Trata de cruzar la calle, gracias a uno de esos impulsos espasmódicos que el alcohol permite sentir antes de entrar de nuevo en una horrible oscuridad mental. Esta vez, este impulso no es suficiente. No logra hacer que atraviese toda la calle. Aparece pues, de repente, en medio de la calzada, como un espectro que saliera de la nada. Observa con desdén, sin entender, cómo algo grande, oscuro y difuso se abalanza sobre él. Escucha un ruido ensordecedor y molesto que trata de apartar de sus oídos con un manotazo que casi le hace caer; después unos gritos se dirigen hacia él, gritos que no comprende pero intuye agresivos e insultantes. El Mercedes clase C ha frenado a escasos centímetros del viejo borracho, mientras éste, sin mover los pies de la calzada, hace desesperados intentos por mantenerse erguido. El intercambio de insultos dura pocos segundos: el miedo ante el posible atropello transformado en indignación por parte de los ocupantes del vehículo; los balbuceos inconexos e ininteligibles por parte del viejo que balancea su cartón de vino sin que milagrosamente se le derrame un sola gota. Un nuevo impulso le permite llegar a la acera de enfrente. Objetivo conseguido. El coche se aleja por Embajadores. El viejo, por la calle Dos Hermanas. Lavapiés en estado puro. La opulencia y la miseria enfrentadas una vez más. Lavapiés como metáfora del mundo. El mundo entero cabe en Lavapiés.
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