05 enero 2020

La araña

De todos aquellos juegos infantiles con los que disfrutamos tantas horas, uno de los que recuerdo con mayor cariño es "la araña". Jugábamos en la calle. En la reducida acera que rodeaba al bloque de pisos donde vivíamos, los niños corríamos perseguidos por uno de nosotros (la araña, claro). Solo se podía correr en un solo sentido. Cuando la araña te tocaba, quedabas eliminado y pasabas a formar parte de su red para cazar al resto. Te situaba en algún lugar del circuito, con brazos y piernas extendidos, y los jugadores que quedaban corriendo no podían tocarte porque si lo hacían quedaban también inmediatamente eliminados y pasaban a formar parte de esa red cada vez más difícil de evitar. Cuando en vacaciones regreso al que fuera mi hogar y miro la amplitud de esa acera solo puedo pensar en lo pequeños que teníamos que ser entonces para que el juego tuviera sentido.

Se aprovechaban los recovecos del edificio (puertas de locales, puertas de garaje, columnas...) para que la araña, en su acelerada persecución, te pasase y ya pudieses correr detrás de ella, a salvo durante un rato, antes de que el juego volviese a enloquecer. Al estilo de la mejor estrategia del parchís. Con cuidado de sus traicioneros parones, claro. Éramos niños y niñas de distintas edades, todos muy pequeños, vecinos del mismo edificio o de bloques cercanos. Aquello, por supuesto, no duró mucho, era un juego limitado a una cierta edad y tamaño físico. Se podría decir, incluso, que restringido a ese tipo de relaciones transversales que solo la primera niñez socializada permite. Pero cómo molaba, qué de risas nos echábamos, cómo competíamos, vaya forma aquella de correr y correr... Y qué sonrisa aparece en mi cara mientras lo recuerdo.


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