrams (cine). Y llegó un nuevo final. Como en 1983 (que para mí fue a finales de los 80). Como en 2005. Como en 2019. Tristemente, un nuevo final de Star Wars llegaba a mi vida. Con todos sus errores de guion, a pesar de su ritmo narrativo excesivamente acelerado y más allá de la sobreinformación discursiva, disfruté como un niño del final de la saga de los Skywalker. Porque si hay algo en lo que J.J. Abrams siempre ha demostrado una gran pericia es en dotar de humanidad y frescura a las relaciones emocionales entre sus personajes. Y ese el alma de Star Wars: sus personajes. Disfruto de la camaradería de Poe y Finn, sonrío con melancolía cuando vuelvo a ver a Lando, la nostalgia me invade cuando soy testigo de las últimas conversaciones entre C-3PO y R2-D2, sufro junto a Chewbacca la muerte de Leia, empatizo con las dudas de Rey y aparece una lágrima en mi mejilla cuando Kylo convoca al recuerdo de su padre, Han Solo para poder pedirle perdón, para decirle que se equivocó y, justo antes de que le vaya a decir que lo quiere, Han sonríe a su hijo con ese gesto suyo tan característico, le interrumpe, y le dice: "I know". Pelos como escarpias. El viaje ha sido largo, acaban de cumplirse 30 años desde que Star Wars entrara en mi vida y sigo sintiéndome un privilegiado por poder emocionarme con esta simple pero maravillosa leyenda. Que el viaje no acabe nunca.