Cada día una nueva mala noticia educativa en Madrid viene a
superponerse a la del día anterior. Confluyen como una superposición de ondas
en interferencia constructiva, mostrándome la dura realidad que, lenta pero
inevitablemente, me arrastra cada día más lejos de la profesión que elegí y con
la que he sido extraordinariamente feliz durante los últimos seis años.
Yo nunca
aspiré a ser profesor de instituto. Ni cuando fui adolescente, ni cuando me
planteé el estudio de la carrera de Físicas, ni cuando elegí la especialidad de
Astrofísica para licenciarme. Utilizaba con soltura los lugares comunes con los
que los jóvenes denostan a estos profesores, vinculando su actividad con los
folios amarillos, la desidia, el aburrimiento y la mediocridad. Lugares comunes,
esos lugares que por creer conocidos no se investigan y dejan patente nuestra
propia pobreza y pereza intelectual. Una vez acabada la carrera lo único que
tenía claro era, en cambio, que no podía dedicar mi vida a la investigación
científica porque implicaba una dedicación exclusiva a algo que estaba en las
antípodas de lo que eran mis intereses reales. Aún me emociono cuando comprendo
(o vuelvo a comprender) ciertos fenómenos físicos, me entusiasma asomarme a
vislumbrar el porqué de tantos de esos sucesos que la naturaleza nos muestra, cada día me
interesan más la filosofía y la divulgación de la ciencia, pero ya por entonces
advertía con pavor la entrega monacal que exigía la especialización que suponía
la investigación, y la competición miserable, la lucha no por conocer sino por
pertenecer, no por comprender sino por sobrevivir en el mundo de la ciencia.
Sólo he visto en otro lugar similares puñaladas a las que, dentro de la ciencia,
los aspirantes al club se lanzan entre ellos: en el mundo de la literatura. Entre
sonrisas, abrazos e hipócritas loas. Recién emparejado con la que hoy sigue
siendo mi mujer, mi compañera, mi todo, decidimos seguir nuestra frágil aventura
en Madrid, en la que era la ciudad de mis sueños, donde según mi imaginario
todo sucedía porque todo podía suceder. Madrid nunca me ha decepcionado, al
menos hasta ahora, me siento en casa como nunca me sentí en Sevilla, me siento
identificado con su idiosincrasia, con su ritmo, con su autocrítica constante,
con su capacidad de no ser nada mientra puede aspirar a ser todo. A pesar de su
repugnante evolución hacia el conservadurismo político. Durante un par años
vivimos al día, con lo justo, sin posesión alguna, sin compromisos ni ataduras,
dando clases particulares a domicilio, disfrutando del enorme tiempo libre que
nuestra falta de ambición económica nos otorgaba para vivir la ciudad, para
leer, para sumergirme en el cine, para picar y picar en todo aquello que me
llena, me interesa: sociología, economía, política, cine, filosofía, literatura…
Experto en casi todo, especialista en casi nada, diletante profesional, incapaz de profundizar, feliz por ello, desgraciado
a veces por lo mismo. Fue una época
feliz, libre, casi salvaje, donde el tiempo era eterno y el futuro sólo era
algo que pasaba la semana siguiente.
Poco a poco descubrí que era bueno, bastante bueno dando clases. Que me
gustaba, que se me daba bien, que era la única actividad en donde nunca
mostraba impaciencia, en la que en todo momento era capaz de de mostrar la
empatía necesaria para ayudar a la comprensión del alumno. Tal vez había
encontrado algo, tal vez podría tener la suerte de dedicarme a algo que me
gustara y que me dejara cierto tiempo libre para seguir ocupándome de mis otras
necesidades. Tuve suerte y, aprobando una y otra vez los exámenes de las oposiciones,
pude optar a las migajas interinas que el sistema educativo madrileño permitía
debido a la financiación ilegítima con fondos públicos de la enseñanza privada
concertada. Fui profesor interino, con vacante cada curso, lo que significaba
que cada año me convertí en el profesor de Física y Química (y Ciencias
Naturales) de decenas de alumnos madrileños.
Desde el primer día supe que estaba exactamente donde debía
estar. Desde que entré por primera vez en las aulas del IES Isabel la Católica, supe que había
encontrado mi sitio, mi lugar en el mundo. Entonces yo no sabía nada de constructivismo,
de grupos de trabajo, de la crisis de la clase magistral, de la discusión
pedagógica sobre lo que debía significar la figura del profesor en el proceso
de aprendizaje de los alumnos, de trincheras educativas, de lo que había
supuesto y significaba, positiva o negativamente, la LOGSE en la memoria
individual y colectiva del gremio docente... Lo que sí sabía, lo que supe desde
el principio, era lo extraordinariamente sencillo que me era conectar con los
alumnos, con sus problemas, con sus inquietudes, sus miedos, sus ambiciones. Y
a partir de ahí ayudarles a interesarse por la ciencia y por el mundo partiendo
de sus ideas y procurando alimentar sus sueños. Tal vez todo era muy simple,
tal vez el significado de ser profesor fuera en el fondo mucho más sencillo que
lo que tantos pedagogos se afanaban en complicar o tantos malos profesores se
empeñaban en simplificar, tal vez todo se resumía en que había que respetar a
los alumnos, escucharlos, empatizar con ellos, considerarlos merecedores de
consideración intelectual y emocional y no por ello dejar de saber que el papel
del profesor no era estar a su altura sino colocarse a su lado, ayudarlos a
avanzar mientras tú te quedabas atrás, mientras ellos se alejaban en busca de
la consecución de sus propios sueños. Hace tiempo que comprendí que ningún CAP,
ningún Máster va a conseguir jamás que alguien que no sienta que eso es una
verdad emocional, casi telúrica, puede llegar a ser un buen profesor. Podrá ser
un buen profesional, tendrá los recursos para enseñar una materia, pero nunca
será un buen profesor. Yo entendí rápidamente que mi papel, el papel del
profesor, no tenía nada que ver con impartir espectaculares y aburridas clases
magistrales sobre la materia que enseñamos, sino mucho más con la apertura de
puertas a otros mundos, científicos, culturales y emocionales a adolescentes hambrientos,
desesperados porque alguien los tome definitivamente en serio, que entienda que,
a pesar de los tópicos y de la infantilización a los que sistemáticamente se
los somete, ellos son personas en proceso de transformación, camino de
convertirse tal vez en aburridos adultos, como tantos, pero aún con la apasionante
sensación adolescente de ser al mismo tiempo tan especiales y tan vulgares, de
sentirse únicos en el mundo al tiempo que el más mediocre de sus habitantes.
Capaces de iluminar con la luz más brillante para un segundo después
comportarse de la manera más miserable.
Desde entonces no recuerdo un día que entrara en un aula con
mala cara. La mala cara aparecía por la mañana, cuando me tenía que levantar de
madrugada para poder llegar a tiempo al instituto. O al llegar a casa más allá
de las cuatro de la tarde tras un día agotador. Pero nunca al entrar en el
aula. He disfrutado siempre. Esa puerta, la puerta de cada aula, significaba adentrarme
en una burbuja, en otro mundo, donde mis problemas, mis miedos, mis
preocupaciones, las enfermedades o el contexto socioeconómico pasaban
inmediatamente a un segundo plano. En este mundo las directrices estaban
claras, los objetivos evidentes, la posibilidad de despiste inexistente, el
camino marcado, todo tan fácil y siempre tan cerca del fracaso: cada clase como
una función de teatro en la que lo que se hizo el día anterior no sirve para
nada, una representación en la que no se puede fallar, trabajando como un
director de orquesta, construyendo un show que permita el aprendizaje (el
objetivo clave, siempre presente como eje director) para elevarse sobre una
realidad educativa que induce al aburrimiento, a la desidia, a la reiteración
de actividades clonadas… Cada mañana, cada clase, vista como un reto, siempre
cerca del abismo, con los alumnos esperando ese error que les permita de nuevo
desconectar y desentenderse, adaptándome a las radicales diferencias entre las
decenas de grupos con los que he trabajado, disfrutando de su heterogeneidad,
de las sinergias construidas, de las complicidades: la inmigración y los
problemas sociales en el Isabel la
Católica junto con un estupendo grupo de 4º ESO con el que
empecé a aprender a trabajar como tutor; el salto a Fuenlabrada, al África con el 3º más
complicado al que nunca me enfrenté y con otra tutoría de 4º muy especial, un
grupo de alumnos tremendamente receptivos que me hicieron uno de los regalos de
despedida más frikis y divertidos que, creo, nunca recibiré; los dos años en Colmenar
de Oreja, en el Carpe Diem, mi exilio rural, que me permitieron por primera vez repetir en un
mismo centro y conocer a una generación de alumnos estupendos, extraordinarias
personas, muy especiales, que me acaban de invitar a su graduación, dos años
después, en 2º de Bachillerato, y con los que aprendí el enorme bien que la
educación pública puede hacer en estos lugares; el brusco cambio desde lo rural
hasta lo urbano, volviendo a Madrid capital, al Iturralde, con otra tutoría de 4º con alumnos
muy brillantes y comprometidos, con hambre atrasada, deseosos de aprender y de posicionarse en el mundo;
hasta este curso, en el que he ido transitando desde Becerril hasta Torrejón a
la espera de lo que me destine el final de curso, desde trabajar en el Juan Ramón Jiménez con enorme
esfuerzo y empatía con alumnos al borde del abandono educativo hasta
encontrarme en el Palas Atenea con un 1º de Bachillerato que ha sido el grupo
de alumnos más dinámico, divertido y brillante que jamás haya tenido... Años
intensos, grupos dispares, cientos de alumnos cuyos nombres voy poco a poco olvidando,
cuyas caras se difuminan con el tiempo, pero que tienen un enorme significado porque forman
parte de mi vida.
No me engaño. Parafraseando a una de mis películas favoritas
mi sensación es que todas estas experiencias se irán como lágrimas en la
lluvia. No es éste un post reivindicativo, ni político. Otros lo han sido y
otros lo serán. No, éste es una declaración de amor. De amor a una labor en la
que he encontrado mi lugar, mi equilibrio, la sensación de ser útil a personas
reales e identificables, en la que he encontrado la posibilidad de vivir mi
vida sin sentirme excesivamente sucio, ni deshonesto, una labor en la que no
debía traicionarme para conseguir el dinero con el que sobrevivir en esta
sociedad. Una labor por la que siempre llego absolutamente reventado a casa,
que me ha hecho descubrir el sabor amargo de las migrañas, que llena mi cabeza,
me exige y me tensiona cada día pero que también me ha permitido conocer a
gente extraordinaria, profesores que a día de hoy se han convertido en algunos
de mis mejores amigos. Este post lo escribo para mí, para recordarme por qué
debo seguir luchando, para no olvidar los motivos por los que perseverar contra
viento y marea aún merece la pena, para recordar a esos alumnos con los que he
trabajado, ésos que creían que eran ellos los que estaban aprendiendo conmigo mientras
era yo que el cada día, gracias a ellos, era mejor persona.
Esto no es más es una declaración de amor en tiempos de
guerra.
A pesar de todo.