Hace ya un rato que han terminado de comer en uno de los
mejores chiringuitos de la zona, junto al mar, con unas vistas increíbles. Son
una pareja joven, ninguno de los dos alcanzará los 30 años, guapos, con estilo, él con la
obligada barba recortada al milímetro, ella con el pelo recogido en un moño
perfecto, ambos con ese aire de urbanitas pijos liberados por unos días de las
obligaciones habituales en la vestimenta, algo que solo la playa, en verano, permite.
Se les nota tremendamente aburridos, hastiados ya quizás de tanto sol, tanto
mar y tanta cerveza. Curiosamente, ninguno de los dos le dedica una sola mirada
a ese mar que ya casi les llega a los pies debido a las espectaculares mareas
vivas que se están produciendo esos días, y que seguramente fue lo que motivó la elección
del sitio para comer. Él, medio tirado encima de su silla, mira sin interés
hacia un punto fijo de la mesa ya vacía. No se mueve. Parece una estatua. Todo su cuerpo transmite el tedio que lo invade. Ella
hace ya varios minutos que no levanta la mirada de su móvil, inmersa en su
mundo digital, contestando guasaps, tal vez, o simplemente zapeando entre las
vidas de sus amigos y conocidos. No se hablan, claro, no se miran tampoco, no
se hacen gesto alguno, sentados frente a frente pero sin encontrarse. Nada
preocupante por otro lado, ¿quién no ha estado así alguna vez? Entonces a ella,
de repente, se le ilumina la cara con una idea, tan original como moderna: cacharrea
entre las aplicaciones de su móvil hasta encontrar la adecuada y le indica con
un gesto a su chico que se incorpore. Él la entiende sin necesidad de palabras.
Juntan sus cabezas por encima de la mesa, detrás de ellos el mar de fondo
refulge azul bajo los rayos del sol, pero su fulgor ni se aproxima a la
felicidad más extrema que durante un instante irrumpe en esas caras. En ambos
rostros surgen unas sonrisas radiantes, de esas que llenan el alma y ante las que a uno le
entran una ganas locas de aplaudir para
festejar semejante dicha. La chica hace la foto, el selfie ya está construido,
ambos sin intercambiarse una palabra se retiran a sus campamentos base. Él se
recuesta de nuevo sobre su silla con gesto perezoso y vuelve a concentrarse en
esa miga de pan de la mesa que debe estar volviéndolo loco. Ella vuelve a su
móvil, al mundo virtual, tal vez subiendo el selfie a su instagram o a su
facebook. Quizás con una leyenda como ésta: "Disfrutando del paraíso"
Así es. La civilización del espectáculo ha llegado a la vida cotidiana.
ResponderEliminarLos 15 minutos de Warhol convertidos en 1,5 segundos virtuales
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