17 noviembre 2024

A pie de aula 2: la necesidad de los deberes en la ESO y en el Bachillerato

De manera recurrente, con argumentos falaces y medias verdades, reaparece en el #ClaustroVirtual el hipócrita debate en torno a la necesidad o no de los deberes en la formación académica de nuestros alumnos. Existe una ingente literatura académica sobre el asunto en la que cada uno suele encontrar y difundir solo aquello que le conviene para sostener su punto de vista, escondiendo de manera capciosa lo que contradice a la generalización con la que pretende convencer a la sociedad.
 
Como siempre, intento participar en este debate con honestidad y partiendo de una premisa muy concreta: la realidad de la organización de nuestro sistema educativo. Y por especificar aún más, hablo desde la Comunidad Autónoma de Madrid, con ratios hasta hace un par de años de 30-33 alumnos en la ESO (algo que, poco a poco, la demografía está permitiendo bajar. Estamos ya a 25-28 hasta 3º ESO) y 35-38 en el Bachillerato.
 
Partiendo de esta realidad, esta son mis 10 reflexiones urgentes sobre el artificioso debate de los deberes:
 
1. Nunca discutas sobre la necesidad de los deberes en el aprendizaje de los alumnos sin aclarar antes el nivel educativo sobre el que se está discutiendo. Muchas controversias acaban cuando eso se aclara. Nada tiene que ver considerar los deberes innecesarios en los primeros cursos de Primaria con sí considerarlos necesarios en la ESO y el Bachillerato.
 
2. Creo sinceramente en la necesidad de que los alumnos realicen deberes en sus casas con los que reforzar su aprendizaje en la ESO y el Bachillerato. No entro a valorar lo que debería suceder en Primaria. No soy especialista. Intuyo que en los últimos cursos de esa etapa también serían necesarios.
 
3. Nunca se deben calificar los deberes por estar bien o mal hechos. NUNCA. Solo se debe valorar que el alumno intente hacerlos. Este punto es clave. Sin esa equivocada amenaza de la calificación, los deberes son la mejor manera de fomentar el trabajo autónomo del alumno para que sea capaz de detectar fallas en su aprendizaje. Por ello, si el profesor no se gana la confianza de sus alumnos para que entiendan que la valoración positiva de ese trabajo se consigue solo con haberlo intentado, habrá fracasado a la hora de conseguir dar un valor pedagógico a ese trabajo autónomo del alumno. Esto es muy importante.
 
4. Evidentemente, el valorar solo el intento de realizar los deberes propuestos abre la puerta a la picaresca. En mi materia, FyQ, permite que solo realizando un planteamiento de datos de un problema el alumno explique, compungido (sea verdad o no), que no sabía cómo seguir. En este caso, la experiencia del docente es clave: debe conocer a sus alumnos y gestionar esa picaresca con diferentes estrategias pero, en todo caso, el intento del alumno debe ser considerado siempre positivo, también en estos casos dudosos, y ese alumno debe intervenir en la posterior corrección de los deberes para ayudarlo con sus problemas de aprendizaje.
 
5. Cada alumno tiene su contexto sociofamiliar. Por ello, no solo se ha de valorar que los deberes se hayan hecho sino que hay que confrontar a los alumnos que parecen hacerlos bien con la resolución planteada para ver si la entienden. Deben darse cuenta lo antes posible de la inutilidad de hacerlos con ayuda y sin comprender apenas nada de lo realizado. Sin penalizaciones La idea es clara: el alumno ha de entender que lo único que se valora es que intente hacer esos deberes porque le servirán para consolidar el aprendizaje construido. Y que no saber hacerlos significa que, en el aula, ese alumno y su profesor tienen que volver a repasar lo trabajado.
 
6. Es ridículo mandar deberes de forma rutinaria tras cada clase. Los deberes nunca deben ser excesivamente repetitivos ni entenderse como una dinámica de control del tiempo de los alumnos en sus casas. Eso sí, cuando toca hacerlos para reforzar el aprendizaje deben ser una obligación. "Machacarles" a deberes nunca es productivo. Renunciar a ellos en la ESO y en el Bachillerato es, en general, trabajar contra su formación.
 
7. Desconfía de los docentes que públicamente, y sin matices, se muestren contrarios a los deberes: nunca dejarán a sus hijos fracasar educativamente y son perfectamente conscientes de lo complicado que resulta acceder a estudios superiores sin construir hábitos de trabajo autónomo y sin acumular un conocimiento de base fruto del estudio.
 
8. Defender que el adolescente no debe tener deberes académicos porque por las tardes ha de disponer de tiempo libre para realizar otras actividades extraescolares es una forma perversa de clasismo social. Elude la realidad de miles de familias cuyos padres no pueden pagar esas actividades ni estar en casa con sus hijos por la tarde. Ese trabajo autónomo de los alumnos será la base de cualquier formación superior a la que puedan optar. Sin ese trabajo individual, sin esa construcción de un "yo, estudiante" (que supera obstáculos con la ayuda de su profesor), no existe posibilidad de un aprendizaje real.
 
9. Si alguien defiende que un alumno de 4º ESO puede aprender e interiorizar con la suficiente profundidad los conceptos de materias como FyQ (que son absolutamente necesarios para que muchos de esos alumnos puedan continuar su formación posterior) solo con 165 minutos semanales (de aula) durante un curso o no tiene ni puñetera idea de lo que habla o realmente no le importa absolutamente nada la igualdad de oportunidades educativas a la hora de que un alumno pueda o no optar a estudios superiores.
 
10. Si a pesar de explicarle a tu interlocutor todo esto, te cita a Alfie Kohn y su infumable y clasista ensayo El mito de los deberes, corre. Si te habla de Ken Robinson y de cómo la Escuela destruye la creatividad de SU hijo, huye. Eso sí, analiza la diferencia entre lo que dice y lo que hace a la hora de organizar la formación académica de sus hijos.
 
Publicado originalmente en X/Twitter el 21 de octubre de 2021

16 noviembre 2024

A pie de aula 1: talleres emocionales


Inauguro una nueva sección en blog, con la etiqueta #APieDeAula, en la que recopilaré, en formato post, hilos que he ido publicando durante estos últimos años en X/Twitter. A ver qué tal le sienta el cambio a lo escrito. 
 

Estoy cada vez más convencido de que muchos de esos talleres educativos enfocados a la gestión de las emociones y destinados a alumnos de 1º ESO y 2º ESO tienen una serie de efectos secundarios realmente negativos que no se suelen contemplar y que es necesario señalar:

1. Exacerbación de un yo emocionalmente totalitario: el derecho a ser respetado deriva en una exigencia que impide cualquier crítica que pueda dañar la autoestima.

2. Exaltación de lo sentimental como motor vital: nada importa si te sientes mal. Has de ser cuidado. En tus términos, con tus condiciones. Sin dejar apenas espacio a una ayuda sincera si no refuerza tus planteamientos.

3. Se proponen temas que pueden ser extremadamente sensibles para algunos alumnos sin contención alguna, sin medir el tiempo real que se tiene para una metabolización adecuada del drama que la dinámica programada puede hacer aparecer en el aula.

4. ¿Tenemos derecho a romper y quebrar emocionalmente de manera pública a adolescentes de 12 y 13 años para que expresen sin cortapisas lo que sienten delante de un grupo de compañeros que, en su gran mayoría, no son sus amigos y después podrán usar esa información en su contra?

5. Al no conocer al alumnado, los profesionales al cargo de estos talleres intentan tratar a todos por igual (algo, en principio, loable). Como tutor con conocimiento de quiénes son mis alumnos, he asistido a brutales errores en las interacciones de los que dirigen estos talleres con los chicos por desconocimiento de las mochilas con las que estos ya cargan.

6. ¿Mejoran las relaciones sociales del grupo tras estos talleres? Alguien me decía que igual, sin ellos, todavía estarían peor. Puede ser. No deja de ser una creencia indemostrable, pero lo cierto es que nunca vi mejorar el clima de un aula tras la impartición de estos talleres.

7. Casi siempre me encontré a buenas personas al cargo de estos talleres, preocupados por los chicos, pero... ¿dónde está el éxito en dejar llorando a la mitad de un grupo después de una dinámica descontrolada si al tocar la sirena los dejas atrás porque debes irte a otra aula?

8. Sin maldad, pero, ¿en qué medida estos talleres para gestionar emociones terminan siendo más trascendentes en términos de ego para los que los imparten (que se alimentan de la energía y la franqueza de unos chavales todavía no maleados) que para aquellos a los que van dirigidos?

9. A los alumnos se les induce a una reflexión sobre sí mismos (que debería ser profunda y para la que muchos no están preparados) en unas pocas sesiones que muchas veces terminan con cuestionarios de valoración: sí, el capitalismo y la precariedad laboral sobrevuelan siempre todo.

10. Nunca vi tener en cuenta en estos talleres el postureo adolescente: a estas alturas de su vida, muchos alumnos saben perfectamente lo que tienen que decir públicamente en un aula para agradar a esa persona que les quita una clase. O para provocarla.

P. D. 1: He escrito mucho sobre cuestiones educativas desde la certeza de que lo que pienso es la mejor opción (¿alguien lo hace de otra manera?). En este caso, no lo tengo tan claro. ¿Y si, aunque yo no lo vea así, estos talleres sí ayudan a los alumnos a conocerse mejor? No sé...

P. D. 2: ¿Por qué no se ofrecen también talleres educativos en los que, en lugar de alimentar el esencialismo emocional de los adolescentes, se les exija autocrítica sobre sus acciones y se les ayude a responsabilizarse de lo que hacen (y no solo se les permita justificar cómo se sienten)?

P. D. 3: Si eres docente y vienes a criticar este post en términos ofensivos, una reflexión final: tienes que ser realmente bueno en el cuidado y en la atención de tus alumnos para venir a darme lecciones sobre ello. Porque sé el tiempo que les dedico y cómo me preocupo por ellos.

Publicado originalmente en X/Twitter el 6 de mayo de 2022

29 diciembre 2023

Perdido en su laberinto

Te perdiste en el laberinto. Un laberinto que fuiste construyendo de manera sistemática, sin descanso, cerveza a cerveza, vino a vino, copa a copa, convertido en los inicios casi en un trabajo paralelo hasta transformarse finalmente en una vida paralela a la que terminaste exiliándote cuando la vida real se hizo demasiado exigente, demasiado prosaica y gris para tu gusto.

En la veintena, una vez liberado del yugo familiar, tuviste tu explosión social, brillando como pocos. Libre, el más libre, emulando a tus venerados malditos literarios y cinematográficos. En la treintena, tu luz se fue apagando sin que te dieses cuenta apenas de ello, enfrascado como estabas en tu odisea diaria, informativa, literaria y cinematográfica, que no generaba ninguna producción propia pero que te permitía elevarte sobre tus amigos y familiares, levitar sobre sus anhelos y frustraciones vulgares, juzgarlos desde la atalaya de tu soberbia; tú, que habías sido casi el único de los hermanos dispuesto siempre a escuchar y respetar al de al lado. Te fuiste exiliando voluntariamente de la realidad, alejándote de todos o de casi todos hasta que la realidad, ya en la cuarentena, con la crisis, llegó para darte la hostia y despertarte de tus ensoñaciones.

Sin trabajo, sin dinero, apenas con un ápice de dignidad, pediste asilo en la casa de mamá... Maldita la hora, tío, la que liaste, cómo lo emponzoñaste todo mientras te adentrabas ensimismado en la oscuridad final de tu laberinto, en su tramo más cruel y miserable. Cómo jodiste tu vida, Juanma. La tuya y la de todos nosotros, la de tu familia, que a pesar de los desplantes, a pesar de chocar una y otra vez contra el muro de tu soberbia y de tu alcoholismo, lo intentó siempre, de todas las maneras posibles. Fracasando sistemáticamente. Fracasando de todas las maneras posibles. Cuando pienso en lo mucho que nos hemos perdido de risas, conversaciones y encuentros familiares en la última década debido a la sombra oscura que desde tu laberinto proyectabas sobre todos nosotros solo me entran ganas de llorar. 

En 2021 llegó tu Korsakoff. Es incluso retorcido, si lo piensas, que la enfermedad mental que tu alcoholismo te provocó fuera precisamente la que te permitió olvidar todo lo que había sucedido en esta última década en la que te habías hundido en la miseria moral. Ahora solo recordabas (o reconstruías ficciones fiables de él) tu pasado previo, de cuando no eras esa peor versión de ti mismo en la que te convertiste. A veces, pensar en esto me reconforta algo. Aunque mientras tú recordabas solo retazos de la mejor parte de tu vida nosotros vivíamos inmersos en el cenagal creado por tu vida real. 

Llegó el tiempo de las residencias y de los esfuerzos de unos hermanos que, exhaustos, intentamos que la gestión de tus cuidados no terminase de romper los débiles lazos que aún nos mantenían unidos. 

Pero no era suficiente, no, faltaba la traca final, faltaba el aderezo especial de los Almeidas: este verano, de repente, empezaste a no poder tragar. Nos llamaron. Te llevamos al hospital. Fue todo muy rápido. En un mes teníamos diagnóstico y próximo desenlace: un nuevo cáncer aparecía en la familia. No había solución posible. Los médicos ni siquiera trataron de endulzar un poco la realidad con algún intento de quimioterapia. Al parecer, ya ni nos merecemos la ilusión de una posible curación. Solo faltaba esperar el final. Meses, nos dijeron. Acertaron.

Te has muerto, Juanma. El 25 de diciembre, con 52 años, a casi un mes de cumplir los 53. De nuevo el #PutoCáncer. El tercer hermano que nos arrebata. Primero fue Mercedes, con 34 años. Después Mari, con 39 años. Ahora tú, con 52 años. Ya solo quedamos seis.

No te puedo engañar. No puedo olvidar esta última década, lo que hiciste sufrir a mamá con tu incapacidad para aceptar ninguna ayuda ante tu problema, ni la rabia y la frustración que me produjo verte caer tan bajo. Pero hace un par de meses, casi sin darme cuenta, no solo empecé a aceptar que te ibas a morir sino que también empecé a obligarme a recordar más allá del tiempo del apocalipsis, a recordarnos cuando éramos jóvenes, cuando ejercíamos de niñatos y nos creíamos inmortales. Empecé tímidamente a revolver en mi memoria, empecé a recuperar recuerdos, muchos de ellos silenciados y escondidos durante estos últimos años de continuos enfrentamientos. Y lentamente voy encontrándome de nuevo contigo, no con aquel en el que te convertiste sino con ese otro, mucho más joven, al que tanto quise.

He vuelto a verte como fuiste: un tipo sensible, introvertido, que prefería observar al mundo a interactuar con él. Capaz de empatizar con todos y darles a cada uno de los que te rodeaban su espacio siempre que nadie te exigiese por ello demasiada cercanía emocional. Parecías siempre inmerso en una exasperada (y exasperante) búsqueda de independencia que, finalmente, fue el caldo de cultivo perfecto para dar salida a tu terrible soberbia final. Redescubro a ese hermano, seis años mayor que yo, que en algún momento consideré uno de mis mejores amigos y vuelvo a agradecer haberte tenido en mi vida.

Jamás podría explicar la construcción de mi yo adulto sin ti, sin tu presencia, tu influencia, tus conversaciones y tu guía. He pensado mucho en ello últimamente, cada vez que me quedaba solo, o justo antes de dormir, o cuando terminaba de hablar con alguno de los hermanos y la angustia colonizaba mi cabeza. Rememoro conversaciones, momentos, situaciones, risas, anécdotas que vivimos juntos, siempre con alcohol mediante, qué remedio, pero me sigue pareciendo un milagro lo que me regalaste: apenas con 18 años, absolutamente asfixiado con la vida familiar y completamente hambriento de una cultura a la que no lograba acceder, tú decidiste tratarme como el protoadulto que yo quería ser, sin la habitual prepotencia de los hermanos mayores, y alimentaste paciente y cariñosamente mis ansias de literatura, cine, política, filosofía...

Eso sí, aunque por entonces no solo no me importara sino que de manera imbécil pensara que era un acierto, siempre estableciste un muro entre nosotros y jamás permitiste que lo privado y la exposición de nuestros sentimientos formaran parte de nuestra vida en común. Sin darnos cuenta entonces, ahí empezamos a abonar nuestra ruptura personal, una ruptura que llegó varios años antes de tu caída a los infiernos, cuando dejé de creerme y aguantar ese pastiche infumable en el que se había convertido nuestra relación, que apenas duró realmente unos quince años.

Da igual, pienso en mis gustos cinematográficos, literarios o en mi atención desmesurada a los medios de comunicación y, lo quiera o no, resuenas con extraordinaria fuerza en cada una de mis obsesiones. Al final, soy quien soy por haber un día caminado detrás de ti, por haber caminado más tarde a tu lado y, finalmente, por haber decidido dejarte solo en tu camino.

Romper contigo fue una liberación. Qué pena. También una manera de reintegrarme en un mundo real que está habitado por personas que merecen nuestro cariño y comprensión, independientemente del respeto intelectual que nos merezcan cuando los miramos desde la prepotencia cultural. Es curioso. Eso, en el fondo, también lo aprendí de ti, de cómo te comportabas con los demás hace ya tantos años, cuando el que ejercía de prepotente era yo y tú atemperabas mi ímpetu juvenil. A ti se te olvidó. O el alcohol te lo arrebató.

Un abrazo, Juanma.

23 agosto 2023

A veces me echo de menos

Este blog me ha servido durante casi 20 años como bitácora personal; un espacio donde plasmar ideas, reflexiones y emociones que he querido fijar en diferentes posts que me han servido para entenderme mejor y tratar de explicarme para aquellos que me leen. Sigo con ello.
 
Me voy haciendo mayor, casi sin darme cuenta, mientras a mi alrededor hay personas y prioridades que parecen las mismas de ayer pero cuya importancia, lentamente, ha cambiado sin que pueda hacer ya nada por remediarlo.
 
Hace unos meses, tomando una copa mientras recordábamos a uno de los dos amigos que he perdido este año repentina y trágicamente, un buen amigo me preguntaba:"¿qué le dirías al joven que fuiste?". Contesté sin dudarlo, casi como si hubiese esperado desde hacía mucho tiempo esa pregunta: "bájate un poco, Pepe". La traducción era evidente: "relájate un poco, chaval, al final termina siendo tan ridículo como innecesario caminar por la vida con excesiva soberbia intelectual, y tampoco merece la pena juzgar a los demás con tus estrictos parámetros de exigencia moral".
 
Pero a veces, una transformación personal, aunque pueda significar convertirse en mejor persona (o aspirar a serlo) con los más cercanos, conlleva alguna consecuencia indeseada. Al principio, hace unos pocos años, lo empecé a intuir sin querer aceptarlo pero al final tengo que asumir una realidad que para mí, por mi trayectoria vital, tiene cierta trascendencia: ya apenas disfruto conversando y discutiendo. He perdido completamente el placer por la esgrima dialéctica e intelectual. ¿Qué ha pasado con aquellas conversaciones que tanto amé? Hace más de15 años incluso les dediqué este post.
 
Desde que me recuerdo como adulto (aunque eso no significase, ni de lejos, que ya lo fuera) la conversación, la discusión pretendidamente inteligente, fue el principal motor de mis relaciones sociales. Es absurdo negar que aquella esgrima dialéctica que tanto disfruté estaba sustentada por toneladas de esa vanidad adanista que convierte al joven en un constructo social en ocasiones ridículo. La juventud, con sus ansias de impugnar el mundo heredado, es una fuerza de cambio social irrenunciable. Resulta imprescindible como ariete contra la naftalina de lo socialmente establecido. Pero también me parece incuestionable que, intelectualmente, solo puede sobrevivir gracias a su insólita capacidad de alimentarse de una visión del mundo narcisista, reduccionista, maniquea y egoísta que le permite no tener enfrentarse a sus propias contradicciones y limitaciones vitales mientras juzga sin mesura la vida de sus mayores. Lo hemos hecho todos.
 
Por otro lado, si quiero ser honesto con esto que escribo, no puedo dejar de mencionar el otro aspecto fundamental que sustentaba mi joven pasión por aquella conversación infinita, que era analógica, con los amigos y cercanos, cuando todavía las redes sociales no nos habían demostrado, con tanta dureza como ferocidad, la realidad de lo que somos como personas con ideas previas consolidadas y tampoco había leído nada sobre los sesgos cognitivos: en mi inocencia adultescente, creía sinceramente que existía la posibilidad de convencer de algo a los demás (y ser convencido por ellos) aportando datos, reflexiones y construyendo relatos sociopolíticos honestos. Aunque a veces, o casi siempre, terminase pecando de cierta agresividad retórica.
 
Miro hacia atrás en mi vida y no tengo duda alguna, fui extraordinariamente feliz con aquellas conversaciones infinitas, regadas siempre con alcohol, con amigos y algunos hermanos. Pocas cosas recuerdo con mayor placer que esas reuniones. Ni el cine, ni la literatura, ni cualquier otra afición podían, por entonces, superar a esa necesidad placentera que yo sentía de hablar sobre todo aquello que recién descubría y me apasionaba o me exasperaba intensamente: diseccionar, profundizar, analizar, construir, destruir y reconstruir a través de la palabra, mediante esa conversación que yo, tal vez cínicamente, preveía entonces que sería infinita aunque cambiaran las caras de aquellos con los que iba a mantenerla.
 
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada, para poner encima de la mesa ese dato social, político o económico que vendría a cambiarlo todo en relación a aquello que se debatía. Cuando realmente creía que aquellos balbuceos argumentales, pobremente construidos, que pasaban de ser abrazos amistosos a navajazos absurdos en un segundo, podían servir para convencer a alguien.
 
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada, para poner encima de la mesa esa película maldita, ese director de cine controvertido, esa novela que tanta emoción me había provocado o ese ensayo que había conseguido dar un vuelco a mis ideas previas. En cualquier contexto, con cualquier excusa. Con tantas risas como puñaladas, no solo intelectuales, también en ocasiones absurdamente personales. Y con alcohol, siempre con alcohol, para qué engañarnos. La conversación como verdadero motor emocional de tantas tardes y noches con amigos que se convertían en hermanos, y con hermanos a los que sentía como mis mejores amigos. Personas que significaban la gasolina intelectual y sentimental que yo necesitaba para ser feliz, para no estancarme, para seguir leyendo y viendo cine, actividades que, por entonces, jamás contemplé que podrían terminar convirtiéndose en los actos meramente íntimos que ya, prácticamente, son hoy. Las veía como el abono, cultural y político, que enriquecía las relaciones con los míos, con los de absoluta confianza.
 
Pronto me encontré con tipos que no lo veían igual que yo y que gozaban, por ejemplo, de su pasión por la literatura, casi como de un vicio privado se tratase. Una pasión que procuraban que no contaminase sus vidas privadas y sus relaciones personales, que se desarrollaban bajo otros códigos. Siempre me generaron cierta desconfianza personal. Tal vez porque yo realmente lo daba todo en aquellas conversaciones, sentía que me desnudaba mientras intuía cómo ellos siempre se guardaban un as en la manga. Ahora que a veces, cuando me miro al espejo, me veo reflejado en ellos, no me termino de gustar, pero tampoco puedo hacer ya mucho por cambiar lo que ya no se puede cambiar.
 
Reitero, no reniego de todo aquello, fui extraordinariamente feliz. Recuerdo el constante in crescendo, los primeros años de universidad en Sevilla, todavía sin todos los interlocutores adecuados, pero conociendo a alguno que todavía hoy se mantiene; después en Tenerife, con otros jóvenes que, como yo, andaban ansioso por epatar y conseguir que sus ideas se escuchasen en los foros adecuados. Y finalmente en Madrid, otra vez dentro de un grupo reducido, con amigos escogidos y cameos interesantes gracias a mi entrada en el mundo laboral docente de la enseñanza pública, tan horizontal en lo relacional como rico en diversidad intelectual.
 
La vanidad, por supuesto, fue siempre uno de los motores de mi pasión por la conversación pero nunca fue, ni de lejos, lo fundamental. ¿Quién habla o escribe para que nadie lo escuche o le lea?. El brillo social nunca fue objetivo principal de mi forma combativa, por momentos agresiva y molesta, de conversar, pero en cambio, y aunque hoy me parezca hasta ridículo, sí creía que existía la posibilidad de convencer a los que me escuchaban con mis argumentos y, sobre todo, con los datos... ¡Ay, la inconsciencia!
 
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada...
 
Hasta que, casi sin darme cuenta, el tiempo lo desgastó todo.
 
¿Cuándo, cómo y por qué desapareció en mi vida el placer por la discusión y la conversación?
 
No podría poner una fecha exacta a ese momento, pero mirando retrospectivamente sí podría reconocer ciertos hitos, momentos que, a la larga, resultaron claves en mi desencanto personal con el valor de la conversación como herramienta tanto de cierto activismo sociopolítico como de disfrute personal. Con el tiempo he llegado a la convicción de que, a partir de ciertos momentos vitales, da igual descubrir y poner de relieve realidades que tus cercanos parecen no conocer. Nunca es suficiente para cambiar las inercias personales y los sesgos que nos permiten sobrevivir(nos) social y familiarmente. La vida adulta mancha y la coherencia es complicada. Tal vez por eso nos inflamamos todavía criticando las incoherencias e hipocresías de los otros en los grandes temas o en algún asunto minúsculo; es el ruido que necesitamos para acallar a nuestras conciencias. 
 
Desde muy joven convertí en obsesión el análisis de los medios de comunicación, centrándome en la importancia que tenía conocer cuáles eran los intereses espurios de sus dueños y cómo ello determinaba la agenda mediática que diariamente nos imponían. Ver cómo lo que yo pensaba que eran datos indiscutibles jamás interesaban a los adversarios ideológicos fue algo casi comprensible, pero asumir que a los aliados, a los amigos más cercanos que ideológicamente debían estar en coordenadas parecidas a las mías, tampoco les importaba demasiado, más allá de ciertos espasmos pasajeros de indignación posturera, terminó siendo demoledor. ¿Qué sentido tenía seguir discutiendo una y otra vez sobre posibilidades de cambio político, social y económico con personas incapaces de desplazar el dial de su radio, incapaces de comprar y leer otro periódico que no fuese el que creían que se ajustaba mejor a su ideología o ver el telediario en otra televisión que no fuese en la que siempre lo habían visto? Admito la derrota de mi pobre influencia en nadie. Pero dejadme sonreír tras constatar, una y otra vez, como aquellos amigos que trataban de pasar como analistas objetivos de la realidad eran marionetas, informativamente hablando, en manos de medios diferentes de un mismo grupo empresarial y terminaban repitiendo las soflamas que escuchaban de sus periodistas de cabecera. 
 
Lo de la izquierda sociológica de este país y su sumisión a aquella PRISA de Polanco da para relato de terror. Lo de la derecha sociológica de este país y su adhesión a aquella COPE de Losantos y a El Mundo de Pedro J. (post 11M) da para película de horror.
 
Me fui dando cuenta de que algunos de los ejes conversacionales que habían sido tan estimulantes durante años habían terminado convertidos en un recurso ajado en el que incidía continuamente. Lo que una vez me había parecido importante, casi trascendente, ya solo me sonaba a letanía. Me estaba empezando a aburrir a mí mismo. Tanto como creía ver que empezaba a aburrir a otros. Lentamente, casi sin darme cuenta, empecé a diluir mi agresividad conversando, dejé de convertir cada discusión en una batalla que había que ganar. Ya no merecía la pena, al fin y al cabo nada iba a cambiar en la vida del otro y resultaba innecesario y superfluo ese momento de tensión emocional entre nosotros.
 
No he sido del todo consciente hasta hace poco, pero con los años he empezado a huir de las conversaciones profundas, de las conversaciones que ponen a alguien en un brete, en frente de una contradicción, que impugnan legítimamente nuestras vidas y nuestros discursos. Para qué. No sirve de nada. Nada cambia. Haces daño pero nunca significa catarsis. No merece la pena. Pero cualquier elección tiene consecuencias: por el camino he perdido cualquier interés por posicionarme crítica y públicamente en mi vida personal "analógica" (en la digital es otra cosa) en contra de ideas que pueden parecer intrascendentes pero que, en mi opinión, son absolutamente relevantes y me darían, en mi pasado, para montar verdaderas batallas campales con todo aquel que en mi presencia las defendiera. El "para qué" se ha hecho fuerte en mi cabeza. Su eco resulta atronador.
 
Me resulta curioso constatar cómo en este viaje personal he terminado hasta hablando de fútbol para buscar espacios de conversación poco conflictivos... Y sí, los que mejor me conocen son conocedores de que me entusiasma el fútbol (y mi Betis) pero, como realmente me conocen, también saben que pocas cosas detesto más que dedicarle horas de mi vida social a hablar de fútbol. También he terminado refugiándome más de la cuenta en mi casa. La soledad como refugio. Y sigo leyendo. Mucho. Sigo leyendo ensayos que me obligan a hacer lo que siempre hice pero cambiando el enfoque: ya no leo con aquel entusiasmo de antaño, sigo devanándome los sesos intentando entender el mundo, discuto en silencio con los autores, subrayando y confrontando; sigo escuchando todas las tertulias políticas de todas las cadenas de radio que puedo, viendo los telediarios de diferentes cadenas y leyendo noticias y columnas de opinión de todos los periódicos a los que tengo acceso. He dejado de discutir con la virulencia de antaño con mis cercanos pero todavía, cada noche, me encabrono con los tertulianos neoliberales de las radios. Y también sigo pensando que Twitter es una maravillosa ventana abierta a otras formas de entender el mundo que, en algunos casos, jamás podría aguantar sin combatir en mi zona de confort pero que me han servido para comprender mucho mejor ciertas inercias sociales de nuestro país.
 
¿Hasta cuándo aguantaré? Ni idea. Recuerdo cómo mi hermano pequeño y yo nos reíamos como imbéciles de mi padre, un tipo que intelectualmente había sido la hostia, cuando con apenas 60 años, al final de lo que sería su vida (moriría recién cumplidos los 65), dejó de pretender preocuparse por la calidad cinematográfica de las películas que veía y decidió tragarse "bolo" tras "bolo", película de mierda tras película de mierda, mientras el mosto nocturno que bebía le permitía abandonar la realidad cada noche, inmerso en un exilio interior que jamás podré ya comprender. Espero no llegar a eso.
 
A veces me echo menos. Sin dramas. Igual solo les echo de menos a ellos. A los que eran entonces. A los que éramos todos nosotros entonces. A los que ya no están.

26 mayo 2023

Como profesores, somos el reflejo del alumno que fuimos

Como profesores, somos el reflejo de los alumnos que fuimos. Es algo que siempre he sentido con mayor intensidad cuando enseño Física, materia en la que soy especialista por formación, en cualquier nivel de la ESO y el Bachillerato.

Siempre he tenido buena memoria y, además, me gusta ejercitar la evocación para recordar todo lo que pensaba y decía cuando era más joven, no solo como un ejercicio d
e honestidad intelectual hacia la interpretación de mi pasado sino también como una manera de no desconectarme de las motivaciones y las sensaciones de mis alumnos adolescentes. Es evidente que, a medida que uno se va haciendo mayor, cada vez es más complicado el ejercicio, así como que resulta innegable que, aunque uno crea recordar nítidamente aquello que sucedió o pensó hace ya tantos años, lo que hacemos es reconstruir el pasado continuamente de la manera más amable posible para nuestro presente, con el objetivo de sobrevivir en nuestro hoy sin que nuestro yo de ayer venga a recordarnos ciertas traiciones vitales que aseguró que jamás cometería.

A pesar de estos condicionantes, creo recordar medianamente bien cómo enfoqué el aprendizaje de la Física cuando fui alumno, desde aquella primera versión absolutamente idealista de mi yo adolescente, en la que mientras aprendía los rudimentos de esta ciencia iba construyendo un posible yo futuro que ejercería la investigación científica (lo que me servía de motivación extra para esforzarme en comprender aquellas leyes que, de repente, daban sentido al universo), hasta aquella última versión de mí como estudiante, al final de una carrera universitaria al que llegué absolutamente extenuado, en la que sin haber perdido nunca del todo la pasión por conocer e indagar había ya extraviado por completo las ganas por emprender una carrera laboral relacionada con la investigación, lo que me llevó a distanciarme también de cierto compromiso con el aprendizaje.

Desde aquella pasión inocente, soñadora y algo naíf por la Física hasta el distanciamiento excesivamente crítico con ella por la realidad laboral que suponía la investigación al final del carrera universitaria, pasó casi una década en la que me hice adulto y construí los cimientos personales, ideológicos y morales de lo que hoy soy. A pesar de ciertas decepciones y una clara tendencia al diletantismo, y más allá del momento, muchas veces tardío y equivocado desde un punto de vista práctico en la vida universitaria pero siempre adecuado cuando fui adolescente, siempre mantuve como estudiante una constante cuando el aprendizaje de la Física me obligaba a pararme y a dedicar horas y horas a profundizar en su estudio para enfrentarme a los exámenes que llegaban: nunca disfruté por completo de la resolución de problemas (cada cual más enrevesado y desafiante) mientras que siempre disfruté intentando desentrañar las teorías científicas y sus consecuencias. Entender los porqués y profundizar en aquello que estudiaba justo cuando apenas disponía de tiempo para preparar los exámenes no fue nunca una buena decisión desde el punto de vista práctico, pero no era capaz de hacerlo de otra forma, a pesar de que era algo que debía haber siempre hecho algunas semanas y meses antes.

Recuerdo las riñas y las críticas, justificadas, a mi enfoque de aprendizaje por parte de mis mejores amigos de mi época universitaria, que tanto me ayudaron también cuando tuve que compaginar estudios y trabajo (un abrazo, mi cariño y mi agradecimiento para Dani, Juanma y Sergio). Nunca pude discutirles nada, seguramente tenían razón. Al menos en la universidad, al menos en ciertos momentos. Pero siempre dio igual. Nunca pude enfrentarme a la preparación de los exámenes solo repasando y haciendo una y otra vez una colección de problemas tipo que necesitaba conocer para aprobar. Quería algo más, pero nunca terminé por dedicar el tiempo suficiente para convertir esa pasión por el conocimiento en algo esencial y duradero a escala universitaria. Otros intereses como el cine, la literatura, la política o las tonterías protoadultas venían siempre a perturbar ese enfoque de aprendizaje que, a pesar de todo, sigo creyendo que es el más interesante y válido para aprender ciencia.

Todos los docentes saben que los primeros años, cuando uno empieza como profesor de Secundaria, tira de recursos propios, carisma y cercanía con los alumnos gracias a la propia juventud. También se aprovecha la experiencia transmitida por docentes más veteranos con los que se comparte departamento. Y, por supuesto, se han de dedicar horas, y horas, y horas a la preparación de las clases para no perder nunca el pie en el aula frente a 30 adolescentes. No hay mucho tiempo para nada más. Pero con el paso de los años, a medida que he ido afinando mi enfoque sobre cómo enseñar la Física y la Química en los distintos niveles educativos, también he dispuesto de más tiempo para reflexionar sobre la propia práctica docente. Y una de las pequeñas ramificaciones de esa reflexión, tal vez intrascendente en relación a los grandes temas, pero que a mí resulta tremendamente interesante, ha sido confirmar la intuición con la que abría este post: más allá de enfoques pedagógicos y metodológicos, la enseñanza que plantea cada docente de una asignatura siempre contiene una reminiscencia, un lazo invisible que la une con la relación que ese docente tuvo, como joven aprendiz, con aquello que hoy enseña. Y en la enseñanza de ciencias como la Física, me parece que la diversidad de profesorado en los departamentos aporta una riqueza fundamental a los alumnos que van pasando por distintos profesores en los diferentes niveles educativos.

Como ya se intuye por lo que he comentado, por mi propia experiencia con el aprendizaje de la Física en particular y de las ciencias naturales en general, me resulta insoportable avanzar sobre los conceptos teóricos sin provocar desafíos cognitivos a mis alumnos que les permitan ir más allá de las fórmulas y les obliguen a replantearse continuamente lo que creen ya conocer sobre aquello que trabajamos. Eso me hace convertir cada resolución de cada problema o cada explicación de un nuevo concepto (o simplemente de la unidad de una magnitud) en una especie de clase teórico-práctica que nos obliga a indagar en las consecuencias de esas teorías y conceptos que ellos ya creen conocer y manejar pero, en el fondo, apenas intuyen todavía su significado. Este enfoque, por supuesto, tiene un coste de oportunidad. Y ahí entran esos otros compañeros, mucho más prácticos que yo, que son capaces de no irse tanto por las ramas y, tal vez, ciertamente, profundizar menos en los conceptos de lo que a mí me gusta pero, a cambio, disponer de más tiempo para proponer problemas más desafiantes y más ricos con los que, finalmente, el alumno que se esfuerza también es capaz de alcanzar una comprensión profunda de los conceptos a partir de un enfoque didáctico diferente. O esos otros que prefieren entrelazar someras explicaciones teóricas con continuas prácticas de laboratorio que permiten al alumno no tanto trabajar el pensamiento abstracto pero sí vislumbrar las consecuencias reales de aquello que estudia.

Pero es fundamental no (auto)engañarse: no hay tiempo para todo y, por mucho que algunos se empeñen en eludir la realidad, el docente debe entender que cada decisión pedagógica y metodológica que toma supone, inmediatamente, cerrar las puertas a sus alumnos a otros planteamientos de aprendizaje que pueden ser igual de valiosos para ellos. De ahí la importancia que tiene ser humilde y que el docente, en lugar de construir ensoñaciones pedagógicas usando a sus alumnos como conejillos de indias, asuma la necesidad de integrar en su propuesta educativa algunas ideas de otras visiones didácticas de su materia.

Parece evidente y se puede extrapolar fácilmente de lo que escribo, que considero una pena (cuando no hay más remedio) y un error (cuando es evitable y no se evita por cuestiones de interés personal) que un alumno tenga más de dos cursos seguidos de la ESO y el Bachillerato al mismo profesor en una misma materia. Porque tras hablar con los que han sido mis compañeros de departamento de Física y Química todos estos años, o cuando leo a compañeros de otros institutos en las redes, he llegado a la conclusión de que, en general, sus enfoques didácticos, a veces tan dispares de los míos, tienen mucho valor porque representan no solo su visión de lo que debe ser la enseñanza de nuestra materia sino que también representan las necesidades de otros perfiles de alumnos que "no fueron yo" pero que ellos hacen carne a través de su forma de enseñar

Eso sí, no nos llevemos a engaños porque está en juego la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos: no vale todo. En los últimos tiempos, se ha convertido en mediáticamente dominante un discurso educativo que, de facto, banaliza el conocimiento otorgando una preponderancia ridícula a lo experiencial en las aulas. Desde el balcón de mi materia, Física y Química, cuando cada curso alucino con la extraordinaria dificultad que supone para los alumnos de 2ºESO entender y asimilar la unidad de la aceleración, el m/s^2 (casi al mismo nivel de dificultad que tiene para los alumnos de Bachillerato comprender la ley de Lenz o la entropía), me exaspera ver cómo algunos pretenden convertir el necesario esfuerzo que supone aprender para ese joven alumno, guiado por su profesor, en una especie de castigo clasista donde ese mismo profesor deja de ser una ayuda para convertirse en un opresor.

De lo que yo hablo en este post es de la riqueza que aportan los matices didácticos en el enfoque de la enseñanza de una materia, de cómo la variedad de esos matices potencia el aprendizaje de nuestros jóvenes y de cómo el alumno que fuimos influye en el docente que somos hoy.