Es el olor. Al final es ese olor, que se adhiere de manera nauseabunda a tus
ropas, que termina apoderándose de cada centímetro de tu piel, que te acompaña
durante días sin posibilidad de eliminarlo ni enmascararlo, mientras obligado
sigues transitando por las entrañas del monstruo. Cada noche, mientras aceptaba
sumiso volver a ser devorado, mientras paseaba por sus entrañas con la cabeza
agachada para no enfrentarme de nuevo directamente a él, para eludir mi reflejo
en sus frías paredes y negarme a confiar en su impostada asepsia, camino a esa
habitación palpitante aún de vida que significaba el único refugio posible
frente al dolor que transpiraban las paredes del monstruo, levantaba levemente
la mirada, lo justo para mirar sin ser observado. Los pasillos de la bestia son
como un agujero negro, un punto singular, un aleph del cual el dolor, como la
luz, intenta escapar sin conseguirlo, regresando siempre, incapaz de ir más
allá de los límites físicos que lo constriñen, incapaz de superar su particular
radio de Schwarzschild, distribuyéndose a su vuelta de manera despiadada e
indiscriminada entre sus cautivos, lo que hace que algunos que aún albergaban alguna
esperanza esa noche, como aquella noche, de aquel puto septiembre, terminen
derrotados frente a un cadáver irreconocible mientras otros saludan la mañana
con la buena nueva de una respiración acompasada en un cuerpo que por fin deja
de temblar. Corres entonces, empaquetas tus cosas y las de ella, sales con
prisa de la habitación que fue refugio y ahora se ha convertido en prisión, atraviesas
de nuevo los pasillos sintiendo como se posan sobre ti las miradas cargadas de
envidia insana que te lanzan los que aún deben permanecer en el estómago de la
ballena. Atraviesas por fin la puerta de salida, el coche acelera alejándote
del monstruo de hormigón, ves como su tamaño disminuye en pocos segundos hasta
por fin desaparecer pero, a pesar de ello, a pesar de que por fin lo pierdes de
vista, crees escuchar una risotada sarcástica, lejana, casi inapreciable. Suena
como una promesa. Promesa de un reencuentro que aunque no deseas sabes que
inevitablemente se volverá a producir. Promesa de dolor. Promesa de
sufrimiento. Sonríes por primera vez en días. Que se joda. Que espere. Todavía
no es la hora. Queda tiempo. Tanto tiempo.
Hagámosle esperar. Me alegro, tío.
ResponderEliminarUn abrazo.
Nunca es agradable estar ahí, pero reconozcamos que a veces nos "salva" la vida. Aún recuerdo lo malito que estaba mi niño y lo bien que lo dejaron. Besos a los dos y a disfrutar, que esto dura dos días, que nosotros ya lo sabemos, tenemos un máster en ello....
ResponderEliminarEspe