El tiempo se ha detenido, suspendido hasta su regreso, el
mundo gris y quebrado parece tener mucho menos que ofrecer, los estímulos
cotizan a la baja en el mercado de valores emocionales. Miras hacia atrás,
miras hacia delante y sientes la desesperación de no encontrar ninguno de los
refugios habituales. Sólo queda sobrevivir en presente continuo, cada vez más
solo, con menos compañeros de viaje que se van quedando en el camino sin que te
expliques muy bien por qué. Sin que casi ya te preocupes por ello. Está
anocheciendo, el mar resuena de lejos, apuras la copa, conoces de sobra el
artificio, la mentira que el alcohol produce en tu percepción de la realidad,
cómo será el final de una historia demasiadas veces ya vivida. Pero te gusta,
te excita, siempre lo has paladeado, la lenta búsqueda de ese momento, casi un
aleph, inasible, incontrolable, al que jamás llegas cuando bebes con amigos, un
instante, mágico, inexplicable, de conciencia insconciente, donde todo puede
pasar, donde las posibilidades se multiplican, donde la música alcanza nuevos
significados, la reflexión alcanza cotas tan preclaras como extrañas y
que, tal cual aparece, se escapa, como humo entre los dedos, detrás del siguiente
sorbo, ése que te introduce ya entre las sombras, en la triste penumbra. Con un
terrible sentimiento de pérdida. Pero ese momento tiene una magia especial,
casi dolorosa, peligrosamente adictiva: desaparecen los miedos con lo que has
aprendido a convivir, se rompen los
diques, te sientes de nuevo como cuando eras inmortal y nada podía hacerte
daño, reconoces lo que te hace fuerte y se hacen menos importantes las debilidades.
Son malos días, días oscuros donde todo gira en torno a los putos teléfonos y a
conversaciones donde se finge la normalidad detrás de la angustia provocada por
el monstruo. Hay que reconfigurarse, en breve hay que volver al mundo de los
otros, de las normas, de las convenciones y responsabilidades. Se ha levantado una
brisa reconfortante. Pronto el mar quedará lejos.
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