2 de febrero. Un año ya sin ti. No pude
escribirte cuanto te fuiste, no fui capaz, no me salió. Demasiado dolor.
Demasiado cansancio. Ahora el calendario asegura que se cumple un año de tu
muerte, pero a mí todavía me parece que fue ayer cuando recibí la llamada que
me anunció que por fin, definitivamente, habías dejado de sufrir.
Estos días, mientras se acercaba esta fecha, me he permitido
volver a ti con más asiduidad, he regresado a tus fotos, tus mensajes, he vuelto a escuchar
algunos de los audios que me enviaste desde la residencia, cuando ya casi no
podías hablar y, sobre todo, me he permitido liberar esa memoria que mantengo
siempre restringida para poder regresar al pasado sin caer en la nostalgia. Se
suele confundir nostalgia con memoria.
Creo que es un error vivir instalado en una nostalgia que trata de detener el
paso del tiempo e impide disfrutar del presente. Pero también considero
equivocado vivir de espaldas al pasado, intentar dejar atrás lo que pasó, sin
recordar a los que fueron, para construir una vida en presente continuo.
Mientras te recordaba, te buscaba y te lloraba volví a
algo que te escribí hace más de tres años, cuando el Alzheimer ya había
arrasado contigo, cuando ya entendí que te habíamos perdido aunque tu cuerpo
decidiese traicionarte y mantenerte con vida dos terribles años más. Al leerlo,
me di cuenta de que ahí estaba ya escrita mi despedida de ti, estaba esbozado
lo que habías significado en mi vida y lo mucho que ya te echaba de menos. De
manera que he vuelto a ese texto para reescribirlo y volver a sentirlo, volver
a sentirte, volver a estar contigo un rato más hoy, cuando se cumple un año de
tu muerte.
Echo de menos tu voz, mamá. Echo
de menos tu risa, echo de menos tu verborrea continua, tu apoyo incondicional a
cada paso que di. Echo de menos tus besos, cómo echo de menos tus besos, esa
ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios
parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder
reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para
olvidarme de todo durante unos instantes mientras acariciabas mi pelo
suavemente.
Echo de menos no poder llamarte
por teléfono, algo tan idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás
consiguió hacer de una manera constante durante los años que ya no volverán. Me
resulta insoportable algo tan banal como saber que nunca más podré empezar a
cocinar y llamarte porque he olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas
recetas que anoté en aquel verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando
decidí romper con tantas cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la
excusa de estudiar Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el
que te perseguí tantas mañanas de aquel caluroso verano sevillano para
obligarte a poner números a tus puñaditos de sal, perejil o
pimentón y me sorprendo sonriendo mientras te veo hoy, como si fuera ayer,
dirigiendo con mano firme, inmune al desaliento o la queja, aquel caos que
siempre fue nuestra familia. Y sí, hoy mis lentejas, mi cocido y mis
patatas cocidas son las tuyas. Clonadas. Desde entonces. Tan solo una vez
hice coliflor rebozada, mi plato
favorito de todos los tuyos. Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que
jamás volveré a comer esa coliflor.
Echo de menos hacerte reír, mamá.
Madre mía, cómo echo de menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos
hermanos, dentro de aquella tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu
atención y tu cuidado, siempre me sentí especialmente querido por ti. Tal vez
fue mi infancia enfermiza, esa que te obligó a pasarte noches y noches en vela
cuidando de aquel niño enclenque que respiraba como Darth Vader pero
soñaba con correr, como Gordillo, la banda del Benito Villamarín. Me
gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte respetada, querida y
cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a ti. Libre, seguramente
de manera poco justa, de cargas y de responsabilidades familiares, cuando
estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la impresión de que tú hacías
lo mismo conmigo.
No sé si les ha pasado a otros
pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir,
la posibilidad de tu muerte. La posibilidad de que no estuvieras, la
posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el dolor que sentía cuando mi imaginación
se desbordaba y el escenario mental me superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a
que dejaras de estar. Nunca me pasó con papá, pero imagino que eso es algo que
nadie mejor que tú puedes entender, mamá. Mi infancia fuiste tú, tu presencia
sanadora, tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en
ningún momento de mi vida.
Sabes que siempre fui
tremendamente crítico con la familia. Mucho. Con el concepto de familia como
institución social y con nuestra propia familia en particular. Como en tantas
otras cosas, me equivoqué. Creo que habrías estado orgullosa de cómo los
hermanos fuimos capaces de superar el brutal desafío que tu situación y la de
Juanma supusieron desde el verano de 2021 hasta vuestras muertes. Lo hicimos
bien. Lo hicimos bastante bien, dadas las circunstancias. Aunque hayan quedado
heridas que tardarán en cicatrizar y nos hayamos aislado un tanto los unos de los otros
durante este año.
Echo de menos nuestros largos
paseos por la playa, cuando caminábamos juntos, de la mano, hasta ver aquella
casa a medio construir con cuya historia siempre especulábamos y cuya visión suponía
el aviso de que ya tocaba darnos la vuelta y regresar junto al resto de la
familia. Tengo guardadas en mi memoria, como oro en paño, algunas de las conversaciones
que tuvimos durante aquellos paseos. Los hijos nunca conocen del todo a sus
padres, hay demasiado de su pasado que nunca alcanzamos a comprender, pero creo
que nunca estuve más cerca de intuir algunas de tus motivaciones vitales como
durante aquellos paseos.
Este año ya no fui a Sevilla por
navidades, mamá. Para qué. Ya no nos queda ni nuestra casa, tu casa. La
vendimos a los pocos meses de tu muerte. Hemos perdido el último reducto físico
familiar que nos unía a todos. Ahora también echo de menos tener la posibilidad
de volver allí, volver a pasear por las habitaciones rememorando mi infancia y
adolescencia, volver a sentarme en aquella terraza, como tantas veces hice
junto a ti, mientras caías rendida cada siesta y dormitabas bajo los rayos del
sol.
Ya no habrá más navidades todos
juntos, no volverá a haber otro 24 de diciembre en el Aljarafe sevillano, en
nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo y
champiñones. No volveré a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón
para ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para los
cuñados, ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías en evento
mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas fechas. No
volveré a disfrutar de ese momento, cuando la noche empezaba a alargarse y te
vencía el sueño, en el que antes de irte a la cama nos advertías veinte veces de
que teníamos que quitar el brasero (joder, mamá, para cuándo ibas a dejar de
usar ese puñetero brasero) mientras algunos empezábamos ya a viajar a otra
dimensión en los brazos del alcohol.
El puto Alzheimer nos dejó sin
ti. En tan poco tiempo. Desapareciste en vida. Estabas pero ya no estabas.
Hasta que hace un año te fuiste definitivamente y, al menos, dejaste de sufrir.
Un año ya.
Te echo tanto de menos.