Hace dos semanas se cumplieron 20 años desde que llegara a Tenerife para
terminar allí mis estudios de Física. Desde que con 16 años decidiera que esos
serían mis estudios universitarios, mi objetivo, que se convirtió en obsesión
vital, fue realizar la especialidad de Astrofísica. Y todos los que pensábamos
igual sabíamos que ningún lugar mejor para estudiar esa especialidad que aquella
isla canaria, allí donde mayor concentración de talento universitario se
dedicaba a esta hermosa rama del conocimiento. Aquella decisión de abandonar Sevilla (finalmente para siempre) con 22 años,
marcó mi vida. Por entonces, tenía una especie de diario, un cuaderno de pastas
azules en el que aquel día anoté "Estoy aquí. No hay palabras". Tan solo cinco palabras
para expresar que realmente no podía decir nada. Recuerdo mi emoción, mis
nervios, la tensión y la excitación.
Viajaba a la isla con una mano delante y otra detrás. Enredado en una
diatriba sin solución con mi padre, solo contaba con una pequeña ayuda mensual
de mi madre para pagar una habitación. Compartí piso aquel primer año con dos
de mis mejores amigos. Los tres veníamos de Sevilla. Cada uno con sus sueños y con
sus aspiraciones. No creo que Dani y Juanma (tan diferentes entre ellos y tan diferentes a mí) llegasen a comprender nunca lo mucho (muchísimo) que les debo, lo mucho (muchísimo) que me ayudaron para que no perdiera nunca del todo el norte y pudiera acabar mi carrera universitaria. El azar hizo que justo en la misma calle de aquel piso infame que
alquilamos una cafetería necesitara un camarero para trabajar unas horas cada día por
la tarde-noche. El Tutti-Frutti fue mi segunda casa durante el tiempo que viví en La
Laguna. Mis recuerdos de aquella cafetería siguen manteniendo una enorme
intensidad. Tal vez porque allí, sirviendo mesas durante aquellas interminables
horas, compartiendo trabajo con gente absolutamente ajena a mi burbuja social,
entendí, viendo a mis compañeros veteranos, lo que puede terminar significando
alquilar tu vida por un salario apenas digno. Las consecuencias de un trabajo extenuante.
Al final, fueron casi tres años maravillosos. También fueron duros, no me engaña la
nostalgia. Durante los primeros cinco meses tuve que compaginar la universidad
por la mañana con el trabajo de camarero cada tarde. Recuerdo cómo llegaba destrozado a casa cada noche, ya de madrugada. Después, ahorrando, viviendo siempre en el alambre económico (tener 20.000 pesetas como colchón en la cuenta bancaria me parecía, por entonces, lo más natural del mundo),
conseguí tener que trabajar allí, en el Tutti-Frutti, tan solo los fines de semana y, de manera
intensiva, con horario laboral completo, los dos meses de los siguientes veranos. Hay un detalle que ilustra
claramente el ritmo de mi vida por aquel entonces: perdí 10 kilos desde
septiembre de 1999 a septiembre de 2000. Y no comía menos (aunque sí peor, claro). Daba igual. Nunca como entonces me
sentí tan realizado conmigo mismo. Vivía en una nube de excitación permanente. Liberado del yugo familiar que me había asfixiado durante tanto tiempo me había hecho responsable, por fin, de mi propia vida. De golpe, dejé atrás la adultescencia para
siempre y nunca podría ya regresar a su tan confortable como tóxica protección.
Se cumplen 20 años de todo aquello y parece que fue ayer. Terminé
compaginando los estudios con la cafetería y con la coordinación de un ciclo de
"Cine y Ciencia" en el Museo de la Ciencia y el Cosmos de La Laguna. Durante
meses, cada domingo, proyectamos algunas de las mejores películas de ciencia
ficción de todos los tiempos y, tras su visionado, yo "moderaba" un
debate con el público enfocado, en
principio, a los temas científicos que aparecían en el film. Un
"niñato" (ya de 23 años) que disfrutaba sobre todo cuando llevaba la
discusión y la polémica al terreno puramente cinematográfico. Todavía guardo el folio-guion, escrito a mano, que usé para el debate posterior a la proyección de mi adorada Blade Runner. A todo aquello
había que añadir una agitada (para los parámetros en los que yo siempre me he movido) vida
personal y social. Cuánta energía tenía por entonces. Y cuántas dudas, cuánta indecisión, qué
pocas certidumbres vitales sobre aquel presente y el futuro que, como un abismo, se abría ante mí. Recuerdos.
Y aprendizaje vital: justo al acabar aquellas sesiones de cine tenía que
salir corriendo hacia la cafetería, con el traje de camarero en la mochila,
para trabajar, muchas veces, sirviendo zumos, cafés y copas a los mismos que hacía apenas una
hora debatían bajo "mi coordinación" en el Museo.
Tras un primer curso repleto de experiencias, el segundo, el que terminó con lo del ciclo de cine, presentaba un
problema: me quedaban 17 asignaturas para licenciarme. Con esa absurda
impaciencia que la edad y las comparaciones con los otros provocan,
no supe medir. Me matriculé de las 17. Con dos narices. No pudo ser, claro. Solo pude aprobar 13. Estamos ya en
septiembre de 2001, cuando aquella comunidad de jóvenes estudiantes amigos que
habíamos compartido una y mil vivencias durante aquellos dos años comenzaba a
disolverse. Muchos partieron de la isla camino a nuevos desafíos mientras otros se quedaron pero ya no eran estudiantes de carrera, sino de doctorado A mí me
tocaba esperar unos meses más. Tampoco me importaba mucho, la verdad. Aquellos
meses hasta la convocatoria extraordinaria de diciembre me sirvieron para afianzar mi
incipiente, difícil y confusa relación con la que hoy es aún mi mujer. En aquella convocatoria
de diciembre de 2001 aprobé tres de las
asignaturas (tenía que pasar) pero se me quedó una colgada, Electromagnetismo.
Tocaba dejar Tenerife, no tenía sentido seguir allí. El nuevo plan era irme a
vivir a Madrid, donde comenzaría a vivir en marzo de 2002. Desde allí, mientras
Carol y yo ya nos ganábamos la vida dando clases particulares y la Filmoteca se
convertía en nuestro segundo hogar, entre la muerte de mi padre (4 de marzo) y la muerte de mi hermana Mercedes (17 de julio), volvería en mayo a Tenerife para aprobar esa última asignatura de mi accidentada carrera universitaria.
Es curioso. Entonces no me di cuenta. Pero en Tenerife, en La Laguna, en
aquella desangelada facultad a la que se llegaba tras cruzar aquel horroroso
puente sobre la autopista, encontré algunos de mis más importantes referentes
docentes. Por aquella época jamás me planteé la posibilidad de ser profesor de instituto. Ni supe prever lo mucho que podría disfrutar siéndolo. Yo venía de la Universidad de Sevilla. Había tenido algunos (pocos)
profesores excelentes de la vieja escuela y había sufrido a (muchos) otros
mediocres que pretendían emular a los primeros sin llegarles a las suelas de
los zapatos. En Tenerife me encontré con otro perfil docente. Junto a
profesores inútiles y delincuentes laborales (que también los hubo), encontré
una forma diferente de practicar la docencia: cercana, humana y afectuosa sin por
ello dejar de ser exigente. Pienso en algunos de mis profesores de entonces y
sonrío, con cariño y con admiración. No eran perfectos y eso los hacía más
grandes. Atesoraban un ingente conocimiento de lo que enseñaban y sabían transmitirlo
según su carácter: la brillantez expositiva de Ramón, la enorme humanidad de Basilio,
la entrega infinita de Inés. Hoy día, cuando ya estoy cerca de cumplir los tres
lustros de mi propia y difícil carrera docente, siguen siendo referentes de los
que intento no alejarme cuando enseño.
Se cumplen 20 años de todo aquello. El tiempo diluye la memoria, distorsiona
los recuerdos y tiende a atenuar el impacto de lo que sucedió. Pero cuando la tentación
del olvido o de subestimar todo aquello me asaltan siempre aparece, poderosa, la figura de Carol, ese vínculo indestructible que une mi pasado con mi presente y me recuerda lo que podría haberme perdido si aquel chaval de 22 años no se hubiera liado la manta a la cabeza para dejar Sevilla sin mirar atrás.
Pero esa es otra historia...
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