El ataque indio a la diligencia en la película dirigida por John Ford en 1939, es uno de esos momentos que ha quedado grabado en la historia del cine. Su intensidad, sentido del ritmo e integración de planos medios (grabados en estudio con los actores) junto a los planos generales (que dotan de una inusitada fuerza a la secuencia y que fueron grabados por expertos especialistas que realizaron algunas de sus mayores hazañas en el rodaje de esta película), conforman casi diez minutos de un cine de extraordinaria calidad e intensidad, dentro de una película que significó el resurgir de un género, el western, que dejaba atrás la época en la que apenas era un divertimento menor de las masas a través de producciones de serie B, para convertirse durante dos décadas en uno de los emblemas más significativos del cine americano e incluso, como afirmara Borges, en la última épica del siglo XX.
Toda la secuencia está rodada desde el punto de vista de un narrador omnisciente por lo que en todo momento el espectador posee más información que los personajes. Este hecho dota de mayor intensidad dramática al comienzo de la secuencia cuando los pasajeros, tras haber superado múltiples peripecias durante el viaje (incluido un parto que es asistido por un doctor borracho), comienzan a despedirse ignorantes de la que se les avecina.
Ese dramatismo se ve reforzado gracias al uso de música no diegética En aquella época Hollywood estaba virando hacia un uso más evocador de la música, con el uso de los leit motiv, pero todavía estaba muy presente la época del cine mudo, donde la música acompañaba en todo momento a las imágenes remarcando los movimientos de los personajes, e induciendo emociones al espectador, provocándoles sentimientos de miedo, intriga o ira antes de que la imagen mostrara la situación que provocará dichos sentimientos. Un brusco giro de la cámara sobre su eje, una breve panorámica, nos hace trasladar nuestra mirada desde un gran plano general de una diligencia que cabalga tranquila y pausada hacia el final de su viaje acompañada de una música suave y alegre, hasta un plano general de un numeroso grupo de indios montados a caballo y con rostro adusto que son presentados bajo una música chirriante, desasosegante y significativa. Esa música persiste en nuestros oídos mientras la cámara nos muestra algunos primeros planos de los indios. El espectador ya es consciente, antes de que suceda, de que van a atacar la diligencia. Comienza a sufrir por los personajes a los que ha cogido cariño y con los que se les ha permitido empatizar durante el anterior metraje.
A partir de ese momento se intercalan imágenes de una carrera frenética (grabadas mediante planos generales), a través de una zona desértica, yerma, que potencia la idea de que la huida no es posible, de soledad y de angustia, con planos medios y primeros planos de esto personajes repeliendo el ataque, grabados en estudio. El espectador es testigo de la muerte o las heridas que sufren algunos de los viajeros a manos de los indios, al tiempo que el personaje de Ringo (John Wayne) va cobrando fuerza como el único que es capaz de contener por un tiempo lo inevitable. En esta loca huida se comete uno de los errores que en todas las escuelas de cine se enseña a no cometer, ya que varias veces se invierte el eje que permite al espectador dotar de continuidad a la carrera por lo que alternativamente vemos a la diligencia y a los indios correr de izquierda a derecha de la pantalla, para después moverse en el sentido inverso. Este hecho no hace más que demostrar que las normas estás para ser incumplidas, siempre que el que lo haga tenga el dominio de la técnica suficiente como para que esa trasgresión no afecte a la inteligibilidad del relato cinematográfico.
A los pasajeros se le van acabando las balas con las que hacer frente al ataque, la situación se hace cada vez más desesperada y entonces somos testigos del momento más intenso de la secuencia, cuando vemos mediante un primer plano, la cara preocupada y tensa del antiguo caballero del sur reconvertido en jugador de póquer tras la Guerra Civil, y que ha colmado de atenciones a la joven sureña que viaja al oeste en busca de su marido militar. La cámara desciende desde su rostro y entendemos que mira su pistola. Mediante un plano detalle se nos muestra que solo le queda una bala en la recámara de su revólver; una breve y algo violenta panorámica nos indica el sentido de sus pensamientos y hacia donde se desplaza su mirada: un primer plano nos enseña a la joven sureña que reza desesperada, casi sollozando y con el pánico reflejado en su rostro. Dentro de ese primer plano aparece desde la izquierda el revólver, solo el revólver, que apunta a la cabeza. El espectador comprende entonces que todo está perdido y entra en el juego de los simbolismos aceptados, la información subrepticia que le dice que por entonces, en el “salvaje oeste”, era preferible pegarle un tiro a una mujer antes de que cayera en manos de los indios. El revólver es amartillado y justo en ese momento se escucha un disparo fuera del plano: el revólver cae lentamente al tiempo que sobre la música no diegética se alza el sonido de una corneta (música diegética que sirve como sinécdoque de lo que vemos a continuación: la caballería del ejército americano a todo galope dispuesta a salvar la diligencia y terminar con el peligro de los indios).
Por último vemos a Ringo abriendo la portezuela del la diligencia tras el ataque y el espectador observa a través de su mirada (cámara subjetiva) la muerte del personaje interpretado por John Carradine, volviendo a recordarnos su noble origen. La secuencia termina con el plano medio de Ringo observando el interior que ya no vemos, sin entrar en la diligencia, como una metáfora del final de la película, cuando junto a la prostituta Dallas, se alejará de la civilización. Un plano que parece prefigurar al endurecido y cínico personaje de Ethan, que el mismo John Wayne interpretara en Centauros del desierto (John Ford, 1956), incapaz de volver a encontrar su sitio dentro de niguna comunidad.