15 enero 2006

La indigente

Ha transcurrido ya un tiempo pero sigo pensando en ella. Era mendiga, vivía en Barcelona y allí murió a manos de unos animales sin excusas que, al parecer, habitaban entre nosotros en los cuerpos de dos tiernos adolescentes de clase media acomodada. Ellos no merecen mi atención. Se retrataron groseramente y son fácilmente condenables. Nadie, salvo sus padres, se atrevería a justificarlos. A ellos y a su maldad limitamos la horrorosa tragedia de esa mujer. Tal vez ése sea el error. Ella y su tragedia sí merecen especial atención. Ella y su entorno social y familiar. Ella y su fracaso. Creo que fue en El País donde leí una breve reseña que describía su vida. Perteneciente a una familia pobre, sus estudios, constancia y ambición la habían llevado a posiciones de relevancia en alguna empresa importante de la ciudad. Después llegó la droga. Terrible y destructiva. Suave en los comienzos, amistosa cuando existe control pero perversa y manipuladora cuando es ella quien lo lleva. Y esa mujer cayó en la ciénaga. Y siguió cayendo. Perdió todo lo que tenía y seguramente lo que no tenía. Se refugió en su familia. Imagino las situaciones violentas que generó, lo repugnante que pudo llegar a ser rebosando miseria de enfermedad y ansia de drogadicta. Seguro que le aguantaron lo que pudieron. O no. Seguro que la intentaron querer. O no. Seguro que intentaron apoyarla. O no. Esa frontera es la que me interesa, el límite en el cual se acaba la capacidad de amar, de ayudar o de apoyar. La echaron de casa. Sus amigos no pudieron sacarla de la ciénaga; o igual se cansaron de intentarlo. Vivió en la calle y durante mucho tiempo siguió viviendo en el barrio de sus padres, en su barrio de siempre, en su entorno conocido. El ser humano siempre, instintivamente, busca refugio donde conoce. Animal de costumbres. En este caso imagino el drama de familia, vecinos y amigos teniendo que soportar su visión, sucia, enferma, maleducada. Incómoda. Imagino los cambios de acera, las miradas acusadoras, las situaciones violentas. Su presencia recordando el fracaso de todos, de la tribu. Debió ser insoportable. Los imagino como a la hermana de Gregorio Samsa (siempre me ha perturbado ese personaje creado por Kafka) sintiendo odio por la enferma tras no poder conseguir su salvación, deseando el fin de su presencia en el barrio, buscando apartarla de allí, alejarla. Para ellos ya estaba muerta. En ese proceso pusieron su granito de arena para hacer efectivo ese pensamiento. Lo consiguieron tal vez. Se marchó de allí. Terminó muriendo, curiosamente, en el cajero de un banco, en otro barrio que no era el familiar, pero que también era suyo. Terminó muriendo en el cajero de un banco que había enfrente de su antigua empresa, cerrando así un círculo maldito que comenzó con triunfo y prestigio social y acabó con las burlas y las gracias de unos animales.

El límite ¿Hasta dónde estamos dispuestos a dar por aquéllos que creemos o decimos amar? ¿Hasta donde llegaríamos? ¿Por convicción? ¿Por compromiso social?

¿Cuál es el límite de nuestra propia miseria aguantando la miseria de los otros, de los nuestros? Esa mujer descubrió el suyo y el de los demás infinitamente antes de que hicieran efectiva su muerte física. Seguro que murió mucho antes. Muchas veces. Cada día que continuó malviviendo y mendigando en las mismas esquinas donde correteó de niña.

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