Ceno en soledad tras un largo día dentro de la bestia. Tras
casi dos años nos reclamó de nuevo. Por fin tengo un rato solo para mí, para ordenar
mis pensamientos y gestionar a duras penas mis miedos, mientras mastico de
manera mecánica, alimentándome por mera rutina horaria. Delante de mí, en la cafetería
más triste del mundo, tres mujeres que no parecen alcanzar aun los treinta años
conversan animadamente, sentadas alrededor de una de las mesas. Mientras me explico,
me animo, me hundo, me discuto y me construyo un relato de tranquilidad las
observo distraído, sin mucha atención. Una de ellas, de repente, se levanta, va
a marcharse, comenzando así el inevitable ritual de despedida, con abrazos
intensos, besos y sonrisas un tanto exageradas. Tras desaparecer, las otras dos
vuelven a sentarse y comentan algo que no alcanzo a escuchar pero que les hace
sonreír a ambas de manera cansada. Se nota que son hermanas, siguen
hablando, siguen sonriendo, casi ríen… De repente se hace el silencio, una de
ellas se queda mirando un instante al infinito y rompe a llorar. Su cara
transmite ahora una angustia incontenible. La otra, sin decir nada, sin que tal
vez pueda decir nada que merezca la pena en esos momentos, con una enorme
tristeza, despacio, le echa la mano sobre el hombro y aprieta fuerte, apenas un
instante, haciéndole saber a su hermana que está ahí, que la entiende, que
siente lo mismo, que nada puede hacer salvo ofrecerle ese mínimo contacto, con
la esperanza de que sirva para que comprenda que no está sola. No parece tener
la más mínima intención de parar ese momento, solo permitir que fluya y que
sirva como desahogo necesario. Son solo unos segundos. Después, la primera
hermana se recompone, se limpia las lágrimas por debajo de las gafas y comenta
algo. Solo entonces la otra retira el brazo, lentamente, terminando el
contacto con una leve caricia, sonríe. Continúan charlando. Yo bajo la mirada, las
dejo solas, y recuerdo, nos recuerdo, y siento como una ola de afecto hacia ellas crece en mi
interior. Hoy a mí no me ha tocado vivir ese carrusel de emociones que ellas
están sufriendo, las de verdad, no las que apenas intuimos a través de la
ficción, esos arrebatos incontrolables de dolor entremezclados con las
conversaciones más banales, con las sonrisas más estériles, las más vacías, las
menos comprensibles. Quizás las más necesarias. A mí todo me ha salido hoy
bien. Nuestro paso por la bestia será efímero, no volveré solo a casa. Volveré de nuevo
acompañado. Levanto la cabeza y miro por última vez a mi alrededor. De la veintena
de mesas que están montadas a esa hora de la noche ni la mitad están ocupadas y
en varias de ellas solitarios como yo mastican de manera mecánica,
alimentándose, tal vez, por mera rutina horaria. Pido la cuenta. Necesito irme
de ahí ya. Pago y huyo. Sin volver la vista atrás.
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