Las sangrantes noticias de corrupción política aparecen ya
sin interrupción, se superponen unas sobre otras, cada día, y al siguiente, engendrando
un enorme manto de mierda que envuelve y ahoga con su hedor a una ciudadanía agotada,
asfixiada y encanallada, a ratos desanimada y a ratos enferma de rabia. Al
final, como tantos auguraban, España comienza a resquebrajarse, pero no como
advertían los rancios nacionalistas españoles, ni como anhelaban los necios nacionalistas
periféricos, sino por
la manifiesta ruptura del contrato democrático entre los
ciudadanos y sus representantes políticos, sin el cual sólo nos queda navegar
por las aguas oscuras del totalitarismo, la indiferencia anómica o el activismo
más estéril. Los políticos, los tontos útiles del chiringuito capitalista, mediocres
intelectuales pero con una personalidad artera que les permite aprovecharse del
sistema poniéndose de perfil, llevan años enriqueciéndose a costa de los
supuestos servicios que nos ofrecen, llevan años haciéndose fuertes dentro de
sus partidos por su facilidad para conchabar con un sector privado bulímico y
envilecido, ansioso por hacerse con enormes tajadas de dinero público y por
controlar gran parte de ese apetitoso sector público que fue desmembrándose
lentamente hasta dejarnos a los ciudadanos mucho más pobres, a los grandes
poderes financieros mucho más ricos (y aún más poderosos) y a infinidad de
miserables políticos sin necesidad de volver a trabajar en su puta vida.
Los grandes casos de corrupción, los que afectan a los grandes
nombres de la política, a los grandes partidos, siempre encuentran su reflejo
invertido, deformado, con menores cuantías pero no menor delito, en la
podredumbre de los cargos intermedios, en la deshonestidad de los designados a
dedo que de su plaza hacen su cortijo al amparo de los favores hechos y
debidos. Así, l
os tejemanejes de los Pujol en Cataluña y
el famoso 3% de comisión con el que Maragall acusó de financiarse ilegalmente a CIU, encuentran
su inaudito reverso, su reflejo deformado dentro de su propia estructura de
mafia grotesca en ese tipo,
Millet, que creyó que el Palau era de su propiedad
y
con fondos públicos llegó incluso a sufragar los gastos de la boda de su hija
al tiempo que, para no levantar sospechas, le cobraba a su consuegro 40000
euros para "compartir" esos gastos fantasmas. Los actuales escándalos dentro del
PP debidos al descubrimiento de
los 22 millones de euros suizos del extesorero
del partido,
Bárcenas, a
los sobres de dinero negro que cobraron todo tipo de cargos y al
ático marbellí del exterminador de los servicios públicos madrileños,
Ignacio
González, no son más que el reflejo aumentado de
esa trama de la Gürtel madrileña con ramificaciones
valencianas, esa trama cutre de
amiguitos para siempre y mafiosos de pacotilla en
la que se nos quiso hacer creer que la cosa no iba más allá de unos cuantos
trajes regalados; o nos retrotrae a ese joven
Zaplana, grabado por la policía
en las investigaciones del
caso Naseiro, afirmando
aquello de “
yo estoy en política para forrarme”. Sin consecuencias. Nunca pasa
nada. Todo termina despareciendo de la agenda de los medios y las leyes (hechas
por políticos corporativistas) nunca les afectan. Sólo queda el hedor. También los
del PSOE tienen mierda que esconder, tanta que hace años que resulta imposible
acercarse a ellos sin asfixiarse por su pestilencia. El famoso
caso Filesa,
mediante el que se descubrió la trama de financiación ilegal del PSOE, encontró
años después su reflejo invertido en ese escándalo, tan despreciable como zafio, de
los
ERE en Andalucía, con ese chófer y su jefazo
sociata encocándose y yéndose
de putas con dinero público. Cuánta caspa. Cuánto hijo de puta. Así se escapa,
se pierde, se diluye el dinero de nuestros impuestos a través de los mugrientos
desagües de la
Administración. Y la pérdida no es sólo económica, lo es
también moral, porque a nadie le extraña, todos llevamos años asumiéndolo con
normalidad, dando por sentado que así funciona el sistema, que ninguna empresa
conseguirá contratos con la
Administración sin untar a políticos y a partidos, que es
aceptable y natural que políticos de alto nivel como
Bono o de los niveles más
bajos como el alcalde semianalfabeto de tu pueblo aumenten su patrimonio
descaradamente mientras ejercen la política. Estamos inmersos en una enorme crisis
de valores, una crisis moral que se entrelaza con la económica, que nos deja
aislados, solos, sin principios éticos a los que agarrarnos y defender junto a
otros, a la espera de una verdadera y catártica explosión social que nos
permita al menos posicionarnos en alguna trinchera, reconocernos en los demás,
dejar de sentirnos indefensos ante el sistema.
Los políticos ocupan ahora el centro de nuestros odios,
tienen cara, son reconocibles, sus actos miserables y groseros los delatan. Roban
nuestro dinero y nos recortan derechos sociales. Los despedazamos, los
arrastramos por el lodo, los ponemos a parir en cada reunión de amigos pero,
¿de dónde salen los políticos que nos gobiernan? ¿Surgen por generación
espontánea? ¿No tenemos ninguna responsabilidad? Aunque no queremos reconocer
la verdad, aunque no parece el mejor momento para advertir sobre ello, es
fundamental aceptar que los políticos son los hijos de nuestra sociedad, son el
espejo donde vemos reflejada la indecencia de un sistema social y económico
donde prima el beneficio inmediato e individual sobre los logros colectivos, y
donde no se premian las acciones moralmente correctas sino que siempre parece
vencer el deshonesto, el tramposo, el que no cumple las reglas. El que además se ríe
de los que sí lo hacen.
Los ciudadanos no sólo cometen continuamente todos tipo de
fraudes al Estado, sino que se alardea o se habla de ellos sin recato alguno,
sin la más mínima sensación de culpa. Sólo hay que mirar alrededor y escuchar
con atención. En el plazo de muy pocos meses he asistido o me han contado
historias que ilustran a la perfección la podredumbre moral de una sociedad intrínsecamente
corrupta, como los políticos que la gobiernan: un camarero de una taberna se
pone a hablar con mi acompañante de manera informal. En un minuto escucho cómo
cobra íntegramente todo su sueldo en negro mientras se saca un sobresueldo
traficando con tabaco y marihuana (¿cobrará además alguna ayuda del Estado?);
un guía de de un monumento ofrece a un amigo la posibilidad de pagar con IVA o
sin IVA los 170 euros por un par de horas de trabajo; la posibilidad de venta
de un terreno pone encima de la mesa familiar, sin pudor alguno, el cobro de parte del
dinero en negro para evadir a Hacienda; se realizan obras de mejora de una
vivienda en la que se gastan miles de euros, pero se contrata a un grupo de
trabajadores a los que se les paga en negro, sin factura, por lo que esos
trabajadores trabajan sin cotizar y además podrán disponer de ayudas estatales
por estar oficialmente parados; se contrata a una persona para cuidar a un
anciano que ya no puede valerse por sí mismo. El trabajador pide que no le den
de alta para poder seguir cobrando la ayuda del Estado. No hay problema alguno,
a nadie le parece mal… Historias como éstas las conocemos todos, se cuentan, se
saben, a veces incluso se admiran y se jalean al tiempo que se mira con cierto
desprecio al que se niega a emularlas y las critica con firmeza. En muchas
ocasiones se les trata como tontos, como idotas defensores de una pureza excesiva.
¿Simpatía por los políticos? Ninguna tengo. Sus actos, su
corrupción, su incapacidad y su forma de doblar la rodilla, humillándose antes
los poderes financieros me provocan el mismo asco que a todos. Pero me chirría comprobar
cómo una vez más los medios de comunicación de masas consiguen que el foco de
atención ciudadana se centre en la corrupción política sin ayudar a construir
una reflexión colectiva sobre por qué puede suceder esta corrupción, una
corrupción que es intrínseca al sistema. Los políticos son una herramienta
esencial de ese sistema (esencial su existencia, prescindibles las personas particulares que en cada momento la ejercen) construido por un capitalismo depredador que hace décadas que dejó de pensar que el Estado era un problema sino que, por el contrario, era fundamental
hacerse con sus servicios para defender sus negocios, para hacerse con el
dinero cautivo de los impuestos y para servir de colchón en los inevitables
derrumbamientos cíclicos a los que la espiral inflacionista y enloquecida de la
búsqueda de beneficios (cada vez mayores y con el menor coste posible) pudiera conducir.
Lo que está podrido es el sistema democrático tal y como lo conocemos. Los
políticos no son los que toman la decisión individual de corromperse, la
situación es mucho más grave, es idiota pensar que son decisiones propias, una elección personal,
la cuestión central es que no se puede ejercer la política dentro de este
sistema sin aceptar el precio de la corrupción. Sólo hay una alternativa: irse,
dejar la política. Pero eso no soluciona nada porque se necesitan políticos y
otro vendrá a sustituir al que marchó Si se quedan dentro ya saben a lo que
atenerse, sobre todo si terminan gobernando. Es el sistema económico el que todo
lo envilece e impide cualquier intento de regeneración desde el interior de la
política. El que lo intenta es eliminado. No tendrá ningún futuro. No tenemos ninguna posibilidad de cambiar nada desde dentro.
Hace falta, por tanto, reformar nuestra sociedad desde los cimientos y eso pasa por abandonar cierto relativismo dañino y defender
la necesidad de regirnos por unos principios morales convenidos, por conformar una
nueva ética social. Y aunque eso implica por supuesto reeducarnos, entender la importancia
de los beneficios que obtenemos a través de los estados de bienestar y asumir
la obligación de preservarlos, también es necesario dotarnos de leyes coercitivas
para defendernos de aquellos que nos roban, atacan y destruyen lo público, de
los que defraudan a Hacienda (a todos los niveles), sin amnistías, sin atajos,
sin prescripciones, con penas especialmente duras para aquellos políticos que
utilizan su posición para enriquecerse o prevaricar. Es la sociedad civil la que tiene que reaccionar, la que tiene que dar el golpe de timón
Esa moral y esa ética de la que hablo nada tienen que ver
con lo religioso. Nada más lejos de mi planteamiento volver a las viejas,
hipócritas, nocivas y malsanas normas basadas en los dogmas religiosos, construidas desde el
pensamiento irracional. Al final todo es más simple. Es necesario recuperar la
certeza de que es mejor hacer las cosas bien que hacerlas mal y comprender que
lo que se enseña a los hijos cuando son pequeños tiene que tener su reflejo en la
sociedad a través de una vida adulta comprometida y honesta.