Siempre he defendido que los profesores no deben eludir su responsabilidad social y han de posicionarse con argumentos frente a la realidad de la Educación Pública. Es insoportable ver a tantos y tantos docentes-estrella y gurús de cambalache esconderse siempre tras sus análisis intelectualoides, ridículos flippeos, gamificaciones motivadoras y emocionantes proyectos educativos (también tras sus supuestas clases magistrales e impostadas equidistancias políticas) para no dar la cara y no bajar al barro de la realidad de las nefastas consecuencias de la gestión política de la Educación de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Aclaro, por si alguien se pierde: no respeto ni me fío de ningún experto pedagógico o docente, ya sea innovador educativo, crítico tradicionalista o profesor a pie de aula que jamás pone el foco de sus críticas y quejas educativas en la importancia de las ratios en la Escuela Real, la segregación socioeconómica que provoca la doble red concertada-pública (y, aquí en Madrid, también el Programa Bilingüe dentro de la Enseñanza Pública), la ausencia de recursos e infraestructuras que son claves para la formación de los alumnos más necesitados o la imposibilidad real de una enseñanza que atienda a las necesidades individuales de los alumnos cuando muchos profesores deben dar clases, cada semana, a 150-200 (o más) alumnos. Tipos que siempre obvian, en sus duras críticas al sistema educativo, la enorme desventaja que generan los diferentes puntos de partida sociofamiliar de los alumnos, el contexto de aula (real) en el que los alumnos (sobre)viven en ciertos barrios o nuestras propias limitaciones como profesores para ayudarlos a que no desistan en seguir formándose. Es más, estoy muy cansado de algunos compañeros que optan por estigmatizar los comportamientos disruptivos y "antiacadémicos" de ciertos alumnos como una manera de justificar su desidia o incapacidad profesional e ignorar cualquier análisis socioeconómico de nuestra labor (el clásico "yo solo doy clases"). Y aquí no estoy hablando precisamente de los #innoducators, sino de los que todavía leen hoy con pasión a Moreno Castillo.
Pero, a pesar de tener tantas cosas tan claras, la realidad es que me ha costado mucho posicionarme públicamente respecto a la huelga indefinida que está en marcha en la educación madrileña desde el 10 de septiembre gracias un grupo combativo de docentes y con la cobertura legal que les ha dado finalmente CNT-AIT. Y mi silencio que, no nos engañemos, a (casi) nadie importa, a mí me estaba haciendo daño.
Desde que empecé a trabajar como profesor de la Enseñanza Pública madrileña en 2006 he hecho todas las huelgas educativas convocadas salvo una, la de 2010, cuando nos bajaron el sueldo a todos los funcionarios españoles. No es irrelevante que no hiciera aquella huelga. Sí, también hice aquellas huelgas que solo convocaba CGT (incluso la indefinida aquella que, a día de hoy, con lo que uno lee en las redes sociales, me sorprende que fracasara cuando tantos afirman haberla hecho. Esos "tantos" que la hicieron imagino que son los hijos de aquellos "tantos" que corrieron delante de los grises).
Es importante, en este momento, aclarar algo que, para mí, es trascendente y sigo pensando casi 15 años después: los docentes funcionarios tenemos una doble responsabilidad cuando convocamos huelgas: entrelazar nuestras (legítimas) luchas laborales con el beneficio concreto y la defensa cerrada de una Enseñanza Pública digna y de calidad para nuestros alumnos. Esas son las huelgas y movilizaciones que para mí siempre han merecido la pena. Y de ahí el lema que siempre he defendido: las huelgas en defensa de la Enseñanza Pública se secundan siempre.
Ya sufrí la incomprensión de algunos a finales de abril cuando no vi razón en no regresar a las aulas en ciertos niveles educativos (4º ESO y 2º Bach.) para darle un final adecuado al curso aprovechando que la situación de la pandemia en España había mejorado notablemente. Nuestro miedo como profesores, el miedo de los padres y el miedo de la Administración tras lo sucedido en los meses anteriores se impusieron y no volvimos a las aulas. El fraude de la teledocencia se impuso. Poco que criticar. Se puede entender. Llegaba el verano. Hubo una desconexión general. Poco a poco, desde mediados de julio, cuando los datos de contagios en España crecían fundamentalmente debido a Aragón y Cataluña, empezó a mostrarse la realidad de la gestión absolutamente desastrosa de uno de los gobiernos más inoperantes y estúpidos que he conocido (el que dirige Ayuso en Madrid). Los contagios crecían en Madrid, y, a medida que avanzaba agosto, los profesores empezaron a darse cuenta de que, ahora sí, como le iba a pasar a tantos otros currantes, iban a volver a trabajar "presencialmente". Y el miedo a volver a las aulas comenzó a propagarse entre nosotros, un miedo cerval, exagerado (o no), tan comprensible emocionalmente para un hipocondríaco como yo como inaceptable desde cualquier punto de vista ideológicamente racional si como docente te consideras un trabajador más. Vivimos en sociedad, la gestión del riesgo debe ser colectiva, liderada por nuestro gobernantes, y victimizarse públicamente en una situación como la que vivimos ("vamos a al matadero en septiembre", "ya verás cuando muramos uno de nosotros") no debería ser alternativa intelectual para nadie sin detenerse un instante a mirar alrededor para analizar, desapasionadamente, qué pasaría si todos los demás trabajadores, los padres de nuestros alumnos, optasen (o pudiesen optar, no son funcionarios) por esa misma actitud.
Llevo más dos meses leyendo con enorme interés opiniones de compañeros docentes, he asistido (sin participar) a asambleas sindicales telemáticas, he sido testigo de cómo se iba construyendo una voz intersindical que declaraba la guerra al Gobierno de Ayuso con una estrategia conservadora pero, en esta ocasión, digna de aprecio. También he visto cómo este planteamiento sindical defraudaba las expectativas de muchos docentes madrileños que abogaban por una mayor radicalidad en las acciones a plantear. Los sindicatos docentes con representación en Madrid, especialmente CCOO, tienen poco en cuenta la frustración acumulada de una generación docente (me incluyo) a la que han decepcionado y a la que son ya incapaces de representar laboral e ideológicamente porque han perdido toda autoridad moral.
¿Entonces? ¿Dónde estoy yo? Tras semanas de lecturas, dudas y reflexiones tocaba tomar una decisión y, curiosamente, fue este manifiesto en defensa de la huelga indefinida compartido por Panadero en Twitter, uno de los tipos que más respeto me merece en las redes sociales educativas, el que terminó por aclararme las cosas en sentido contrario a lo ahí defendido. Hay que leerlo.
No. Aunque me ha costado mucho NO estoy secundando la huelga indefinida educativa en Madrid.
¿Por qué? Porque considero que, en las circunstancias actuales, su
auténtico fundamento es la defensa de la salud laboral de
los docentes. Porque aunque se enmascare con palabras grandilocuentes
esa es la realidad de la reivindicación: el drama es nuestra
salud amenazada, nuestro miedo al contagio, un miedo legítimo pero
también un miedo de clase, un miedo de funcionario, un miedo del que se
lo pude permitir. Pero yo no soy capaz de conciliar ese miedo personal (que
lo tengo, soy un jodido hipocondríaco de manual) con el abandono
(mediante una huelga indefinida que sí me puedo permitir económicamente
durante un tiempo por mi modo de vida) de mis alumnos de Villaverde, uno
de los barrios más jodidos por la pandemia en Madrid.
Vivo desde hace
más de una década con una mochila cargada de rabia y frustración por las
barrabasadas con las que los diferentes gobiernos del PP de Madrid han
arrasado con una Educación Pública en la que, a pesar de todo, no puedo
dejar de creer porque mis alumnos, esos que nunca me han fallado y que,
sin saberlo, son uno de los motores de mi vida, me han mostrado que
incluso en estas circunstancias la Pública sigue siendo útil para que
muchos de ellos logren luchar por labrarse un futuro personal y laboral
digno. No recuerdo las veces que he defendido que había que dejarse de
pantomimas, de batucadas reivindicativas, de estúpidas performances, de
las "huelgas sindicales de primavera de El Corte Inglés". No puedo
enumerar las veces que he reivindicado una huelga real, definitiva,
seria e indefinida para defender a la Enseñanza Pública, bajar las
ratios reales, disminuir la carga lectiva de los profesores, reducir el
número de alumnos a los que un docente puede atender en un curso,
eliminar el pijobilingüismo segregador o volver a poner encima de la
mesa el fraude que supone una Enseñanza Concertada que, sufragada con el
dinero de todos, permite a unos pocos seleccionar a los compañeros de
aula de sus hijos.
Entonces llega septiembre de 2020, se convoca una huelga
indefinida en la Enseñanza Pública de Madrid gracias a un movimiento
docente ajeno al sindicalismo oficial y... no la secundo.
Joder. Nunca eso de "cabalgar las contradicciones" tuvo tanto sentido para mí. Qué difícil es todo.
Podía ser peor.
Curiosamente (quién me lo iba a decir), y tras muchas dudas y
reflexiones, la estrategia sindical "oficialista" resulta ser la que más me convence:
huelgas parciales como elemento de presión y evaluación crítica (pero
también realista) de las condiciones en las que volvemos a las aulas.
Presión para que las promesas de refuerzos docentes se cumplan y para que que el curso
2020-2021 pueda avanzar presencialmente como sea.
No podemos abandonar
completamente en el momento más complicado de sus vidas educativas a
nuestros alumnos ni a sus familias, tenemos que intentar la
presencialidad (o esa trampa que supone la semipresencialidad) mientras la situación general de salud lo permita. No podemos defender en
septiembre la no reapertura de las aulas sin reflexionar sobre las
consecuencias reales de ello. Si ya la teledocencia fue inútil en el
último trimestre del curso pasado pensar en ella como posibilidad real con alumnos a los que no conocemos es un mal chiste. Y defender que lo
que se busca con la huelga indefinida en estos momentos es una (siempre
necesaria) reducción de ratio por motivos de salud cuando debería ser
por motivos de equidad social solo pone de manifiesto el porqué real de
este movimiento docente.
El posible cierre de los centros educativos debe ser paralelo a un confinamiento
general. Reniego de nuestra supuesta excepcionalidad y, en todo caso,
defiendo que serán nuestros gobernantes los que en un momento dado, ante
un riesgo real, terminarán
clausurándonos por miedo a los padres.
Tenemos que seguir acumulando
la rabia para batallas futuras pero nadie me va a convencer a estas
alturas de que la renuncia de un profesor a dar sus clases por miedo a
contagiarse se puede traducir en una defensa instrumental de la
Enseñanza Pública. No, esto es otra cosa. Respetable. Pero es otra cosa.
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La memoria es caprichosa y, por algún motivo, este recuerdo
no se diluye con los años, permanece con gran intensidad y siempre me
reconforta: estamos en Caño Guerrero, en esa playa de Huelva que tantos
sevillanos llevan colonizando cada verano desde hace tanto tiempo, en aquella
casa grande pero desvencijada, casi a pie de playa, que durante varios veranos
mi madre alquiló para que los hermanos nos fuéramos reuniendo con ella (por turnos,
claro, nunca cabíamos todos) durante dos semanas. Por entonces, mi relación con
Mari había mejorado considerablemente tras unos años de cierta frialdad. Su
divorcio, su enfermedad y su vuelta (que iba a ser temporal) a la casa de mi
madre para sobrellevar con su ayuda tanto las consecuencias del agresivo
tratamiento de aquel puto cáncer de mama que le había atacado en 2009 como la
crianza de su hijo habían hecho que, cada vez que yo volvía a Sevilla,
especialmente en navidades, nos volviéramos a ver con tiempo de calidad en casa
de mi madre y hubiésemos aprendido a volver a disfrutar de nuestra mutua
compañía. Ya superábamos la treintena todos los hermanos y empezábamos a
aprender a superar las diferencias con menos soberbia, menos arrebatos de
niñato y más empatía. ¡Cuánto ayudaron la llegada de los sobrinos, los hijos de
Mari y Espe, para eso! Aquellos últimos años volví a encontrarme con mi
hermana, con su liderazgo familiar (ese que todos asumíamos con naturalidad),
con su sonrisa desvaída, su fortaleza impostada, con su humor cabrón, con esa
mala leche que sabía siempre presentar envuelta en terciopelo. Pero también
intuí (sin llegar nunca a comprender en toda su dimensión) su dolor, un enorme
dolor emocional que iba mucho más allá de su enfermedad y del miedo que se
instaló ya para siempre en su frágil cuerpo, un dolor y una desorientación
vital que le habían hecho romper con amistades de años, encerrarse en el núcleo
familiar y volcarse completamente en la atención de su pequeño. Por supuesto,
durante aquellos años, tuve la enorme suerte de tener un entorno propicio para
pasar tiempo con su hijo, mi sobrino Ale, que había nacido en 2006 y que era un
amor de niño, un oso amoroso que, desde que llegabas a casa, se te enganchaba
como un koala, te iba a despertar cada mañana con locas ganas de jugar contigo
y te buscaba en todo momento con devoción. Con esos ojos, con esa mirada tan
profunda e inocente que te desarmaba. De todos los recuerdos que tengo de Ale
de aquellos años hay dos que permanecen vívidos en mi memoria. Uno es cómo
parecía darle una extraña paz acariciar levemente mi pelo cuando nos
tirábamos en el sofá a ver alguna cosa en televisión y él, inmediatamente,
buscaba refugio emocional en aquel tipo de los pelos largos que, al parecer,
era hermano de su madre y, por tanto, alguien de confianza. El otro recuerdo,
tan jodido, tan jodidamente triste, ya
está contado aquí.
Pero volvamos a Caño Guerrero, a uno de los últimos
recuerdos felices que tengo de Mari, una historia que siempre me hace sonreír
al evocarla, incluso ahora cuando trato de relatarla. Estamos en el verano de
2011, Mari se está recuperando satisfactoriamente de su cáncer de mama y le van
a reconstruir (¿le han reconstruido ya?) los senos. Mi madre, siempre tan
fuerte y cabezona, ha ido aprendiendo a delegar en ella muchos detalles de la
organización de la nueva vida que llevan juntas. Formaban por entonces una
extraña pareja las dos. Tras la muerte de mi padre y mi hermana Mercedes en
2002, y tras la marcha de los últimos hijos de su casa, mi madre se había
tenido que ir acostumbrando a regañadientes a vivir sola en una casa que se
había vuelto extrañamente silenciosa tras décadas de desbordante bullicio y
griterío. La vuelta de Mari a casa, aún siendo por una desafortunada
circunstancia, le regaló vida a mi madre, que no solo obtuvo compañía sino la
posibilidad de volver a cuidar de alguien, de volver a hacer algo a lo que ha
dedicado su vida. Desde que se instaló en su casa, Mari dejó que mi madre
estuviese pendiente de ella, cuidando de sus comidas y sus descansos Y, aunque
en ocasiones se quejara, siempre me pareció que la queja era puro postureo, que
realmente agradecía esa atención, como si la necesitase en aquel momento tan
complicado de su vida, como si mi madre y su casa se hubiesen convertido en una
isla donde refugiarse momentáneamente de la tempestad.
Es de noche, hemos vuelto de la playa y ya queda atrás el
caos de los baños de los niños, las duchas de los adultos y la gestión de las
cenas. Es de las pocas ocasiones que nos recuerdo en el salón porque casi
siempre preferíamos el patio exterior (igual los mosquitos o el frío nocturno
de la playa onubense nos obligaron al traslado). Los niños ya están acostados,
el tráfico de cervezas, "chocolate" (licor de orujo), ginebra y
whisky es constante. Siempre bebimos demasiado los Almeidas, para qué negarlo.
Hay un enorme buen rollo en el ambiente. Hay ganas de disfrutar, de disfrutarnos,
de celebrar la vida a la que Mari parecía estar regresando. Mari está en su
salsa, se la ve relajada, la Cruzcampo corre feliz por sus venas aunque cada
vez que pilla otro botellín participa de un extraño teatrillo con mi madre,
siempre sobria y vigilante, que la mira con ojo carmelero advirtiéndole en
silencio que no debe extralimitarse. Nos estamos riendo. No, esa no es la
descripción más ajustada, nos estamos descojonando, algunos casi no pueden
respirar, el alcohol ayuda, también esa extraña confianza que siempre mantienen
los hermanos aunque nuestras vidas y formas de ser sean tan diferentes. Aquella
noche éramos muchos (nunca todos, desde hace décadas, salvo en los funerales),
también algunos cuñados, y ahí está Mari, enredada en su intento de chiste (qué
malos hemos sido siempre para los chistes), ese que ya no recuerdo y que ni he
intentado recordar (para qué); lo importante era esa letanía, esa repetición a
la que abocaba aquella historia y en la que Mari se aplicaba con ardor
haciéndonos a todos reír sin parar, mientras ella seguía y seguía con esos
ojillos suyos que se le ponían cuando empezaba a tener muchas cervezas en su
cuerpo, con ese balbuceo tan característico que intentaba enmascarar con alguno
de sus latiguillos. El chiste, que parecía no tener fin, terminó por acabar
entre jadeos de risas y miradas cómplices, y la pelota pasa a Espe, otra de mis
hermanas y pareja de vida de Mari. Aprovecho alguna de mis actividades de
tutoría con adolescentes y le pregunto qué haría ella si estuviera en una barca
con sus dos hijos, su madre (la mía) y su marido (Dani) y se diera cuenta de
que la barca no soporta el peso de todos sus ocupantes: "¿a quién tirarías
al agua?". Espe, que también va calentita, como todos, mira un segundo a Dani
(por aquella época algo pasado de peso) y, completamente seria y con el
desparpajo y maravillosa naturalidad que la caracterizan, suelta: "el
ballenato al agua". Estoy escribiéndolo y joder, me estoy descojonando.
Estábamos algunos doblados por la risa, incapaces de articular palabra. Sigo
dando por saco cuando logro recuperarme y le planteo: "vale, pero la barca
sigue jodida, hay que tirar a alguien más". Espe, ya en su salsa, parece
pensarlo un segundo y exclama: "¡la abuela al agua!". Destrozados,
por el suelo, el gesto de indignación fingida de mi madre, la cara falsamente
compungida de Espe, las risas, aquellas benditas risas, música sentimental para
nuestros tristes oídos. Y allí estaba Mari, tan viva otra vez, tan viva hoy
mientras la recuerdo, sin parar de reír, en sintonía momentánea con el mundo,
levantándose a por otra cerveza con la mirada reprobatoria de mi madre: "¡es
la última, mamá, tranquila!".
Y yo hoy, ocho años después de su muerte, nueve años después
de esta historia, todavía me encuentro a veces mí mismo, cuando recuerdo
aquella noche mágica, especial, gritándole desesperado: "¡ve a por otra
cerveza, Mari, coge otro puto botellín, no dejes que termine nunca esta noche,
aguanta, no dejes que el tiempo siga avanzando!".
G
M
T
Y
La función de sonido está limitada a 200 caracteres
Tom irrumpe en la conferencia para elegir al delegado que
irá a Washington como representante del territorio. La película está ya llegando
a su fin. Recuerdo la conmoción infantil cuando Tom aparece de nuevo en pantalla. Infunde
terror. Hasta ese momento lo habíamos visto impoluto, siempre elegante, tan seguro
de sí mismo, inmortal. Ahora, cuando llega a la convención en el momento en el
que intentan deslegitimar a Ransom como posible representante público por haber
matado a un hombre, parece otra persona. No es su barba de varios días ni la
ropa polvorienta que viste lo que nos impacta, ni siquiera su violento e
innecesario gesto para cerrar las puertas, no, lo que estremece es ese rictus
de rabia y de dolor en su rostro. Sigue siendo hoy necesario reivindicar la
maestría de John Ford para sacar lo mejor como actor de Wayne porque, de
repente, intuimos y sentimos en Tom la presencia de Ethan, ese otro legendario
personaje que también interpretara Wayne en Centauros del desierto, ese otro tipo
desarraigado que ya no pertenecía al mundo en el que le seguía tocando sobrevivir.
Ethan como un primer bosquejo emocionalmente fracturado, cínico y lastimado de un Tom que,
finalmente, tampoco podrá vivir en ese mundo que ambos ayudaron a construir.
Hay enormes diferencias entre ellos. Lo que en Ethan Edwards era una
pulsión de odio y venganza que resquebraja para siempre su alma en TomDoniphones
tristeza, melancolía y vergüenza. Y una amargura vital que ya no lo abandonará
jamás. Ha perdido todo. Pero todavía debe hacer una cosa más, casi con rabia,
con extraño orgullo. Persigue a Ransom cuando este abandona la convención
abrumado por el hecho de que su candidatura, en el fondo, esté basada en todo
en lo que no cree, en todo lo que ha criticado del mundo que debe desaparecer:
ha matado a un hombre, ha matado a Liberty Valance. Y por eso tiene una
posibilidad de ser elegido. Tom lo persigue. Lo interpela con su dureza y desprecio
habitual: "¡lavaplatos!" (en el doblaje español, que no recoge ni por asomo el significado del "pilgrim" de la V.O.). Pero ese apelativo
desdeñoso ya no suena igual, ya no tiene la fuerza que tuvo (y que tal vez nunca debió tener). En
el fondo Tom será incapaz jamás de entender y aceptar las normas de ese nuevo
mundo que surge. Aunque intuya que lo
que llega es mejor para la mayoría que lo que había. Tom ya no es el gigante
que fue, ya no es aquel hombre que dominaba los espacios y los tiempos de la
frontera; es un hombre derruido, su violencia vital empieza a ser anacrónica, su carácter comienza a mostar sus fisuras. No tiene presente ni futuro. Pero todavía mantiene su ascendencia
sobre Ransom. Y le obliga a escuchar lo que realmente sucedió, le obliga a
saber quién fue realmente el hombre que mató a Liberty Valance.
(Para ello Ford recurre a uno de los pocos flashback de su
carrera. Acerca la cámara al rostro de Tom y las arrugas de Wayne casi nos
permiten intuir a Ford dictando testamento, construyendo una vez más (tal vez
la última) mediante la ficción el universo moral y emocional en el que le
hubiera gustado habitar).
Tom camina despacio, envuelto en la oscuridad. Al fondo
vemos a Ransom y a Valance. Presenciamos de nuevo el duelo pero desde otro punto
de vista. Sabemos que Valance va a matar a Ransom. Pero también
sabemos que eso no fue lo que sucedió. Tom ha terminado por aceptar no solo que
Ransom representa una oportunidad de futuro para el pueblo sino que también lo
supone para Hallie, a la que Ransom ha enseñado a leer y a escribir. Hallie, la
mujer con la que Tom soñaba formar una familia ya no puede dejar de mirar más
allá, de mirar a un futuro distinto en el que Tom no está, pero en el que sí
estará ese abogaducho, ese ingenuo con ínfulas, ese picapleitos que ha
subyugado a todos con su autenticidad pero cuyo cadáver, en breve, alimentará a
los gusanos. Ransom no debe morir. Herido y aturdido, Ransom a duras penas es
capaz de alcanzar con su mano izquierda el revólver del suelo. Tom sabe lo
que tiene que hacer y con voz fría le pide el rifle a su fiel compañero,
Pompey. Tom está a punto de disparar de manera rastrera y cobarde a Liberty
Valance, un tipo cobarde y rastrero que domina a la pequeña sociedad conformada en torno a ese pueblo mediante la violencia y la intimidación. Tom es consciente de que se está suicidando y que lo va a hacer
matando a Valance de manera cobarde y rastrera, matando un tipo rastrero y
cobarde para que su muerte permita vivir a Ransom Stoddard, ese absurdo abogado
pacifista con ganas de cambiar el mundo que en ese momento acaba de alcanzar
su revólver del suelo con la certeza de que está a punto de morir...
Tom Doniphon murió cuando mató a Liberty Valance. Y, según John Ford, un país nació abonado por sus huesos.
Por aquel entonces, en 2002, todavía llevaba una especie de diario en
unos cuadernos de pastas azules. Esto lo escribí unos meses después de la
muerte de Mercedes, mi hermana.
"Hoy pusieron Titanic en la tele, la música de James
Horner, recuerdos que me asaltan, subconsciente encerrado que surge de lo profundo.
Casi dos meses desde que murió Mercedes. Lágrimas que no cayeron entonces
aparecen ahora en mis ojos. Es un martes cualquiera, son casi las dos de la
mañana. Hace dos meses, el 17 de julio, mi hermana Mercedes murió. Cayó después
de un penoso y sanguinario cáncer que en seis meses escasos la consumió. Murió
sin saber que se moría. Murió sin entender nada de lo que le sucedía. Murió
rodeada de una madre, hermanos y hermanas enlodazados por el dolor, la miseria
de la enfermedad y todo lo que rodea al cuidado de una enferma. Yo me enteré
en un autobús. Camino precisamente de Sevilla ante la inminencia de su final. No llegué a tiempo. Eran las 15:30 de ese 17 de julio [...].
Aquí intento reflejar la muerte de una hermana. El vacío que deja. Y la vida
que sin ella continúa inexorable. Este es mi homenaje a ti, mi Mercedes. A las
tardes de sábado de películas de aventuras, a tus sonrisas de niña grande
perdida en un mundo no hecho a tu medida, a tus historias, a tus proyectos de
trabajos. Con 34 años te fuiste con todo por delante y, a lo mejor, para
nosotros, desde fuera, con demasiado poco por detrás. Extraña vida la tuya. Tan
diferente a lo que exige la evolución natural de nuestro mundo de hoy. Ingenua,
con ese punto infantil. Te recuerdo, Mercedes, siempre entre tus libros,
siempre soñando con otros mundos a través de ellos. Esos libros que hoy, tristes,
ya echan de menos a su dueña, encerrados en cajas en el pudridero. Te recuerdo
[...] en ese cuartito sobrecargado de madera verde que tú misma diseñaste en la
casa [de nuestros padres], aguardando el momento de saltar a una vida que se te
negó (o que te negaste a ti misma).
Nada es igual, pero todo lo parece. Solo en ciertos días
como el de hoy, en ciertos momentos, aparecen de la nada las ausencias. Y
arrasan con todo. El resto del tiempo todo parece avanzar como siempre. Aunque
es mentira, claro. Todo es diferente, como es diferente hablar en pasado de
vosotros [...]"
Hace ya una década que empecé a apuntar en un pequeño cuaderno todas las películas nuevas queiba viendo durante aquel 2010. Después, cuando llegaron las navidades, escribí, como un torrente, pequeñas reseñas sobre cada una de ellas, sobre las sensaciones que me habían provocado y el poso que me habían dejado en mi cabeza con el paso de los meses. Estas reseñas, por la manera en que fueron concebidas y por su gran cantidad, se inclinaron desde el principio más hacia la transmisión de sensaciones y emociones que hacia la reflexión y el análisis profundo. A partir de esa primera vez, cada año y cada vez con mayor esfuerzo, he repetido el ritual y he dejado constancia por escrito en el blog de mis recuerdos cinematográficos anuales. Con el paso del tiempo, estas reseñas han terminado suponiendo una guía personal muy especial que me permite no solo indagar en la nebulosa de la memoria sobre las razones por las que aquellas películas, al verlas por primera vez, me provocaron entusiasmo, rechazo o indiferencia, sino también reconstruir, a partir de esos recuerdos cinematográficos, momentos que se van perdiendo de mi propia historia personal.
En esta década pasada, desde 2010 hasta 2019, he visto casi 900 películas nuevas, entendiendo como nuevas aquellas que, en ese momento, las estaba viendo por primera vez (independientemente de su año de estreno). Siempre he aclarado con la palabra "cine" entre paréntesis aquellas que veía en una sala de cine. Tras releer todas las reseñas que había escrito de estas casi 900 películas, he seleccionado estas 50 películas como las mejores de mi personal década cinematográfica. Tanto por lo que escribí en el año en el que las vi como por el recuerdo que mantengo de ellas. Hay algunas ausencias dolorosas pero necesarias para conseguir este número exacto, así como alguna inclusión de última hora provocada por un extraño impulso sentimental. Eliminaciones e inclusiones finales sin más fundamento que la propia evolución constante y necesaria del gusto cinéfilo. Están ordenadas cronológicamente según las fui viendo durante estos 10 años.
La
cinta blanca (2009) –Michael Haneke(cine). De lo mejor que vi ese año en el cine. Mediante una pulcra
y elegante fotografía en blanco y negro se hace un retrato demoledor de
los efectos de la represión en la educación de los niños. El plano final
es antológico.
El
año pasado en Marienbad (1960) –Alain
Resnais. Cine con mayúsculas que introduce al espectador en un
laberinto onírico de salas, pasillos, espejos y personajes extraños. El
silencio perturba tanto como la átona y redundante voz en off. El resultado
es una de las películas más misteriosas, inextricables y fascinantes de la
historia del cine.
Hasta
que llegó su hora (1968) –Sergio Leone.
Desmesurada, maravillosa, hipnótica, apabullante y genial. Leone es
el primer posmoderno del cine. En su cine (y especialmente en esta
película) referencia continuamente a los más grandes del género para
homenajearlos y al tiempo subvertir su mensaje. Nadie como Ford
había retratado los grandes espacios de Monument Valley hasta que llegó Leone
con esta película. Personajes desgarrados a los que la civilización
alcanza y amenaza, que ven como su mundo se acaba mientras ajustan cuentas entre
ellos.
El
desencanto (1976) –Jaime Chávarri.
Una de las joyas ocultas del cine español. Las fronteras entre el cine
documental y el de ficción se derrumban ante obras como ésta. Poética,
sensible, hermosa, decadente, la historia de los Panero avanza
entre retazos de nostalgia y despreocupación social y familiar hasta que
la irrupción de Leopoldo, el mediano de los hijos, arrambla con todo
y sirve para desenmascarar las ficciones y las máscaras de una de tantas
familias que vivieron cómodamente en el franquismo. De esta manera, desde lo
particular hasta lo general, la película compone un retrato de la España franquista
de clase media (esa que cierto político vasco afirmó que “vivía con
enorme placidez”) que desaparecía.
Take
shelter (2012) –Jeff Daniels.
Apasionante e inquietante película en la que un ciudadano de la América
profunda comienza a tener visiones que adelantan el fin del mundo. Una de
las mejores películas de aquel año que utiliza la historia como excusa
para investigar en la psique colectiva del pueblo norteamericano y en su
transformación en un país atemorizado por todo tipo de amenazas
(imaginarias o no) procedentes del exterior.
Arrebato (1979)–Ivan Zulueta. Impactante, arrebatadora,
sugestiva, extraña y subversiva. Una película fantástica, un
testimonio fílmico de amor pasional al cine, un historia sugerente sobre
el poder destructivo de las drogas y sobre la necesidad del cine, entendido
éste como una forma de vida. Imprescindible.
Moonrise Kingdom
(2012) – Wes Anderson (cine)
La penúltima película dirigida por Anderson sea tal vez su obra
maestra hasta el momento. Vuelve a usar con inteligencia alguna de las
constantes más evidentes de su universo particular, como esos niños con
modos de adulto sin por ello dejar de parecer niños, y esos adultos
desorientados que terminan aceptando la brújula vital que los niños representan. Además, la construcción del relato es más compacta que en otras
ocasiones y el drama se cuela con naturalidad en esa visión agridulce del
mundo que este director nos ofrece. Fantástica. Extraordinaria.
El
último tango en París (1972) –Bernardo
Bertolucci. Qué decir de una película de la que se ha dicho ya
todo. Sólo destacar, por tanto, la importancia brutal que tiene la
interpretación de un Marlon Brando en estado de gracia que es el
que eleva la historia hacia cotas inimaginables. El misterio que lo
envuelve lo hace al espectador tan atractivo como a su amante, y la revelación de la cruda realidad mediocre de su condición hace que entendamos
perfectamente la resolución final a la que se ve abocada ella.
Indispensable.
Holy
motors (2012) –Leos Carax (cine)
Una película fascinante y cautivadora. Con multitud de puntos de fuga,
posibilita múltiples lecturas mientras asistes a las dolorosas
transformaciones de un inmenso Dennis Levant en los diferentes
personajes a través de los que el director reflexiona sobre la historia y
el futuro del cine, sobre el ser humano y el paso del tiempo y sobre los
sueños, lo que somos y lo que quisimos alguna vez ser.
Diamond
flash (2011) –Carlos Vermut.
Rareza que ya se ha convertido en película de culto de minorías. Estrenada
inicialmente sólo a través de la red, es una extraña deconstrucción del
mito de los superhéroes sustentada a través de diferentes y duras
historias de corte social mínimamente entrelazadas. Impacta, seduce,
sorprende. Merece mucho la pena.
La
puerta del cielo (1980) – Michael Cimino
(cine). Una obra mayor. Muy grande, tan grande y tan desmesurada.
La leyenda negativa la persigue, le hace la responsable final de la
destrucción del cine de autor americano de los setenta. Por megalómano y
consentido. El último cine para adultos que Hollywood produjo. Hay que
verla sin prejuicios, despojada de esa aura de fracaso y malditismo que
arrastra. Western crepuscular, moderno, social y maravilloso. Fantástica.
The master (2012) – Paul
Thomas Anderson (cine). Una de las mejores
películas que vi en 2013. Compleja, sutil, ambiciosa, profunda y
apasionante. Interpretaciones increíbles para la historia de amor y rencor
entre dos tarados. Uno que construye lentamente una secta que gira
alrededor de su supuesto carisma y otro que trata de encontrarse a sí
mismo y dar sentido a su vida desde sus evidentes limitaciones mentales. Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix bordan
ambos papeles. Genial. No se puede dejar de ver.
Amor
(2012) –Michael Haneke (cine). La enfermad y
la muerte. El paso del tiempo. El amor, la cotidianeidad. Haneke en
estado de gracia. Contiene una de las frases más hermosas de la historia
del cine. La dice la protagonista, ya con evidentes problemas de memoria y
movilidad por culpa de una enfermedad degenerativa. Mira un álbum de fotos
antiguo. Mientras lo hace, sentada junto a su marido, musita: "qué
bonita la vida… y qué larga". Impresionante.
Old Boy
(2003) – Park Chan Wook.
Sorprendente, impactante, retorcida y con secuencias que quedan para
siempre en la memoria. Un despiporre visual y argumental. Absolutamente
recomendable.
Los
amantes del Pont Neuf (1991) – Leos Carax.
Qué película más bonita. Qué historia de amor tan desesperada, tan
miserable, tan humana. Un gozo para los ojos, cine de extraordinaria
calidad. El baile enloquecido y desquiciado de los dos protagonistas en la
noche de fin de año es una de esas secuencias que corta la respiración y
detiene el tiempo, en la que el cine se hace arte y alcanza una dimensión
diferente. Extraordinaria
Después
de mayo (2012) – Oliver Assayas.
Narración con tintes autobiográficos en la que se cuenta la convulsa
juventud militante de algunos jóvenes antisistema en la Francia de los
setenta, en plena resaca histórica del mayo del 68. Humana y
contradictoria, tan realista como amarga, destila un cierto derrotismo
imposible de superar ante la necesidad de rechazar los ideales para
construir los cimientos de una vida personal y profesional. Algo tan
lógico y comprensible como, al tiempo, egoísta y miserable
La
caza (1965) – Carlos Saura. Un
calor que enloquece, el erial, los conejos, la muerte, el pasado tan
presente. El sudor, tanto sudor, la rabia hipócrita que consume a los
personajes, la envidia, el rencor y el paso del tiempo. Una película
extraordinaria que sigue viva más allá del paso del tiempo, que se mantiene
joven y que transmite a sus espectadores una podredumbre moral que resulta
útil para comprender los lodos sobre los que está edificado la España
moderna.
El lobo de Wall Street (2013) – Martin
Scorsese (cine). Un Scorsese pata negra.
Su mejor película en muchos años, tal vez desde Casino.
Absolutamente frenética y con un Di Caprio volcado. El espectador
queda apabullado ante el cinismo que destila la historia, el desenfreno,
el descontrol y la falta de escrúpulos y de raciocionio de cierta parte del
mundo de las finanzas. Un apunte: como siempre pasa con el cine de Scorsese,
a pesar de la dudosa moralidad de los personajes y de los delitos que
cometen defraudando tanto a ciudadanos individuales como al fisco, el
director parece no poder evitar sentir simpatía por estos hijos de puta
individualistas, miserables y egoístas, y conseguir que nosotros hagamos
otro tanto. Al final terminamos convertidos los simples mortales en meros
espectadores patéticos de las andanzas de "los que se arriesgan"
a vivir de otra manera. Y Scorsese "nos filma".
Dos veces. La primera cuando muestra al tipo del FBI en el metro. La segunda como asistentes
imbéciles de la charla motivacional que al final imparte el personaje que
interpreta Di Caprio.
La
gran belleza (2012)–
Paolo Sorrentino. Una
auténtica gozada. Sorrentino, transmutado en un Fellini del
siglo XXI nos traslada con mano firme la decadencia y el vacío que rodean
a las élites presuntamente intelectuales de una Roma desconcertante y
onírica. Peliculón
Snowpiercer
(2013) – Bong Joon-Ho. Una
inteligente distopía enmascarada tras una convencional película de acción
con toques asiáticos. Una de las películas más recomendables del año cuya
carga política pasará desapercibida porque ni los unos, creadores y
distribuidores, se atrevieron a explicitarla mejor, ni los otros, los
espectadores, estarán dispuestos o capacitados para ver más allá de la
acción convencional y reflexionar sobre un final violento que apuesta por
una solución radical al viejo conflicto marxista.
Boyhood
(2014) – Richard Linklater (cine). Brillante propuesta de un Linklater obsesionado con mostrar el
paso del tiempo en la vida de un niño, desde la infancia hasta la mayoría
de edad. Y lo hace a través de retazos (rodados durante más de una década,
mientras los actores crecían al ritmo de sus personajes) que se alejan de
los momentos de trascendencia para centrarse en los supuestamente
irrelevantes, en algunos de los muchos que pueblan la vida de todos
nosotros, mediante los que nos cuenta el difícil tránsito desde la
dependencia emocional infantil hasta la primera lucidez adolescente previa
a la mucho más gris vida adulta. Una vida adulta en la que todos sobreviven sin brújula,
perdidos. Imprescindible. Maravillosa.
Magical
girl (2014) – Carlos Vermut (cine). Vermut confirma
todo lo que apuntara en su excelente opera prima (Diamond flash) y
nos ofrece una película de extraordinaria calidad: dura, difícil, delicada
por momentos, con unos personajes extremadamente frágiles a través de los
cuales, de manera sutil, se adentra en las tinieblas del alma humana,
construyendo un relato coral en el que de manera inevitable, y por mucho
que intenten evitarlo, seres extraordinariamente dañados por la vida sólo
sobreviven y tienen un respiro a base de hacer daño a otros que están tan
jodidos como ellos. Fabulosa.
Dos
días y una noche (2014) – Hermanos Dardenne
(cine). La película que mejor ha retratado los devastadores efectos
de la crisis en los trabajadores no cualificados nos llega desde Bélgica. Marion
Cotillard, en uno de sus mejores interpretaciones, se transforma en
una empleada que justo al reincorporarse a su puesto de trabajo, tras una
larga baja por depresión, se encuentra con que su empresa obliga a sus
empleados a elegir entre mantener su paga extra o despedir a uno de ellos.
Tras una primera votación en la que se deciden por su paga y por tanto
aceptan el despido del personaje interpretado por Cotillard, esta
tendrá dos días y una noche para hablar uno a uno con sus doce
compañeros, y así intentar hacerles cambiar de opinión en la votación
definitiva. La película nos muestra de manera dolorosa como la evolución
del capitalismo y la destrucción de los lazos (también sindicales) entre
los trabajadores solo nos ha llevado hacia una soledad alienante en la
que, tras el cuento del individualismo competitivo, solo se esconden un
derrota perpetua y una pérdida de autoestima que entronca con la pérdida
de identidad y la corrosión del carácter de las que hablara el
sociólogo Sennet. El tono final es a pesar de todo
optimista: tal vez debido a la tormenta que nos devora uno a uno nos
tendremos que dar cuenta de que solo desde el combate político y social en
defensa de nuestros derechos podremos recuperar nuestras vidas. Imprescindible.
Interstellar
(2014) – Christopher Nolan (cine).
Ambiciosa, irregular, emocionante, demasiado discursiva en ocasiones, un McConaughey
genial, visualmente espectacular. Película de ciencia ficción con tintes
filosóficos en la que, junto a decisiones argumentales cuestionables (e
incluso chapuceras), se encuentran algunos de los mejores minutos de cine
del año. A ratos, soberbia.
Dos
semanas en otra ciudad (1962) – Vincente
Minelli. Es tan buena que hace daño. Una de esas
películas-testamento con las que el viejo Hollywood se desnudaba y
mostraba por fin su alma cínica y corrompida, sabedor de que su tiempo,
por fin, ya había pasado. Minelli había filmado anteriormente Cautivos
del mal, otra obra maestra que también mostraba las entrañas de la
industria del cine de Hollywood pero con otro filtro, igual de cínico tal
vez, pero con la potencia de los que se saben en plena forma y pueden aún
disfrazar sus miserias tras la satisfacción final del éxito conseguido.
Aquí, en cambio, Minelli ha envejecido, tal vez empieza a verse
fuera del sistema, como sabe que les está ocurriendo a otros grandes como Ford,
Lang o Hawks. Y ya no esconde nada: traslada al anciano
director, interpretado magistralmente por Edward G. Robinson, todo
el dolor de una generación de directores que veía cómo se derrumbaba su
universo a su alrededor mientras ellos todavía se veían capaces de alumbrar
grandes películas (que sabían, por otro lado, que ya nadie quería ver).
Traslada a un maduro Kirk Douglas la tortura que para un actor
supone que las luces de neón empiecen a alumbrar a aquellos que vienen por
detrás a sustituirlo, mientras sufre la soledad y la deslealtad de
aquellos en los que confió. Y el dolor, el dolor de la vieja industria
traspasa la pantalla. Peliculón imponente.
Mad
Max, Road Fury (2015) – George Miller(cine).
Brutal. Increíble. Una experiencia adrenalítica, visualmente apabullante. Miller,
con setenta años, le da una lección a todos esos jóvenes directores que
confían en los efectos digitales y en un montaje epiléptico para construir
un ritmo desenfrenado. La nueva película de Mad Max fue uno de los
acontecimientos cinematográficos de 2015 y con seguridad la mejor película
de acción de lo que llevamos de siglo. No se puede dejar de disfrutar.
The
fake (2013) – Sang-ho Yeon. Tal
vez el personaje principal de esta película animada coreana sea uno de los
más complejos y ricos de los que he visto en el cine de los últimos años.
Una película despiadada que aprovecha la animación para sobrepasar los
límites habituales de las ficciones cinematográficas. Una historia sobre
la fe, la ira, el poder y el control. Fantástica.
Deliverance
(1972) – John Boorman.
Extraordinaria. Una reflexión terrible sobre el equivocado y ensoñador
romanticismo que envuelve siempre a la idea de la vuelta a la esencia del
hombre, del retorno a la naturaleza, dejando atrás una civilización
pretendidamente alienante. Los actores colaboran con unas interpretaciones
excepcionales a una película en la que, desde el principio, el espectador
siente que algo va a ir muy mal en ese viaje "artificial" por la
salvaje naturaleza. La tensión crece de manera imparable hasta desembocar
en una brutal muestra de salvajismo y animalismo humanos que está rodada con una
frialdad lacerante. A partir de ese momento, ese grupo de amigos se
enfrentarán de verdad con la naturaleza y comprenderán finalmente por qué
el ser humano tuvo que buscar mejores (y más civilizadas) formas de
convivencia. Un clásico imprescindible.
El
club (2015) – Pablo Larraín
(cine). Tal vez sea la película más dura jamás filmada contra la
iglesia católica. Porque no ataca a su ornamento, ni a las altas
jerarquías de sus estamentos, sino a su propia esencia. El terrible
retrato de las miserias humanas de esos sacerdotes que conviven en una
casa de retiro, tras ser expulsados de los hábitos por comportamientos
delictivos, y que no dudarán en hacer lo que sea para sobrevivir, no es
menos demoledor que el de esa nueva iglesia que representa el cura joven
que viene a evaluar su situación, cuyo acto final lo convertirá en el
mayor hipócrita de todos, haciendo imposible cualquier atisbo de salida
digna para ninguno de ellos. La sutileza en el tratamiento formal
(despojado por completo de artificios), el feísmo de las imágenes, las
difíciles interpretaciones, el tono aséptico y la critica acerada a la
doble moral tanto de la vieja como de la nueva iglesia, convierten la
visión de esta descarnada película en una experiencia desoladora.
Impresionante.
Canino (2010) – Yorgos Lanthimos. Una pequeña obra maestra. Unos
padres deciden criar a sus hijos en una casa a las afueras de una ciudad sin
contacto con el exterior. El lenguaje se subvierte y se manipula para hacer
desaparecer lo sexual, lo conflictivo y lo subversivo de la vida de unos
adolescentes incapaces de sobrellevar la tensión vital provocada por sus
instintos. Peliculón.
Viridiana (1961) – Luis
Buñuel. Perversa y venenosa. Cine con mayúsculas que construye un
humanismo artificial de origen religioso solo para destruir, con saña, con
lucidez, de manera reflexiva, sin ambages. Una película extraordinariamente
moderna cuya fuerza se agiganta con el paso de los años y con un tramo final
antológico. Extraordinaria.
Los olvidados (1950) – Luis
Buñuel. Una auténtica obra maestra. Buñuel construye una
historia con vocación atemporal que pone el foco sobre la violencia intrínseca
de una juventud criada en los arrabales del sistema, que nada espera de la vida
y que por tanto no solo no teme a la muerte sino que la desafía y la invoca.
Estremecedora.
Anomalisa (2015) – Charlie
Kaufman, Duke Johnson. Hace daño. Es lo mejor que se puede decir de
esta película: hace daño. Porque habla del paso del tiempo, de las ilusiones
rotas, de la vitalidad física que ya no se encuentra, de la ensoñación
permanente que ya no erotiza, de una madurez que no se valora. Y de los errores
vitales que destrozan vidas y familias. Cine de animación estimulante e
inteligente.
Patterson (2016) – Jim
Jarmush (cine). ¿Existe realmente la felicidad? Tal vez solo
sea ese estado en el que, cubiertas la necesidades básicas, no estamos
sometidos al temporal de la enfermedad y somos capaces de situarnos en la misma
frecuencia del momento y el lugar en
el que vivimos y de aquellos con los que convivimos. Tan poca cosa, tal vez.
Tanto, en el fondo. Jarmush construye su historia sobre esta idea y
ofrece una de sus mejores películas. Una joya.
Animales nocturnos
(2016) – Tom Ford. Extraordinaria e
impactante ya desde sus títulos de crédito iniciales, difíciles de asimilar
para un espectador educado desde siempre en la belleza de los cuerpos jóvenes
de la pantalla. Historia alambicada y dura rodada con pulcritud y estilo, con
unos actores en estado de gracia que se esmeran en mostrar, a través de su
interpretación, una visión oscura y dolorosa del ser humano, de sus
necesidades, debilidades y miedos.
Comanchería (2016)
– David McKenzie. Cine que exuda sudor,
rabia y derrota. Volvemos a la América profunda paraasistir un relato duro sobre las
consecuencias de la ruina que provoca el sistema capitalista en cualquier
rincón del mundo. Peliculón, con una interpretaciones
extraordinarias.
Queridísimos verdugos (1973) – Basilio Martín Patino. Documental que te deja sin
respiración, pegado a la pantalla, devorando no ya solo la crítica subterránea
al franquismo, sino el espectáculo doliente de una España negra, visceral y
pobre.
Blade Runner 2049 (2017) – Dennis Villenueve (cine). Espléndida secuela de una
maravillosa película. Visualmente es arrebatadora, con una belleza dolorosa que
nos habla de un pasado perdido que no solo no se puede recuperar sino que,
convertido en nostalgia totalitaria, imposibilita el presente y destruye la
posibilidad de futuro. El dilema sobre lo que nos hace humanos sigue presente
pero se abren nuevas puertas filosóficas a través de ese replicante que sufre (y por tanto
se humaniza) por el hecho de pensar que puede ser hijo de un humano. Los
errores que pueda tener la película son ampliamente superados por sus aciertos
y cuando las lágrimas en la lluvia se convierten en lágrimas en la
nieve, mientras Deckard ve por primera vez a su hija con la música
de Vangelis de fondo, el cine, ese arte, se hace extraordinario.
El sacrificio de un ciervo sagrado (2017) – Yorgos Lanthimos. Lo vuelve a hacer. Lanthimos
vuelve a darnos una película excelente, fría, dura, inteligente y con
personajes fascinantes. Descripción de una venganza con raíces mitológicas
contra la familia de un médico que, debido a una negligencia, terminó matando a
un paciente. Fantástica.
Windriver (2017) – Taylor
Sheridan. El
guionista de la también estupenda Comanchería se pasa a la dirección con
un guion firmado por él mismo. La película lo tiene todo: dirección impecable,
una trama bien hilada que va desentrañando el misterio a cuentagotas, unas
interpretaciones poderosas, una atmósfera opresiva y una dura historia
enmarcada en los arrabales emocionales de un país, EEUU, que nació con el
enorme pecado de masacrar a los indios para después recluir a los pocos que
quedaban, y a sus descendientes, en reservas. Estas reservas, con el tiempo,
terminaron convertidas en cárceles sin barrotes para unos jóvenes que ven pasar
sus vidas en ellas sin expectativas vitales. Espléndida.
The Florida Project (2017) – Sean Baker. Una autentica joya. En el submundo de
los suburbios del capitalismo, la luz de la infancia refulge durante un breve
periodo de tiempo antes de que la realidad termine de pudrir una inocencia que
ya no se volverá a encontrar. Ni siquiera servirá correr para escapar del mundo
real y esconderse en DisneyWorld, ese mundo artificial donde la emoción
pueril se convierte en objeto de consumo. Magnética, sensible, dura,
conmovedora. Maravillosa. Encoge el corazón.
The Square (2017) – Ruben
Östlund. Hay una cierta corriente en la crítica y en el público que
denuesta cierto cine intelectual que se realiza desde la frialdad y el
distanciamiento. Östlund, como buen heredero de Haneke, construye
un artefacto cinematográfico de difícil digestión pero que funciona como un
reloj: la crítica a la vacuidad del postureo que rodea al arte contemporáneo
sirve como espejo deformado de una exposición descarnada de las pulsiones y
emociones más prosaicas de una élite cultural decadente, que ya es incapaz de
sobrevivir más allá de su burbuja de clase. Personas que cortocircuitan cuando
la vida les hace interaccionar con la periferia de esa burbuja. Excelente. Con
alguna secuencia para el recuerdo.
Cold War (2018) – Pawek
Pawlikowski (cine). Un
prodigio cinematográfico. Su sensibilidad y belleza a nivel visual solo son
comparables con su capacidad para construir una historia de amor desesperado a
través de retazos y elipsis radicales. Una auténtica gozada, cine de calidad, con una secuencia final soberbia que no solo sirve para sintetizar
de manera inteligente el espíritu del relato al que hemos asistido, sino también
para ilustrar de manera portentosa el carácter de los dos protagonistas. Pelos
como escarpias.
Roma (2018) – Alfonso
Cuarón. Película enorme y honesta. Nadie puede presentar objeción
alguna a un acabado formal de una calidad incontestable. Las críticas han
surgido en relación al supuesto clasismo que destila la historia. No entiendo
esas críticas porque precisamente ese clasismo es algo que Cuarón, de
manera tremendamente honesta, no pretende enmascarar en ningún momento: Cleo
es la criada de la familia. No es un miembro de ella. Y es en las
contradicciones y exigencias emocionales (y de sumisión) que esa relación
laboral demanda donde surgen las reflexiones más perturbadoras e inquietantes
que se pueden extraer de la historia. En ese sentido el final es elocuente y
lacerante: toda la familia ya está en la casa tras el episodio de la playa y
los niños se sientan para contarle a la abuela el heroísmo de Cleo
para salvarlos del mar. Solo interrumpen la historia para pedirle a esa misma
mujer, sin mirarla, que les traiga bebidas y pasteles. Magistral. Obra maestra.
O futebol (2015) – Sergio
Oksman. Extraño, lírico y cautivador documental que comienza con un
inseguro viaje a Brasil del director de la cinta con el objetivo de
reencontrarse con su padre, ausente en su vida durante décadas. Con delicadeza
emocional se muestra cómo rápidamente se da cuenta de que la conexión ya es
imposible salvo a través de una pasión compartida: el fútbol. Mientras, el caos
y el azar que rigen nuestras vidas deciden aparecer y aportar un elemento final
dramático que el director, con pudor, incorpora a un relato visual muy hermoso
y tremendamente humano.
Pity (2018) – Babis
Makridis. Magnífica. Absolutamente brillante. Desde su primer e
inquietante primer plano, con ese tipo que espera en su casa, a primera hora de
la mañana, a que la vecina llame a su puerta para traerle ese pastel que cada
mañana les hace a él y a su hijo desde que su mujer está en coma tras un
accidente. Radiografía cruel y venenosa de un vampiro emocional que descubre el
placer del protagonismo social y familiar que adquiere a través de la compasión
que produce la casi segura muerte de su mujer. Un protagonismo que no está
dispuesto a dejar escapar. La película es extraordinaria, en la senda del mejor
Yorgos Lanthimos. No es casual que el guionista de la cinta sea el que
habitualmente trabaja con él. Fantástica.
The act of killing (2012) – Joshua Oppenheimer y Christine Cynn. Escalofriante
documental que se adentra en el asesinato de cientos de miles de comunistas y
disidentes del régimen político instaurado en Indonesia tras la llegada al
poder de Suharto mediante un golpe de estado militar en 1965. Más de 40
años después de los hechos, dos de los asesinos a sueldo que el régimen
utilizara para ejecutar esos crímenes aceptan contar y reconstruir muchos de
los asesinatos que cometieron. Y lo hacen con una crudeza, una vanidad y un distanciamiento
emocional que harían estremecer incluso a la Arendt que escribiera
aquello de la banalidad del mal. Imprescindible. Menuda hostia en el
estómago.
Los jóvenes salvajes (1961) – John Frankenheimer. Los primeros cinco
minutos de esta película siguen siendo hoy día una auténtica barbaridad: sin que escuchemos una palabra, mediante un deslumbrante montaje
de imágenes y sonidos tan creativo como desquiciado, se contextualiza el
enfrentamiento social entre bandas de chavales de los guetos de Nueva York y se
muestra el contexto social y físico depauperado en el que estos jóvenes
violentos desarrollan sus vidas. Espectacular. La recomiendo vivamente.
La sal de la tierra (1954) – Herbert J. Biberman. Magnífica. Emocionante.
Inolvidable. Película
semidocumental sobre una huelga minera en el Nuevo México de los años 50. Es de
lejos, junto a Las uvas de la ira (John Ford, 1939), lo mejor y
más honesto que he visto nunca en el cine sobre la lucha por los derechos
laborales. Resulta también impresionante (y casi sin fisuras, incluso visto
hoy) el relato inicialmente secundario y finalmente definitivo (y definitorio)
de empoderamiento femenino que plantea la trama. Transmite tanto dolor como
verdad. Antídoto perfecto contra el cinismo. Imprescindible.
Parásitos (2019) – Bong Joon-hoo (cine), Brillante alegoría
sobre la desigualdad social. La película, que comienza con un cierto tono
despreocupado de comedia, nos cuenta cómo una familia de pillos se va
introduciendo en el servicio de una mansión familiar de unos pijos buenistas que
tratan de aparentar que no desprecian a esos pobres con los que, lamentablemente,
deben convivir. Lentamente, de manera orgánica, la película se va oscureciendo
hasta desembocar en una pesadillesca y cruenta metáfora final sobre la lucha de
clases. Cine inteligente que utiliza la ficción para reflexionar sobre la
imposibilidad de asimilación social de la enorme distancia que existe en las
sociedades modernas entre las vidas disparatadas, ociosas y decadentes de lo
más ricos y la miseria de los mas pobres (cuando además, estos viven expuestos
al bombardeo continuo de imágenes que les recuerdan lo que no tienen y jamás
podrán alcanzar). La secuencia de la fiesta en la casa y la de la carrera
posterior bajo la lluvia, cuando la familia de pobres corre desesperada
hasta su verdadero hogar, son brutales. Obra maestra.