Aparecen en tu móvil. Junto a mensajes de amigos y familiares identificados o identificables. Son breves o extensas felicitaciones que te desean una feliz navidad, un próspero año nuevo o te expresan un amor y una amistad enormes, dijéranse eternos. Pero la memoria del teléfono, fría e indiferente, les niega todo reconocimiento a estos mensajes. Los recibe con desdén digital y cuando uno, sorprendido, busca la fuente de tanto amor, el origen del que muestra tanto anhelo por tu felicidad, sólo encuentra un triste número de móvil, ajeno a tu lista de contactos. Un número que jamás podrás identificar.
Suele pasar que entre la vorágine de las fiestas y la familia estos mensajes se diluyan en nuestra memoria y olvidemos siquiera que fueron enviados por alguien. Pero a veces sucede que el mensaje nos parece lo suficientemente personal o emotivo como para molestarte en buscar en alguna antigua agenda o en alguna servilleta de bar olvidada al fondo de un cajón, la identidad de aquél que tanto te quiere desde la lejanía como para enviarte un mensaje navideño tan personal. Obligándote así a hacer memoria desesperada, arqueología sentimental, de aquellos amigos que tanto lo fueron en días ya muy lejanos pero que hoy sólo aparecen como sombras de la propia historia. Al final el fracaso o la decepción suelen ser los resultados de esta búsqueda. No habrá respuesta al interrogante. Mientras ese número no tenga detrás una voz que te llegue a través de espacio hertziano siempre será sólo eso, un número desconocido que representará la posibilidad perdida de conocer la identidad de una persona que pensó en ti un instante, corto y suficiente, para enviarte un mensaje de cariño y felicidad.
Después el interrogante se diluirá. Uno se dejará llevar por el pragmatismo y considerará, con convicción, que esos mensajes serán fruto de alguna campaña publicitaria que se aprovecha del sentimentalismo inducido de estas fechas, de alguna cadena imbécil de algún amigo periférico que se hizo con tu número a traición en alguna noche de borrachera, o incluso la típica equivocación ocasionada al enviar un mensaje de móvil con unas copas de más (lo cuál hará que otra persona desconozca, debido a ese error, lo mucho que le recuerda fulanito, mientras fulanito considerará que ya es imposible que menganito vuelva a hablar con él por el silencio que sobrevino a su mensaje de reconciliación).
Todas estas posibilidades serán las lógicas y verosímiles pero seguramente, durante unos días, guardaremos alguno de estos mensajes en la memoria repleta del móvil, mientras mantenemos un resquicio de esperanza de llegar a identificar al que lo envió, ya sin el apoyo de la razón, sólo con nuestra capacidad de obcecación y con el fatalismo de saber que finalmente nunca sabremos quién fue aquél que se acordó de nosotros desde el escondrijo frío e impersonal de un número de móvil
Suele pasar que entre la vorágine de las fiestas y la familia estos mensajes se diluyan en nuestra memoria y olvidemos siquiera que fueron enviados por alguien. Pero a veces sucede que el mensaje nos parece lo suficientemente personal o emotivo como para molestarte en buscar en alguna antigua agenda o en alguna servilleta de bar olvidada al fondo de un cajón, la identidad de aquél que tanto te quiere desde la lejanía como para enviarte un mensaje navideño tan personal. Obligándote así a hacer memoria desesperada, arqueología sentimental, de aquellos amigos que tanto lo fueron en días ya muy lejanos pero que hoy sólo aparecen como sombras de la propia historia. Al final el fracaso o la decepción suelen ser los resultados de esta búsqueda. No habrá respuesta al interrogante. Mientras ese número no tenga detrás una voz que te llegue a través de espacio hertziano siempre será sólo eso, un número desconocido que representará la posibilidad perdida de conocer la identidad de una persona que pensó en ti un instante, corto y suficiente, para enviarte un mensaje de cariño y felicidad.
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