Su mensaje llegó a mi móvil de improviso, en la calle, entre
otros que requerían mayor inmediatez, en medio de la marea verde que el
miércoles comenzó a rugir en la calle contra los recortes aplicados a la
educación pública por el Gobierno de Aguirre. Hacía mucho tiempo que no sabía
nada de él y de repente nos convocaba, a Carol a y mí, a tomar algo el sábado,
en Madrid, donde estaba de visita. En otras épocas de mi vida he mantenido un
discurso cínico sobre las amistades y lo efímero de las mismas. No soy de los
que ha sido capaz de mantener el contacto con los amigos de la infancia o la
adolescencia. Ni tampoco lo he pretendido con mucha intensidad. Con el tiempo
incluso, casi he perdido a los de la universidad. Nunca me ha importado
demasiado porque siempre he creído que las amistades responden a una especie de
ciclo vital, en el que inicialmente se consolidan gracias a que diversas
personas confluyen en un lugar, en un tiempo y en un contexto específico; posteriormente
se convierten en un eje gravitacional alrededor del cuál gira gran parte de la
vida emocional de cada uno de los que disfrutan de ellas; y finalmente, en
muchas ocasiones, se diluyen lentamente cuando las distancias personales de los
proyectos vitales se acentúan, aparece cierto grado de aburrimiento o alguna otra
circunstancia puntual varía. Nunca me ha parecido algo triste, ni motivo de
enorme pena o desazón, porque en general el hecho de que en mi vida algunas
amistades pasasen a segundo plano ha significado la aparición de otras nuevas con
las que disfrutar de diferentes experiencias que siempre me han hecho crecer.
Pero en algunos casos, en los mejores casos, nunca mueren del todo. Han sido demasiado
importantes, demasiado significativas para que eso les suceda. Tan sólo
permanecen en estado latente, congeladas, sustentadas en un cariño indisoluble
y sobreviviendo gracias a pequeños contactos esporádicos. Son aquéllas sin las
que uno es consciente que no podría escribir su biografía emocional. Este
amigo, el del mensaje, es uno de esas amistades. Mis primeros (y excitantes)
años en Madrid giran fundamentalmente en torno a dos personas: la primera fue
(y sigue siendo) Carol. La segunda, sin duda, fue él. Tardes y noches de
sueños, conversaciones, alcohol, risas, cine e incluso algo de teatro permanecen
en mi memoria con enorme nitidez, dando forma y sustancia a una parte muy
importante de mi vida. Fue una época de absoluta libertad, caóticamente
extraña, salvaje y plácida a la vez, en la que el tiempo parecía dilatarse y no
había ninguna necesidad de doblegarse a ningún compromiso social ni laboral,
por nimio que pareciese. Después, por supuesto, el tiempo pasó y cada uno de
nosotros comenzó a transitar por caminos cada vez más alejados, desde los que
cada vez costaba más trabajo salir para volver a encontrarnos, para recobrar
sensaciones y atmósferas anteriores. Finalmente marchó con su mujer hacia
tierras templarias, autoimponiéndose un exilio rural, construyendo un discurso
anti-ciudad que necesariamente no podíamos compartir. Da igual. He compartido
muchas de sus alegrías, sus miedos, sus fracasos, sus victorias, su búsqueda
constante de encontrar su lugar en el mundo sin ceder a lo que parecía ser su
destino por estudios o familia. Lo he admirado por eso. Durante los últimos
años, cada vez que nos hemos vuelto a ver, una nube oscura sobrevolaba todas
sus historias, ensombreciendo su vida injustamente, haciendo que perdiera poco
a poco parte de esa jovialidad que siempre le ha caracterizado. La naturaleza
nunca se ajusta plenamente a nuestros deseos y cuando éstos son tan intensos la
no obtención del objetivo termina pasando inevitablemente su factura. Pero el
sábado su cara era diferente. Su sonrisa volvía a ser más plácida. Su mirada,
limpia de preocupaciones. Mientras nos contaba la buena nueva y su mujer nos
confirmaba la noticia con una leve caricia a su barriga, sentí cómo un
extraordinario sentimiento de felicidad me embargaba. Por él. Por su búsqueda.
Por sus desvelos. Por las tristezas sufridas. Por los años pasados. No sé si
eso se lo pude transmitir con el fuerte abrazo que le di. O sí. Pero desde
aquí, ahora, se lo quiero decir de nuevo:
Un fuerte abrazo, viejo amigo. Muchas felicidades y que todo vaya bien. Te lo mereces. Os lo merecéis los dos.
Un fuerte abrazo, viejo amigo. Muchas felicidades y que todo vaya bien. Te lo mereces. Os lo merecéis los dos.
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