20 abril 2009

Películas

Una breve conversación ocasional con un compañero del instituto. Por los pasillos. Mientras aceleramos el paso raudos hacia la sala de profesores. Guarida necesaria. Me pregunta si he visto alguna película este fin de semana y le informo sucintamente que estuve en la Filmoteca disfrutando de Los sobornados de Fritz Lang (por cierto, no me cansaré de decirlo: menudo espectáculo de película. De lo mejor del cine negro americano. Sin lugar a dudas). Me mira un segundo, me suelta el ambiguo y confuso calificativo: "tú es que eres un cinéfilo, Pepe". Siempre he desconfiado de ese adjetivo, no me gusta. Por una lado parece halagador, que te da una cierta autoridad moral para establecer una especie de canon cinematográfico; pero ese tipo de planteamientos siempre me han parecido una soberana estupidez. Por otro lado es una forma de decirte educadamente, casi compasivamente, que eres un poco freak. Y también eso me toca una tanto los cojones, para qué os voy engañar. Últimamente parece que cualquier especialización o profundización en un tema es reducida a un problema de "frikismo". Y esa reducción no es inofensiva, tiene un significado social, una especie de necesidad de igualar todas las actividades bajo una paraguas común, de otorgarles a todas la misma importancia final. La miniconversación continúa y en ella trasciende que poseo unas 5oo películas en dvd. Aparece entonces en sus labios una reflexión interesante: "... para qué, al final muchas de ellas sólo se ven una vez...". Salgo con alguna gracieta del momento. Me quedo pensando. No es la primera vez que escucho esa idea.

El argumento es de peso. Parece cobrar mucho más sentido en esta época de descargas ilimitadas (aunque hay que recordar que ni la calidad ni la diversidad de lo que se descarga por internet es tanta como nos quieren vender los gurús digitales). Pero me pregunto si la reflexión se la permitiría también con respecto a los libros. Es evidente que si puede suceder que muchas películas no se vuelvan a ver, aún menos serán los libros que se vuelvan a releer. Pero ahí siguen en muchas estanterías (bueno, no tantas, cada vez menos) de muchas casas. Y lo que es más importante, suelen ser siempre una muestra de erudición, un síntoma positivo que nos habla de la cultura de esa persona.

La banalización del cine como arte, o simplemente cultura (por favor, que nadie quiera colocarle el adjetivo de popular. Como si el teatro o la literatura no lo hubieran sido siempre. Como si lo popular fuera menos valioso), es un proceso que parece no encontrar límite. Curiosamente, internet no ha provocado una revitalización de su estatus sociocultural.

Y como siempre respondo cuando las la miniconversaciones se convierten en conversaciones, y la discusión merece la pena: el punto de partida no debe ser si es necesario o no comprarse esas películas físicamente, en dvd, sino si esas mismas películas yo (yo, no otra persona, sino yo y mis circunstancias) las hubiera visto de no haberlas comprado. Ése es el punto real de partida de esa discusión.

01 abril 2009

En la muerte de Maurice Jarre

Hubo un tiempo, hasta no hace muchos años, en el que la música de cine, creada para acompañar, ilustrar e intensificar las emociones de las imágenes, fue algo muy importante en mi vida. En una época muy distinta a la actual, donde todo contenido cultural que se desee y que pueda convertirse en bits está siempre al alcance de un click de ordenador, la música de cine fue un increíble nexo emocional con un cine que no podía disfrutar entonces con la intensidad que necesitaba.

En ese viaje iniciático mi mochila comenzó a cargarse con nombres de músicos de cine que colonizaron lentamente mi subsconsciente cinéfilo. Alguno ya estaban muertos pero sus creaciones me trasportaban a las imágenes de unas película que nunca agradeceré lo suficiente a mis padres que me enseñaran a poder disfrutarlas. Así me apropié e hice míos a autores clásicos americanos como Alfred Newman (¡Qué verde era mi valle!, La conquista del oeste), Max Steiner (Lo que el viento se llevó, King Kong), Bernard Herrman (Vértigo, Con la muerte en los talones), Dimitri Tiomkin (El Álamo, Sólo ante el peligro) o Miklós Rózsa (Quo Vadis, Ben Hur).

Otros estaban vivos y aunque habían comenzado a componer películas antes de que yo hubiera nacido fueron contemporáneos de mi cinefilia musical, y mientras componían música para películas de mi época yo buceaba en su pasado para encontrar sus grandes creaciones: John Williams (Star Wars, Indiana Jones, Parque Jurásico), Jerry Goldsmith (Alien, La profecía, El Guerrero número 13), John Barry (James Bond original, Memorias de África, Bailando con lobos) o Maurice Jarre (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, Único testigo)

Y por último aparecerían los últimos en llegar, los que se adueñaron del mundo de las bandas sonoras americanas en el momento en el que yo fui más aficionado y lentamente fueron sustituyendo a los anteriormente citados en los proyectos más importantes de Hollywood. Estaríamos hablando de James Horner, Alan Silvestri, Howard Shore, Hans Zimmer, Michael Kamen...

Hoy día, que ya he perdido los nombres y las obras musicales más importantes que está dando el cine actual, cuando noto como lentamente las BSO´s abandonan el lugar preeminente que tuvieron en mis análisis de las películas y en la manera de deglutirlas, cuando ya no escucho como antaño emocionado los acordes de muchas de ellas, me parece necesario homenajear a uno de los más grandes, cuya muerte recuerda el fin de una generación (la que vino a sustituir a la del cine clásico) que reimpulsó y llevó por nuevos caminos a la música de cine. Jubilados o casi jubilados gente como Williams y Barry, y muerto mi añorado Goldsmith, ahora se une a la lista de desaparecidos un Maurice Jarre que siempre perdurará en nuestras memorias por crear la música que consiguió que un desierto fuera seductor, misterioso y emocionante, conviritíendolo en un personaje más de la inolvidable Lawrence de Arabia

22 marzo 2009

Perrera, de Daniel Ruiz

Los ladridos ahuyentan siempre a los desconocidos. Y sería una pena. Porque sólo permitiendo que los perros te devoren, tolerando que mordisqueen con saña tu cuerpo de lector reclinado absurdamente en el sofá, concediendo a los perros que te despedacen sin pedir socorro, sin juzgar, podrás descubrir que la nueva novela de mi amigo-a pesar de ser cuñado Daniel Ruiz, editada con cariño y valentía por Dum Spiro, es un fresco social que, a medio camino entre lo onírico y lo descarnado, retrata una parte de los restos putrefactos de una sociedad siempre en descomposición, centrando su atención en la manufactura defectuosa de sus productos adolescentes, despojos abandonados a sí mismos, mucho más cerca de las moscas que retratara William Golding que de los dibujos amables de Enid Blyton, mostrándolos desde dentro, escuchando y dando voz a sus motivaciones, sus sentimientos, sus miedos, sin buscar culpables ni justificaciones tranquilizadoras, sólo siguiendo el camino de las baldosas amarillas. Aunque en este caso sólo conduzca al abismo.

Perrera es la segunda novela que le editan a Dani. Recuerdo la joven conmoción que me provocó la lectura de la primera, Chatarra, hace ya más de diez años, debido en parte a la avalancha de recursos estilísticos, metáforas y voces fragmentadas que abigarraban la novela, convirtiéndola en un ingenio barroco, evidentemente deudor del universo lorquiano, que funcionaba con enorme precisión. Vuelve el autor en Perrera a utilizar ese mismo estilo, tal vez de manera menos recargada, otorgando a una historia social un pátina expresionista que termina dominando el escenario, haciendo que su voz se entremezcle con la de los personajes, que a su vez nunca dejan de dialogar consigo mismos, mientras sienten hasta la extenuación y padecen en un silencio que el autor convierte en grito desesperado imposible nunca de escuchar, o en lágrimas que se ocultan para no demostrar una debilidad que es entendida como fracaso vital, y que sólo se permitirá alguno de los personajes en soledad, una soledad atormentada en la que se mueven todos los chicos y que tratan de espantar a manotazos con risas, drogas, insultos y lealtades mal entendidas.

La novela nos traslada a un barrio de extrarradio de una gran ciudad y a pesar de los intentos del autor por plantearla de manera atemporal, es inevitable sentir, casi palpar, que es de los propios años de su adolescencia de los que habla. No de manera tontamente autobiográfica, sino recogiendo el espíritu de una época (diferente a la de ahora, distinta a las de antes, igual en muchos sentidos a tantas) donde la calle era todavía territorio a conquistar y los chavales, hijos del baby boom, poblaban las aceras, las plazas, las salas de máquinas y los institutos, formando no bandas, sino grupos compactos, de lealtades inquebrantables, amistades que trascendían los meros lazos afectivos o los gustos compartidos para erigirse en un sentimiento absoluto de pertenencia, que servía al tiempo de identificación para empezar a interactuar en sociedad.

En este barrio viven el Lucio, el Cucho y el Panceta, tres chicos entre los 16 y los 17 años que formaban parte de un grupo del barrio que giraba en torno a Marcelo, primo de Lucio, y cuya muerte ha significado una auténtica conmoción en ellos, trastocando sus roles en la calle, dejándolos a la intemperie, sin protección, teniendo ahora ellos que proteger incluso a un Chamaquito, hermano pequeño de Marcelo, al que la vida le ha ido dando hostias sin parar, dejándolo primero sin padres, después sin su hermano mayor, para terminar con menos de 12 años viviendo solo con su abuela, mujer en límite de la demencia y a las puertas de la muerte. En este panorama los amigos viven el instante, inmersos en la eternidad adolescente, apurando cada segundo de libertad del que disponen, enamorándose, buscando follar con devoción, drogándose, jugando y conversando, sobre todo conversando, mucho, todo el tiempo. Es ahí donde la historia seduce con mayor intensidad al lector, trasladándole literalmente el lenguaje soez y malhablado de los adolescentes, pero otorgándole un barniz de extraña belleza, de musicalidad, fruto tal vez de la nostalgia del propio autor por la libertad verbal que la vida adulta castra para siempre.

Marcelo, el primo, hermano y amigo muerto, gravita continuamente sobre toda la novela. Él era un héroe, un líder, un “Chico de la motocoppoliano que a diferencia de éste no podrá volver jamás, y que ha dejado desamparados a los suyos, sin una guía para transitar por los difíciles recovecos de la perrera social. El que fuera su perro, hasta ahora cuidado con devoción por su hermano Chamaco, aparece muerto, reventado, masacrado por alguien que ignoraba o no daba importancia al significado que ese chucho tenía para el niño, y por ende para el grupo de chicos: era el último vestigio de Marcelo, su recuerdo vital, y su muerte tendrá que ser absurdamente vengada en un camino sin retorno hacia el desastre.

Ese es el punto de partida de una novela que deja al lector exhausto, sin respiración, alternando entre los improperios que los chavales se sueltan ( “tú eres una maricona, y tú un comemierda, y tú madre es una guarra, y tu abuela más guarra que tu madre…” se dicen amigablemente el Cucho y el Panceta al comienzo de la historia) y la belleza de la metáforas con las que el autor nos transmite los sentimientos de los personajes (“sintió un estilete aguijoneándole el pecho al escuchar el nombre de el Lobo…”,) o su acciones (“las palabras se le derraman de la boca con dificultad, como una canica a la que le costara deslizarse por una superficie abrupta”, “Lucio ya no estaba allí, Lucio ya no pertenecía a este mundo, ahora Lucio viajaba por los trasteros de la tierra, descendía por panteones y pasillos oscuros, torcía por recovecos insondables donde de momento hacía frío, al instante apretaba el calor, todo ello sin mirar, sin ver, como un ciego que ha perdido la cautela y se entrega sumiso a su deficiencia sin echar cuenta al resto de sentidos…”)

Hay que señalar también el que puede ser el defecto más notable de la novela, relacionado con ciertos anacronismos que el escritor no es capaz de evitar. Así no parece lógico que siendo uno de los ejes espaciales de la historia una sala de máquinas (“los chapolos” como se los llama en ella), donde se reúnen los chicos del barrio que pertenecen a los distintos grupos y pasan las horas jugando a las máquinas o al futbolín, se utilicen euros para jugar en ellos cuando es evidente que la importancia de estos lugares decayó por completo como centro de reunión (siendo sustituida por los cibers) una vez los Pc´s y las consolas invadieron los hogares españoles. Del mismo modo leemos como los personajes tienen que llegar a casa para llamar desde el teléfono fijo a sus amigos, o que los institutos aún mantienen cierta ilusión de libertad y en la hora que quieren los chicos pueden hacer una rabona para invitar a una chica a un café (cuando en la actualidad y, desde antes de la entrada en vigor del euro, son espacios propios de la pesadilla foucaltiana en los que los chavales son encerrados a primera hora y no pueden salir y entrar libremente.) El tema del euro va a complicar mucho la pretensión de los escritores de no ubicar sus historias en un tiempo concreto.

Pero que detalles nimios no oculten una novela cuya lectura es altamente recomendable para todos aquellos que quieran prescindir de las historias contadas de manera convencional y quieran adentrarse en el universo poético de Daniel Ruiz, cuya tercera novela está ya en camino y yo la espero con ilusión.

16 marzo 2009

Hasta cuándo

Hay opciones. Hay multitud de centros públicos a los que llevar a los hijos. Si a unos padres les obligan a llevarlos a un concertado pueden y deben exigir que en ellos se cumpla la ley. Tan sólo eso.

Sé que no es del todo justo cargar sobre los hombros de los padres la responsabilidad de defender la educación pública. Pero es increíble que sin pararse a pensar en las consecuencias que conlleva, metan a sus vástagos en centros concertados que pueden incluso estar absolutamente en contra de sus propias ideas, que ejercen la segregación social y practican de manera habitual el chantaje emocional a padres que si tuvieran a esos mismos hijos en un público estarían reclamando sus derechos de manera continua. Sólo por miedo, por mantenerlos alejados de los problemas que la televisión les cuenta que tienen los centros de titularidad pública, por la excusa del nivel académico (la mayor, la más increíble de las falacias argumentales) o para generar la ilusión de una diferencia social con los otros (eso sí, mientras la hipoteca ahoga).

El reportaje de Cuatro es sólo la punta del iceberg. Un ejemplo más de cómo la televisión podría ser un increíble y poderoso instrumento de denuncia pero que siempre, en todas las ocasiones, por la superficialidad en el tratamiento, la falta de pretensiones o de presupuesto, fracasa en su vertiente social.

Imaginad que se pudiera utilizar el presupuesto de un solo programa de La Noria (de esos en los que paga a delincuentes condenados como Roldán, Mario Conde o el antiguo alcalde de Marbella) en realizar una serie de reportajes de investigación sobre la educación en España. Ese podría ser el verdadero informe Pisa.

Son nueve minutos. Ahí estudian nuestros hijos. A salvo de contaminaciones.


03 marzo 2009

Imbecilidades mediáticas 2

Hoy en Público, en su (generalmente) estimable sección de Ciencias, se descuelgan con la siguiente noticia.

...

Si uno continúa con la línea de razonamiento de semejante titular uno llega a la sorprendente y transgresora conclusión de que....¡¡¡los niños que no saben nadar se ahogan más!!!... Increíble...

Y tener que esperar hasta principios del siglo XXI para saberlo... Hay que ver lo que se hace de rogar la ciencia a la hora de dar respuestas a semejantes conflictos diarios. Menos mal que nuestros periodistas están al tanto de la ciencia puntera mundial para informarnos de avances tan relevantes como éstos.

Lo sé, lo sé, me pasa lo mismo, estáis nerviosos ante las nuevas cuestiones que explotan en nuestros cerebros ante semejante revelación, preguntas que tras este estudio el ser humano ya está en disposición de contestarse interrelacionando múltiples variables y disciplinas científicas:

  • ¿Qué sucederá con un niño que no sabe nadar y que es abandonado en la mitad de un piscina olímpica?
  • ¿Y con un niño que sabe nadar pero se le abandona en mitad del océano?
  • Un niño al que un accidente dejó paralítico tras aprender a nadar, ¿tendrá más o menos posibilidades de salvarse que uno que no sabe manejarse en el líquido elemento si ambos son abandonados en esa misma piscina olímpica?
  • ¿Afecta el hecho de no poder respirar en las muertes ocasionales de pacientes asmáticos?
  • Si el corazón de un humano se para por completo, ¿hay posibilidad de que se muera?
  • ¿Existe alguna relación entre la ceguera de un conductor de coche y los accidentes que pueda tener en carretera?
  • Un suicida, ¿realmente quiere matarse?

En el antetítulo explican que se trata de un estudo insólito. Nada más lejos de la realidad.

Lo insólito es que un estudio idiota (y a lo peor interesado, ¿estará financiado por alguna escuela de natación?) salga reflejado en un periódico que pretende ser serio.

Me encanta el principio del ¿artículo?: Lo dice la ciencia...

Con dos cojones.

Pero, en fin, yo me he reído mucha esta mañana al leerlo.

08 febrero 2009

Instantes

El cruel invierno de este año no da respiro. El fin de semana nos deja con la pequeña alegría de un Betis que por fin superó a su eterno rival. El dolor de garganta ataca ferozmente mi hogar, dejando a sus víctimas maltrechas, en pijama, y sin salir a la calle. Aisladas. Levantándose mañana tras mañana con un calcetín introducido en la boca. Veo The Wall y sus imágenes permanecen aún en mi memoria con fuerza inusitada, el dolor de la caída a los infiernos, el muro de contención que aísla a la estrella de la realidad. El muro que delimita la pesadilla totalitaria. Un muro parecido al que mi incomprensión del inglés construye alrededor de una película donde la música de Pink Floyd sirve de hilo conductor emocional, y sus letras resuenan en mis oídos sin encontrar la puerta de la interpretación en mi cerebro.

Aislados. Tras el muro.

El post sobre La clase, de nuevo, tendrá que esperar.

26 enero 2009

¿Cuál es el límite?

A ningún lector habitual de prensa le pueden ya sorprender las promociones y regalos que, cada día, los periódicos españoles se empeñan en ofrecer. Las nuevas generaciones, tras lo visto los últimos años, deben considerar que el periódico es esa antigualla de papel malo que te regalan por comprar en el quiosco vajillas, películas, cuberterías, vasos de cristal, todo tipo de colecciones de libros, coleccionables,mp3, camisetas... Al poco de llegar a Madrid recuerdo mi sorpresa (aún no se había atrofiado mi capacidad de asombro) con una promoción de La Razón por la que cada mañana, al comprar el diario, te daban un cajita de cartón con un croissant...

En las últimas semanas, inmersos en una crisis que afecta especialmente la venta de la prensa tradicional, hemos observado como los grandes diarios se han lanzado desesperadamente a fidelizar a sus compradores habituales. Películas que hace unos años (o meses) nos las hubieran ofrecido a 5, 6 0 7 euros como si fuera una oferta especial, ahora directamente las regalan (como hacen el ABC o El Mundo), o prácticamente las regalan (los casos de El País o Público).

Pero no basta, las portadas traseras de los diarios aparecen cada día trufadas de pequeños cupones que ya nadie arranca y que recuerdan a los distraídos, las colecciones y promociones antiguas que siguen su marcha y de las que casi nadie se acuerda.

Y claro, entre tanta oferta, ofrecer algo diferente puede parecer complicado, pero para eso están los encargados de marketing de los periódicos, que no dejan de estrujarse el cerebro para conseguir encontrar alguna fuente complementaria de ingresos. Aunque a veces los resultados sean cuando menos sorprendentes o surrealistas , por no decir, directamente, de mal gusto.

Aquí tenemos lo que ofrece EL Mundo desde hace unos meses


Un lector distraído que (de manera sana) no se pare demasiado en la página de las esquelas, al encontrarse con esto no tiene otra que exclamar: ¡lo han conseguido! ¡Línea directa con los muertos! ¡Línea directa con el cielo (o con el infierno... no, eso no, que ya no existe, que lástima…), y uno lo ve ahí, abalanzándose sobre su móvil, para mandar un SMS a algún conocido fenecido; y encabronándose porque no le responden... ¡qué mala educación tienen los muertos!

Si este distraído lector mirara la página con más detenimiento encontraría la solución a tamaño disparate.


Vamos, que aquí de lo que se trata es de hacer negocio como sea, y una vez que se ha perdido la ética desde hace años con los anuncios de prostitución, ahora se recurre a esta nueva vía, aunque sea muerta.

No sé, ¿A nadie más le parece un poquito de mal gusto? ¿Condolencias por un muerto a través de un miserable mensaje de móvil? Seguro que por Internet ya circula alguno tipo que puedes reenviar a varios familiares al tiempo, para no quebrarte la cabeza. Como en fin de año. Qué triste.

Y menos ruin, aunque no por eso menos lastimoso es el siguiente cuponcito que lleva días apareciendo en la contraportada de El País.



No les basta con las películas, las vajillas, las cuberterías, los gps, los mp3 y los coleccionables, no, además te regalan el café. Vamos, que te compras La Razón de antaño y El País de ahora y te vas desayunado a trabajar con café y croissant.

Ya sé que pueden promocionar la venta de los diarios como les dé la gana, pero uno de los argumentos que siempre han esgrimido los defensores de la prensa de pago frente a la gratuita o anoréxica, era la respetabilidad que le otorgaba su propia asunción de ser el cuarto poder, el control de las sociedades democráticas.

Pero el respeto parece que se pierde un tanto cuando un ve a la gente salir del quiosco después de comprar un par de periódicos sin poder mirarse a los pies de las cosas que acarrea, y casi sin mirar las portadas de los periódicos porque están desenvolviendo alguno de los cachivaches promocionados.

Y, ojo, yo seguiré aprovechándome de ellos para completar mi filmoteca a precio de risa. Pero que no se engañen, una vez que se acostumbra al comprador a una forma de consumo donde lo que parece que menos importa es el producto que realmente se quiere vender, a ver cómo lo desacostumbras. Porque es evidente que este modelo no puede funcionar porque es imposible que a la larga sea rentable debido a la gran competencia. Pero por otro lado no se puede eliminar o reducir sin más porque tienes a los yonkis enganchados a los "regalos", exigiendo además, que sus dosis sean novedosas y sorprendentes, porque ya no se enganchan a cualquier cosa. Menuda espiral autodestructiva.

18 enero 2009

Periodismo de altura

Leído hoy en El Mundo, edición Madrid, pág 26, a toda página:

Tregua unilateral de Israel
  • Hamas rechaza la medida si no incluye la retirada del Ejército israelí
  • Tel Aviv advierte de que responderá a todo ataque del grupo islamista
Tregua unilateral... el significado de tregua en el Drae nos habla de cese de hostilidades por determinado tiempo entre los enemigos que están en guerra... ¿Qué narices tiene que ver eso con lo que podemos leer en el interior del artículo que declara Olmert, primer ministro israelí?:

"Los objetivos se han cumplido en su totalidad..."

¿De qué tregua nos hablan? Si se han cumplido los objetivos que se tenían marcados al comenzar la ofensiva militar, ¿no estamos ante el fin de dicha ofensiva debido a una victoria total? Y si lo que hay es una tregua, ¿la otra parte no tendría que estar de acuerdo?...

Y lo del subtítulo ya es de traca: "Hamas rechaza la tregua"... ¿Eso qué quiere decir? ¿que rechaza que los israelíes dejen de atacarlos? Vamos, que los palestinos, remedando a Gila, llaman por teléfono a los israelíes, y les dicen que no, que de eso nada, que no los pueden dejar de matar a no ser que además se marchen de la zona... Los israelíes, consternados, les contestarían que eso es lo que hay, que no se van a ir pero que van a dejar de bombardearlos y matarlos, que ya se han cargado a los que querían y que ahora toca aparentar humanidad y todo ese rollo que se han pasado por el forro de los cojones durante el tiempo que les ha venido en gana, que lo entiendan, pero los palestinos, muy enfadados y molestos, que no, que no, que si no os vais tenéis que seguir matándonos...

De locos.

Aquí no hay una guerra, no hay dos partes porque la desproporción es brutal, pero como el que lee prensa a diario sabe que nada es dejado al azar y que los titulares son la mejor y más directa forma de manipulación de las noticias, parece necesario denunciar a El Mundo y a su chabacana y miserable deformación de la información mediante este titular.

04 enero 2009

Historias de fútbol

En la frontera de Lavapiés, ya en La Latina, se encuentra el bar al que acudo en peregrinación desde hace más de seis años, siempre que los compromisos sociales me lo permiten, para ver los partidos del Madrid. Es un bar cualquiera, típico de esta ciudad, de los que habitualmente despotrico, sin nada especial, sin ningún erotismo, donde de pie apoyado en la barra disfruto de una pasión que transversalmente recorre mi vida desde niño. Siempre llevo conmigo el periódico o alguna revista para evitar en el descanso conversaciones que no quiero mantener o risas que no quiero compartir. Lo sé, es raro, tal vez han sido los años o la costumbre, pero la cuestión que desde hace ya mucho tiempo, desde que abandoné el hogar de mis padres y perdí la posibilidad de compartir las tardes de fútbol (previas incluidas) con mis hermanos y mi padre, me gusta ver el fútbol solo, o al menos en silencio, sin comentarios inoportunos, sin interpelaciones molestas, sin valoraciones pretenciosas de los que creen saber mucho de fútbol, sin fastidiosos exabruptos que tener que comentar o reír. De fútbol no se sabe, no se debería hablar demasiado y desde luego tampoco debiera deprimir o enfurecer a los adultos más allá del momento del partido (los niños y sus pasiones desbordadas son otra historia; yo mismo fui uno de ellos). El fútbol es puro sentimiento, sólo eso: pasión, estética, sufrimiento, épica; gloria o fracaso. Y nada mejor que el silencio para disfrutarlo, escuchando la narración del partido por la tele o la radio en casa o, en el bar, escuchando las conversaciones o gritos de otros sin entrar al trapo.

Más de seis años viendo fútbol de manera periódica en este bar, sin amigos que perturben, dan para mucho. Sirve incluso para estudiar nuestro comportamiento social, cómo funcionamos en grupo e individualmente. Para generar complicidades extrañas con personas que por motivos diversos también acuden al bar en soledad a ver a su equipo, y con los que basta un saludo con la mirada o una palabra suelta para que poco a poco vayan convirtiéndose en personajes necesarios que interpretan su papel en el plató en el que se desarrolla este ritual semanal. Para observar con curiosidad desplazamientos raciales, no necesariamente racistas, respecto a la ubicación de los clientes en el bar: el local siempre ha tenido dos pantallas a ambos lados de una barra cuadricular en la que, aleatoriamente, según el orden de llegada, se iban colocando los diferentes parroquianos habituales. En mi caso, como buen animal de costumbres, pasase lo que pasase, una vez que me decidí por una de las dos pantallas, siempre acudía (y acudo) a ella, encontrando mi espacio vital delante de ella para ver con comodidad el partido. Con el paso de los años, y de manera gradual, casi sin notarlo, he terminado rodeado de toda la facción inmigrante que acude al bar y tiene al Madrid como su equipo de cabecera, auténticos y fervorosos aficionados a él que sienten a su equipo como si hubiesen nacido en el barrio de Chamartín. Mientras, al otro lado de la barra, en torno a la otra pantalla se han hecho fuertes los blancos, los autóctonos, los parroquianos de siempre, los habituales del bar de toda la vida, generándose poco a poco una división racial que, no por inofensiva, deja de ser significativa.

Las anécdotas en estos seis años han sido variadas, algunas entrañables, otras curiosas y divertidas. Contaré dos que se mantienen con fuerza en mi memoria y siempre me hacen sonreír mentalmente cuando las recuerdo:

--Era el último partido de la liga de Capello (la de hace dos años), que enfrentaba al Madrid con el Mallorca en casa, y en el que el equipo blanco, tras estar toda la liga por detrás del Barcelona y después de una remontada repleta de victorias inverosímiles en los últimos minutos de cada partido, se presentaba líder. Sólo tenía que ganar ese partido y era campeón de liga. En el descanso perdía. No recuerdo si era 0-1 o 0-2. El bar estaba repleto, yo estaba apoyado en la barra, con mi whisky, tenso. En la segunda parte el Madrid terminó remontando y proclamándose campeón de liga. Aquello era un delirio, el éxtasis en un bar de Madrid, por la cosa más idiota del mundo, sí, pero y qué. Pura felicidad gratuita. Terminó el partido y mientras aplaudía y saltaba de puro júbilo, observé a un tipo, muy alto y delgado, negro como el tizón, vestido con una túnica blanca que iba a juego con el pequeño gorrito que coronaba su cabeza darse la vuelta delante mía con lo ojos vidriosos por la emoción, mientras me alargaba la mano con fuerza para chocarla con la mía, una mano que doblaba con creces el tamaño de la mía y que apretó con énfasis mientras desde arriba bajaba hasta mí para darme algo parecido a un abrazo al tiempo que chapurreaba un español incomprensible que mezclaba, en su alegría, con palabras en su propio idioma inaccesibles para mí. Un par de segundos, tan sólo, después los dos volvimos a mirar cómo se abrazaban los jugadores del Madrid, pagamos nuestras consumiciones y salimos del bar cada uno por su lado. Lo más curioso de esta historia es que un año después, en mayo de este año, en el partido que significaba la consecución de la liga de Schuster, un tipo que vestía igual que el del año anterior, igual de alto e igual de negro, estuvo delante mía durante las dos horas del encuentro. Al finalizar, y entre las palmas generalizadas se dio la vuelta y me estrechó su mano con fuerza. Lo miré a los ojos intentando confirmar si era el mismo tipo que el año anterior, un segundo no más, después, claro, cada uno siguió su camino.

--Una tarde de liga cualquiera, un domingo cualquiera, un partido del Madrid cualquiera. La estrategia espacial determina que un cubano mulato que no para de hablar, explicando a todos los que no queremos escucharlo cómo debiera ser la alineación del Madrid, cómo debería jugar, a quién hay que echar y qué tipo de sistema utilizar, coincida con un maduro patriarca gitano de ademanes distinguidos, con un porte especial, que en principio se mantiene apartado en silencio, viendo el partido de pie sin apoyo alguno de barra o banqueta, y con un subsahariano negro, un metro noventa, enorme, regordete y aspecto bonachón, con el pelo rizado y teñido de rubio, que comienza a conversar con el gitano y el cubano de jugadores, tácticas, historias de otros tiempo futboleros y demás parafernalias que acompañan siempre a las discusiones sobre fútbol. Un autóctono más bien bajito, blanco, con el pelo largo y una revista en la mano para que nadie se le acerque a hablar en el descanso los mira divertido. La estampa no deja de ser curiosa: el cubano, el gitano y el subsahariano discuten con nervio y tensión, tremendamente molestos por lo que el Madrid les está ofreciendo esa tarde, cabreados pero a la expectativa de ese gol que transforme las críticas en halagos. Integración a través del fútbol, pasajera sí, tal vez, pero al menos algo que los une un rato, más allá de los vanos intentos de lo hipipogres de Lavapiés y sus bares exóticos.

Esta tarde el chaval subsahariano, el negro con el pelo teñido, no estaba, sí el gitano. En el descanso una mano me ha tocado el hombro y al levantar (mucho) la cabeza apareció ante mis ojos, ofreciéndome su mano mientras me preguntaba por el resultado del partido. Sonriendo se lo he dicho mientras el patriarca le quitaba (literalmente) el espacio a un chaval que había ido al servicio para ofrecérselo con gestos exagerados al negro, mientras le decía algo así como “moreno, moreno, ponte aquí que hay sitio… a ver lo que hacemos en la segunda parte porque esto no tiene buena pinta…

Yo he bajado los ojos a mi revista y he seguido escuchándolos.

08 diciembre 2008

Aprueba, coño

Un profesor fracasa cuando todo lo que se le ocurre para conseguir que un alumno se interese por su asignatura tras vanos y patéticos intentos de apelar a una abstracta y maravillosa cultura general (argumento que ni él mismo sabe cómo articular), es incidir en el aspecto instrumental del asunto, en el uso utilitarista de las tristes horas de estudio previas a un examen para conseguir un miserable aprobado que tranquilice conciencias, individuales y colectivas: "estudia para aprobar, chaval, que sin el título de la ESO lo vas tener muy crudo". Dieciséis palabras, escasos tres o cuatro segundos pronunciándolas, el descalabro de la utopía educativa; y la mugrienta realidad en los ojos de alumno y profesor, reflejando la irrealidad en la que se mueven los discursos oficiales y pedagógicos.

Tengo la sensación de que todos los profesores han utilizado alguna vez la fórmula de marras. Todos: los mejores, los peores, los otros. Por causas muy diversas, tal vez, pero la misma puta frase. En general, antes del primer mes ejerciendo la profesión.

Y mientras el padre y la madre, en casa, sólo preguntan una cosa: ¿cuántas te han quedado, hijo?

¿Seguro que no significa nada? ¿Que es intrascendente? ¿Que es lo normal?