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09 septiembre 2017

5 años, un recuerdo y un beso

Era 9 de agosto.

Dani nos adelantó en la A49. Solo vería a Mari dos veces más. Allí iba, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Estoy seguro que la vi. O tan solo es otra más de esas certezas con las que la memoria se empeña en reconstruir el pasado a su antojo. Habíamos estado en Caño Guerrero, Huelva, desde el 1 de agosto. El día anterior Carol y yo habíamos llegado a Sevilla para hacer noche y después marchar todos juntos (mi madre, Carol, Mari y Ale, su hijo de seis años) al día siguiente hacia la playa. Llevábamos ya varios años juntándonos hermanos, cuñados y sobrinos en una casa alquilada por mi madre en la playa para huir del calor sevillano. Días de playa. Días familiares. Días complicados, siempre. Y felices. Fueron felices. Pero solo nos damos cuenta de eso más tarde. Mari ya no estaba bien, su cuerpo mandaba desde hacía  un tiempo señales que nadie comprendía. Ella se lo tomaba a broma, se reía, le restaba trascendencia. Para mí, hoy, era evidente su nerviosismo, su intranquilidad: nadie que ha superado un puto cáncer vuelve a desdeñar pequeños síntomas de enfermedad sin causa justificada que no terminan de desaparecer. Sí, intuí su nerviosismo, pero le seguí la corriente. Ella quería llegar a la playa, desconectar, descansar, reír, tomarse muchas cervezas. Pues eso tocaba intentar. Los días se sucedieron (casi) como siempre: risas, cervezas, tensiones, más risas. Y los niños, mis  sobrinos, los hijos de Espe y de Mari, tan pequeños por entonces, tan estupendos, cuya existencia tanto ayudó a volver a encontrarme con ellas. Pero no, algo disonaba. Mari se sentía cada vez peor, lo intentaba pero no podía seguirnos el ritmo. Tenía extraños moratones en el cuerpo y unas décimas de fiebre que nunca desaparecían. Finalmente, a pesar de todo, intentó meterse en el mar. Las vacaciones no terminan de serlo si no cumples ciertos rituales. Debió salir del agua lívida, tiritando. Así la vi yo al menos, un rato después, en el salón de aquella puta casa, envuelta en una toalla, temblorosa, atendida por mi hermana Espe que intentaba restarle dramatismo a la situación. Pero la situación no mejoró. Mari, a partir de se día, se quedaba por la mañanas en la habitación de arriba, sola. Decía preferirlo así. Nosotros, de vacaciones, en la playa, volviendo a casa para comer y preguntando por ella: todo igual. Como buena Almeida ella sabía imponer sus decisiones. También las absurdas Y se negaba a que la llevásemos al médico. La situación se hacía insostenible. Recuerdo como si fuera ayer caminar aquella tarde del 8 de agosto con mi madre por el paseo marítimo. Y decirle, medio en broma medio en serio, que disfrutara de las vistas, de la playa, del mar, que me parecía a mí que ya no iba a ver todo eso más ese verano. Así fue. De hecho no lo volvió a ver hasta dos años después.

Al día siguiente era cuando yo volvía a Madrid. La noche anterior se decidió por fin trasladar a Mari a Sevilla para ir al hospital y que la examinasen en profundidad. Dani, mi cuñado, conducía ese coche que nos adelantó. Mi madre iba en el asiento delantero. Y Mari, allí, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Miedo, un miedo infecto, eso es lo que sentí. Hice lo único que creía poder hacer: apartar las malas ideas de mi cabeza y continuar el viaje como si nada pasase y nada malo fuese a suceder.

Era 9 de agosto.

Aquella misma tarde, ya en casa, por teléfono, me empezaron a llegar informaciones contradictorias. Una de mis hermanas afirmaba que en una conversación con uno de los médicos la posibilidad de leucemia había aparecido. Ni de coña. Venga ya. Menos dramatismo. Esto era tan solo una anemia, joder. Durante unas horas nadie quiso creerla. Es más, tocaba criticar su excesiva teatralidad. Tan lúcidos. Los Almeidas. Tan gilipollas. En el fondo tampoco se podía criticarnos demasiado. Era pura defensa emocional. Nos daban igual los indicios. No lo queríamos creer. No nos podía volver a pasar de nuevo. Y menos a ella. Otra vez. Tal vez negándolo una y cien veces podríamos esquivar a la verdad.

Solo volví a ver a Mari en dos ocasiones más. La leucemia era extremadamente agresiva y por tanto también lo fue el tratamiento. Con su sistema inmune debilitado lo mejor era que estuviese prácticamente aislada. La primera de esas veces, lo que debía ser un encuentro tranquilo y privado se convirtió, por culpa de otros hermanos, en un momento desagradable y difícil. Todos queríamos verla. Recuerdo mi estrés, lo que pensaba en ese momento: "no debíamos estar tantos allí dentro, eso podía perjudicar su recuperación..." En el fondo, de nuevo, no quería ver nada de lo que estaba pasando. Qué tonto, qué ingenuo. Qué pena. Seguramente los médicos, al permitirnos entrar a todos por turnos a verla en una situación tan grave como esa, nos estaban dando una oportunidad para empezar a despedirnos. Yo no me enteré. Ella, desde luego, tampoco. Qué bien salen todas esas mierdas emocionales en el cine.

La última vez que la vi fue aquella madrugada en la que murió. Nosotros habíamos vuelto a Sevilla a finales de agosto. El tiempo parecía suspendido mientras la familia empezaba a metabolizar la enorme gravedad de lo que ocurría, sin dejar de hacer planes de futuro para la gestión de la recuperación de Mari. El dolor, el miedo, el cansancio y la rabia reabrían viejas heridas y provocaban nuevos enfrentamientos. Aquella noche Carol y yo habíamos vuelto a casa descansar mientras mi madre, de nuevo, se quedaba a pasar la noche con ella. Todas las noches (excepto una), durante 30 días, una detrás de otra, permaneció mi madre con su hija en el hospital. Más allá de medianoche recibí un mensaje suyo al móvil: "Pepe, qué malita la veo..." Mi madre, por fin, tras negarse una y otra vez a aceptar la gravedad de la situación parecía asumirlo por fin. Y todo se derrumbaba a nuestro alrededor. Horas después alguien nos llamó. Había que ir al hospital. Deprisa. Recuerdo el silencio con el que Carol y yo nos preparamos para salir. Un silencio atroz que se deslizaba por cada rincón de esa casa en la que tantas veces tantas voces lo llenaron todo.

El hospital. Confío absolutamente en la medicina científica. Es la única oportunidad que tenemos. Por ello ese lugar también debiera ser un reflejo de esperanza. No es así en mi caso. Después de tantos años reconozco que cada vez que me acerco a uno de ellos solo siento horror. La sala de espera. Un abrazo. No me podía quedar allí. Tenía que entrar. Me dejaron pasar. Compré de manera voluntaria el último pasaje disponible para el tren del terror. Entré en una habitación en la que mi hermana Mari, la decidida, la valiente, la vitalista, era ya puro hueso, un pajarillo tembloroso con sus manos aferradas desesperadamente a las de sus hermanas, Espe y Amparo. Solo pude mirar unos segundos antes de retirar la vista, aterrorizado, mientras caminaba hacia mi madre que allí, sentada en un sillón, contemplaba en silencio la escena, derruida, apaleada de nuevo por la vida. 

Era 9 de septiembre.

Un beso, Mari, cinco años después se te sigue echando de menos.

27 mayo 2017

Historias de una graduación de la enseñanza pública

Los observo con orgullo mientras suben al escenario, con esas sonrisas congeladas en sus caras, sonrisas que transmiten una extraña mezcla de nervios, excitación y satisfacción. Hoy es su fiesta, su graduación, han terminado 2º de Bachillerato, ese curso tan complicado, para muchos el más difícil de sus vidas.

Conocí a esta generación de alumnos hace cuatro años, en 2013, en 3º de ESO, cuando repetía por segundo curso consecutivo en el mismo instituto. No es fácil para un profesor interino dar varios cursos seguidos en el mismo centro y se tuvieron que dar dos circunstancias para ello: que a mí no me importara repetir con jornada parcial (importante) y que el instituto fuese (y sea) uno de esos centros que el colectivo docente cataloga como "complejo" (clave), por lo que no suele ser excesivamente solicitado por los profesores que tienen ya plaza fija y poseen cierta capacidad de decisión sobre el destino en el que trabajar.

Yo había llegado allí el curso anterior, en septiembre de 2012. Lo recuerdo como si fuera ayer. Empecé a trabajar un 20 de septiembre. Mari, mi hermana, había fallecido del putocancer el 9 de ese mismo mes. No parecía fácil volver al mundo real tras ese verano en el infierno pero dar clases resultó ser, finalmente, algo reparador... Pero esa es otra historia.

Cuando conocí a esta generación que ahora se gradúa estaban distribuidos en tres cursos de 3º ESO. Les daba clases de Física y Química, claro. Dos horas a la semana. ¿Cómo eran por entonces? Pues como son en general los adolescentes a esa edad, en ese nivel, tan complicado, tan difícil. Los había infantiles, insolentes, enormemente inteligentes, protestones. Los había divertidos, introspectivos, inquietos, incapaces de atender en clase. Los había objetores educativos, responsables, creativos, trabajadores. Y casi todos ellos ejercieron, en algún momento del año, en una de esas categorías en las que pobremente terminamos clasificando a los alumnos. ¿Qué era lo que les unía a todos? Nada sorprendente, nada que todo el mundo no sepa: todos, de una manera u otra, parecían estar enfadados con el mundo. Con sus profesores, con sus padres, con sus obligaciones. Pero tan solo había que rascar un poquito, acercarse a ellos, escucharlos con cierta atención para percibir que, tras esa primera capa de rebeldía natural, se escondían niños y niñas encantadores, se ocultaban muchos sueños, muchos miedos, muchas penurias y demasiada poca rabia. Casi todos, por acción, obligación o respeto respondieron positivamente a la única exigencia ineludible de mis clases: había que estudiar, que trabajar, las clases debían servir no solo para aprender sobre ciencia (prioritario) sino también para entender la necesidad de esforzarse cada día para conseguirlo. Había algunos, pocos, que demostraban en cada clase un enorme interés por aprender. Menos de lo que uno siempre desea. [¿Te extraña? ¿Qué te crees? ¿Que estás leyendo un relato de fantasía pedagogista?  Esto es la vida real.] Lo que sí aceptaron casi todos fue lo que todo profesor debiera desear: no estudiar no era opción. En el fondo, vistos desde fuera, pudiera parecer que nada los distinguía de tanto otros estudiantes de tantos otros centros de las zonas pobres de Madrid. Nada pareciera poder servir para distinguirlos. No es verdad. En absoluto. Para mí, que les daba clases, se convirtieron en especiales, diferentes y entrañables

Tras el curso 2013/2014 ya no repetí, me marché. O decidieron que me marchara. Qué más da. Era lo lógico, lo que tenía que pasar y pasó. De todas maneras sigo defendiendo que nada mejor para un grupo de alumnos que no repetir con el mismo profesor, en la misma materia, durante varios años. Aparecen nuevas voces, surgen nuevas ideas y se abren nuevas puertas cuando se cambia de profesor. De manera que ellos, ya sin mí cerca, se fueron haciendo mayores. Cursaron  4º de ESO y 1º de Bachillerato mientras algunos iban quedándose atrás, otros se desviaban hacia el mundo de la Letras y yo gravitaba de centro en centro, haciendo lo que creo que mejor sé hacer: trabajar enseñando ciencia en unos niveles educativos determinantes para el futuro académico y laboral de los adolescentes.

De repente, en el verano de 2016, en uno de los peores momentos de mi vida laboral, el destino me llevaba de nuevo a ese pueblo de Madrid que pocos pueden poner en el mapa cuando se menciona en cualquier conversación. Y no solo regresaba al centro sino que tenía que volver a dar clases a muchos de ellos, a muchos de mis antiguos alumnos, ahora ya en 2º de Bachillerato. Nada más y nada menos que en la materia de Física. Con asombro y aprensión descubría, además, que eran casi 25 los chicos que la cursaban (una anomalía debida a las necesidades organizativas de un centro pequeño). Recuerdo el primer día que vi a algunos de ellos en esos primeros días de septiembre y cómo una de ellos exclamaba: "¡Pepe, qué alegría, estás igual!". Y lo decía feliz, confiada, contenta por volver a tenerme como profesor. Mientras, yo, consciente del horizonte que se abría, empezaba a angustiarme, a agobiarme: ¿sabría estar a la altura del reto que se me exigía? 

El curso ha sido largo y complicado. Los he visto sufrir, llorar, encabronarse, someterse, rebelarse, volver a sufrir, y a llorar. Pero sobre todo los he visto luchar. A casi todos. Luchar, una  y otra vez,  enfrentándose  a sus propias capacidades, desafiando a miserables determinismos socioeconómicos, enfrentándose a un sistema que los impulsa hacia otras labores y hacia otros estudios, que los quiere apartar de los estudios superiores, que ignora sus sueños y sus necesidades. Ellos sí se enfrentan en soledad, solo con sus armas, a la exigencia educativa. Muchos otros, cuando sufren, gracias a su posición socioeconómica, disponen de todo tipo de ayudas para superar las dificultades, mientras que ellos solo cuentan con su esfuerzo, con su cabezonería y con su grupo de amigos. No todos lo consiguieron. No todos fueron capaces de aprobar. Casi todos lo merecieron por su esfuerzo pero lamentablemente con eso no basta. Tendrán otras oportunidades y terminarán consiguiéndolo. Seguro.

Ahora ya, por fin, el curso está acabado. Y ellos, por fin, respiran. Ahí están, encima del escenario. Tan estupendos, tan jóvenes, tan felices, tan inconscientes. Uno a uno recogen las orlas de manos de sus dos excelentes tutoras. Profesoras de la enseñanza pública que durante todo el curso los cuidaron, guiaron y animaron para que no desfallecieran. Que un profesor u otro sea el tutor de un grupo de alumnos es producto del azar cuando se organiza el curso. Convertir la labor de tutor en una herramienta imprescindible para la superación del curso por parte de los alumnos es, en cambio, solo debido a la implicación del docente. Por ello, desde aquí, mi felicitación y mi respeto para ellas.

Yo les aplaudía desde mi asiento, sonreía, recordaba conversaciones, risas, broncas, clases complicadas, anécdotas impagables, mis momentos de equivocada impaciencia, sus momentos de equivocada frustración. Ellos, mientras, en sus discursos y en sus vídeos trasmitían un sincero cariño hacia su etapa educativa en el centro, preferían quedarse con lo bueno (lo ha habido) y dejar de lado lo malo (que también lo hubo).

Reitero mi orgullo. Por ellos. Por todos. Por los que aprobaron conmigo y por los que, desgraciadamente, no fueron capaces. Orgulloso de haberles dado clases porque en cada momento demostraron que, más allá de las dificultades, estaban dispuestos a seguirme para aprender. Y eso, curiosamente, lo complicaba todo. Hicieron de cada clase un reto ineludible para mí: tenía que estar a la altura de su compromiso y conseguir enseñarles, conseguir que comprendieran cada uno de los conceptos abstractos y extraordinariamente complejos que mi asignatura plantea a este nivel.

Al final de curso, medio en broma medio en serio, les comentaba que no recordaba curso más complicado que este en mis años de carrera docente. Es verdad. Creo que darles clases a ellos este año ha sido el reto más complicado de mi carrera docente. Y estoy muy satisfecho con el resultado. Modesto tal vez, anecdótico pensarán muchos, intrascendente dirán otros. En absoluto. Creo firmemente en que son las pequeñas batallas el espacio en el que más podemos aportar. Dar una oportunidad de futuro a los que todo lo tienen en contra, sin traicionarles, sin regalos, sin buenismos condescendientes es una de las vías que la enseñanza nos permite. Jamás le di tantas vueltas a cada una de mis clases. Ni dediqué más recreos a resolver dudas individuales que nunca hubieran podido tener espacio en las clases.

Pero ahí estamos todos ahora, en un teatro de pueblo, compartiendo su felicidad, celebrando su triunfo. El final de una etapa que les permite incorporarse a los estudios superiores, ir a la Universidad, equipararse a tantos a los que llegar hasta ahí no les supuso ni la mitad del esfuerzo que ellos necesitaron. Y no precisamente por capacidad intelectual. Yo les aplaudo, me río, me emociono, me relajo, por fin, y espero que ahora, que poco a poco mi recuerdo se diluirá en sus vidas, algo permanezca de lo que les intenté transmitir. Respecto a la importancia del pensamiento racional, del conocimiento, del saber y de la duda legítima.

Y espero que no se olviden de dónde vienen. De dónde surgieron. Ahora que volarán lo más lejos que puedan y que quieran. Que no olviden que ellos son carne de la enseñanza pública. De esa enseñanza pública que tantos machacan cada día. Que sin la enseñanza pública difícilmente se les hubiera abierto la ventana de oportunidad que ahora se les abre. Que fue la enseñanza pública la que ningún mérito les pidió, ni ninguna cuota, la que no miró sus apellidos, ni indagó en su origen social. Que fue su trabajo y el de sus profesores lo que les permitió llegar hasta dónde ahora están. Y hasta donde llegarán. La desmemoria y el infecto elitismo son el cáncer que devora a una educación pública que lucha contra los prejuicios de un clase media que olvidó sus orígenes. Ellos son el futuro, dicen. Pero yo, hoy, solo puedo alegrarme por su presente.

14 julio 2016

Migue

Fue Luke cuando yo me pedía ser Han. Fue Kyle cuando yo me pedía a Donovan. Fue Benji mientras yo me emocionaba haciendo de Oliver. Fuimos juntos Indiana Jones luchando contra los Togui. Algunos años después asumimos a Mulder como líder espiritual de la batalla contra la conspiración gubernamental que nos ocultaba la verdad (mientras Mercedes, todo corazón, nos ayudaba a sufragar las pizzas). Construimos fuertes de los clicks para defendernos de los indios, disfrutamos juntos de aquellas noches de reyes con ilusión desbordante, montamos ligas de chapas en las que a veces, todavía hoy, juego en sueños, creamos carreras con esas mismas chapas en las que Marino Lejarreta se enfrentaba a un joven Perico Delgado en busca de fortuna y gloria mientras sorteaban montañas de arena saltereñas y escuchábamos de lejos, en la radio, el final de la jornada de liga. Sufrimos juntos cuando de niños la noche se alargaba y el miedo nos atenazaba después de escuchar a Pedro Pablo Parrado, casi dormirnos con José María García y volver a despertar con aquel Polvo de estrellas de Carlos Pumares; asustados porque Ricardo se diera cuenta de que la radio seguía encendida y nos dejara inmersos en el silencio de la noche eterna. Crecimos siendo los pequeños de nueve hermanos, viéndolas venir, observadores continuos de una familia que siempre se nos antojó extraña, ajena, fuera de nuestra longitud de onda. Fuimos espectadores estupefactos de la descomposición de un padre al que el paso del tiempo arrasó y convirtió en presente construido por pasado y mosto. Vivimos la España de los 80 comiendo tiburones comprados en “la borracha” para ver partidos de una selección que siempre perdía. Y comenzamos los 90 como socios infantiles de un Betis tan solo legendario en nuestras memorias sentimentales. Fuimos niños felices aunque, por supuesto, siempre estuviéramos peleándonos. Nos convertimos en adolescentes con el paso cambiado, incapaces de entendernos, creciendo desacompasados, sabiendo que el otro estaba ahí, tan lejos aunque tan cerca, y convirtiéndonos en aliados, junto a "las niñas", en una pequeña guerra civil familiar tan cruel como irrelevante.

No podría explicar mi vida hasta los 22 años sin la presencia de Migue, mi hermano pequeño, mi aliado, mi amigo, mi enemigo ocasional. Todo termina girando en mi memoria en torno él, siempre está presente de manera decisiva, interpretando un papel protagonista mientras él mismo, a veces, creía ejercer de secundario. Incluso cuando la guerra fría con mi padre terminó por explotar y su extraña equidistancia acabó por desquiciarme.

Hace ya muchos años de todo eso. Muchos. Hace no tantos, en la oscuridad de esa terraza aljarafeña que ha asistido a tantas confidencias me aseguró, sin mostrar duda alguna, que a pesar de todo lo que hubiera sucedido, a pesar de todo lo que pudiéramos recordar, de los enfrentamientos, de las incomprensiones o de los abandonos, no había nada en nuestro pasado que pudiera reprocharme. Nada. Lo dijo tranquilo, como el que confirma una banalidad, como el que asegura algo indiscutible. Sentí como mi cuerpo se relajaba. Los hermanos pequeños nunca entenderán del todo la perspectiva que el tiempo nos da a los hermanos mayores, esa perspectiva que nos hace dudar de todo lo que hicimos, de lo que fuimos, de cómo nos comportamos con ellos... El tiempo se detuvo entonces, un segundo, y de repente avanzó, ya para siempre. Nos habíamos hecho adultos, nuestros caminos vitales nos habían llevado por caminos lejanos hasta ciudades distantes, la puerta del pasado se cerraba para siempre y, sin notarlo, nos estábamos despidiendo. Nuestras vidas separadas auguraban un futuro que jamás nos depararía la intimidad de la que habíamos disfrutado, la conexión emocional que habíamos tenido, la relación que nuestra infancia construyó.

Hace dos días, el 12 de julio, mi hermano pequeño, Migue, se convirtió en padre. De esta preciosa niña, la de la foto, mi sobrina. Olivia. Y el padre es él, Migue. Increíble. Y estoy muy contento, mucho, muy feliz por él, y también muy sorprendido. Y me río solo, a veces, pensando sobre ello. Porque sé que ahora mismo él, a ratos, cuando se para, estará tan sorprendido como yo. Pensando que sí, coño, que sí, que aquel niño, el de las gafas, el que quería jugar a todas horas, el socio de mis trastadas, ese tipo siempre tan tranquilo, es ahora el padre de esa criatura tan pequeña. Migue. Mi hermano pequeño. Tan diferente a mí. Tan necesario. Creo que sabe lo mucho que lo quiero. Pero por si acaso, por si más tarde vienen mal dadas, aquí se lo dejo escrito.
 

14 diciembre 2015

10 años de Discursiones

Pues sí, parece mentira pero el domingo 13 de diciembre este blog, Discursiones, cumplía diez añitos. Teniendo en cuenta que la constancia nunca ha sido, desgraciadamente, mi mayor virtud, me siento muy contento y satisfecho por haber llegado hasta aquí manteniendo con vida este proyecto.

Discursiones nacía allá por 2005 (explicando aquello de discursos y discusiones), como una prolongación natural de una serie de cuadernitos azules que me habían acompañado durante los años de carrera y en los que había escrito o bosquejado cuentos, pensamientos, ideas y emociones. Por entonces aun ni siquiera era profesor, apenas llevaba tres años viviendo en Madrid y tampoco tenía muy claro para qué me iba a servir aquello de un blog, ni cómo lo iba a usar, ni si alguien lo leería. Hoy, diez años después, tras casi 300 posts publicados, todavía sigo sin tener muy claro para qué sirve esto de un blog, cómo lo uso y tampoco si realmente se lee lo que escribo.

Discursiones nació en plena burbuja bloguera, cuando parecía extraño no conocer a alguien que en ese momento no estuviese empezando un blog o se plantease tenerlo. De aquella explosión inicial queda poco. Casi todos los blogs que empecé a leer con interés hace 10 años fueron cerrando o abandonándose. La burbuja bloguera explotó y las nuevas redes sociales, primero facebook, después twitter y finalmente toda la miríada de aplicaciones de móvil que permiten transmitir mensajes, fotografías y emociones, parecieron matar a los blogs. ¡El blog ha muerto!, clamaban lo agoreros cibernéticos. Cada año los gurús de turno matan "viejas" formas de comunicación en la red mientras que hacen como que descubren otras "nuevas" que vienen a sustituirlas. Es tan aburrido... Porque lo cierto es que ni aquellas mueren del todo ni estas son tan revolucionarias como pretenden parecer. Al final, todo esto de la web 2.0 trata sobre la necesidad de comunicación, sobre la posibilidad de expresarnos, de contarnos cosas los unos a los otros, por escrito, mediante imágenes, como sea... Y de mantener ese extraño punto de vanidad que supone pensar que a alguien le va a interesar lo que haces.

Desde que empecé mi aventura bloguera he leído o escuchado todo tipo de consejos (baratos) sobre cómo se debía escribir en los blogs, sobre cómo se debían construir los posts para que tu página tuviera muchas más visitas, para adecuar lo escrito a las supuestas expectativas del lector zombi y disperso de la web 2.0. Había que impactar, había que escribir con frases cortas, nada de grandes párrafos, nada de entradas demasiado largas, había que modificar el diseño del blog cada cierto tiempo para hacerlo más atractivo, terminar las entradas apelando a la opinión del lector, provocándole para que respondiera, intercalar texto con fotos y videos... Intenté en ocasiones poner en práctica alguno de estos consejos pero siempre me aburrió esa forma tan artificiosa de bloguear; con los años solo quedó intacta la esencia por la que abrí este blog: escribir. Expresarme por escrito. De lo que me interesara. Con la profundidad y la extensión que a mí me parecieran bien. Al fin y al cabo, para epatar, simplificar y trivializar ideas ya tenemos facebook y twitter, ¿por qué no dejar los blogs para otra cosa?  Por no cumplir los preceptos blogueros no fui ni siquiera capaz de adecuarme al que decían que era el más importante: un blog debe ser temático, debe estar centrado en algún aspecto reconocible para el lector. Pues nada, lo dicho, incapaz. En Discursiones se han mezclado, como en propia vida, lo personal con lo político, lo social con mi trabajo, mi ideología con mis aficiones, mis lecturas económicas con las novelas escritas por amigos, la educación con el cine. Un totum revolutum, una extraña amalgama de ideas y emociones que yo mismo a veces no he sido capaz de desentrañar. Al final, como decía, lo único cierto es que lo que me lleva a seguir escribiendo y publicando es lo mismo que al principio: mis obsesiones particulares, mis miedos, mi rabia política. A veces, mi dolor.

Tal vez por todo esto le tengo tanto cariño a este blog. Porque, por un lado, expresar lo que pienso por escrito me ha ayudado a aclarar muchas ideas, a mejorar los argumentos de aquello que defiendo, a profundizar sobre lo que escribía porque sentía que me faltaban lecturas. Pero también, por otro lado, me ha servido como paño de lágrimas, como espacio de participación política, como una forma de presentarme al mundo menos comedida de lo que las convenciones sociales nos obligan en el día a día. Es cierto que nunca he escrito con la asiduidad que me hubiera gustado tener (algo que con los años va a peor), y que se cuentan por decenas los posts iniciados y nunca finalizados. Escribir no es algo sencillo para mí, me cuesta decidirme por estructuras, lenguaje y tipo de argumentación. Y me disperso con una mosca que pase. Pero eso ya no me angustia como al principio, ya he asumido que nunca podré escribir 50 entradas al año y he dejado de pretenderlo. Tal vez por eso ha dejado de rondarme la idea de cerrar el chiringuito y dejar este blog atrás. Hace un año pensaba que nada mejor que el décimo aniversario para cerrar Discursiones. Ahora ya no lo tengo tan claro. Ya lo iré viendo. De momento, esta ventana a mi vida y a mis ideas seguirá abierta. Y, por supuesto, esperando siempre que haya alguien por ahí al que le interese lo que escribo.

31 octubre 2015

Cambiar de piel

Recuerdo escucharlo, a Alberto, amigo, profesor de filosofía, compañero en mi primer curso como profesor (qué gran año, cuánta buena gente), un tipo inteligente, un dandi, un grande, y recuerdo sorprenderme ante lo que me decía. Hace ya varios años de esto pero parece que fuera ayer cuando lo miraba con extrañeza mientras él reflexionaba en voz alta y se confesaba con absoluta tranquilidad ante mí: “estoy cambiando de piel, Pepe, noto que estoy en periodo de mutación”. Lo decía con esa voz suya, tan personal, tan particular, tan suave como firme, tranquila pero convencida, con un tono que impedía cualquier conato de sarcasmo porque al escucharla entendías que, tras la aparente simpleza del mensaje, se escondía un mundo de experiencias vitales que apenas podías intuir. Se lo veía introspectivo. Era mayor que yo. Más de una década nos separaba. Él sentía que estaba de nuevo ante uno de esos puntos de inflexión que la vida le iba planteando. Con una hija. Con dos divorcios. Algo estaba de nuevo cambiando. Yo sonreí en silencio, incapaz de responder, de aportar nada, confuso, mientras degustaba su Lavagulin, en el salón de su casa, recostado en su sofá, sin comprender exactamente de qué estaba hablando. Esa iba a ser una madrugada de aprendizaje, un aprendizaje dilatado en el tiempo, porque entonces, en aquel momento, poco o nada de lo que me decía me alcanzó realmente. El whisky siguió desapareciendo de aquella botella mientras otro amigo se incorporaba a nuestro encuentro y otros temas, otras historias, terminaron centrando la conversación. Temas e historias con las que yo me sentía cómodo, con las que disfrutaba y que eran las que propiciaba: impersonales, asépticas, divertidas o pretenciosamente trascendentes. Cine o literatura. Filosofía. Ciencia o trabajo. Risas. Boutades. Sarcasmo. Pero todavía a Alberto le daría tiempo para dejarme otra reflexión, que con el tiempo me marcaría y que ya nunca podría olvidar, mientras en mi vida cambiaban paradigmas y se derruían antiguas certezas: “la amistad, al final, no puede sustentarse en la conversación, en los intereses comunes, en la diversión. Eso es una mentira que dura poco. Lo personal, el preocuparse del otro, de lo que siente, conocer y compartir sus miserias, sus debilidades e ilusiones, ser parte de su historia porque él es parte de la tuya, eso termina siendo lo fundamental”. Tal vez no fueran esas sus palabras exactas, pero eso es ya intrascendente, porque esas palabras sí translucen a la perfección la lectura final que yo hice de ellas.

Desde mi adolescencia, una vez superada una niñez enfermiza, dócil y ajustada a las normas, siempre he sido considerado por los más cercanos como alguien visceral, duro con la palabra y directo en el enfrentamiento, alguien que no se paraba a pensar si lo que decía hacía daño porque lo importante era mantener un discurso intelectual honesto. Aunque molestase. Aunque provocara un incendio. Un capullo, vaya. Si algo de lo que escuchaba en mi entorno familiar o entre los amigos más cercanos me parecía una estupidez (o ellos directamente eran los que me parecían estúpidos) hacer ver que eso era lo que pensaba era una de las maneras de presentar al mundo mi DNI social. Era mi tarjeta de presentación en la vida adulta. Uno más. Tan especial, yo. Tan irrelevante. Yo. No he sufrido nunca grandes depresiones, no he aceptado jamás que el dolor me permitiera esconderme del mundo por demasiado tiempo y he procurado disfrutar al máximo de todo aquello que me proporcionaba placer. Pero más allá de un discurso político público que con los años cada vez ha sido más fácilmente identificable como “de izquierdas”, lo cierto es que en la práctica, en la vida real, yo, como tantos progres, siempre me he movido dentro de un esquema de vida diaria ferozmente liberal: individualismo, egotismo y esencialismo. Nada más sencillo (nada más imbécil) que sentirse diferente y especial: en los gustos culturales, en las prácticas sociales y en las putas ortodoxias políticas.

Los años han ido pasando, proporcionándome experiencias vitales tan ricas como dolorosas. Creo que ser profesor de secundaria ha influido de manera decisiva en mi evolución personal, en mi forma de intentar entender a los demás, en comprender que nada se consigue cuando uno se encastilla en sus obsesiones personales, porque carece de sentido intentar superar los problemas sin apoyarse en los demás. El otro existe. Y sin el otro somos realmente poca cosa. La empatía, esa puta empatía de la que todos hablan y pocos entienden ni practican se aprende desde la experiencia. Nada más triste que trabajar con grupos completos de la ESO en los que se vislumbra que muy pocos de los chicos que los forman conocerán la tranquilidad de una vida acomodada. Que muchos de ellos formarán parte de esas frías estadísticas que los considerarán fracasados escolares. Chicos y chicas estupendos que pocos conocerán, a los que nadie preocuparán, y que terminarán pudriéndose en vidas adultas miserables porque, no nos engañemos, es lo que el mundo espera de ellos. Sí, son los años, es el tiempo que pasa, claro, porque solo con el tiempo te das cuenta de que muchas de tus certezas desaparecen, de que los discursos se pudren cuando no tienen raíces fuertes y que ser honesto, coherente y leal con los que te rodean es sin duda la única manera de seguir caminando por el mundo sin vergüenza.

He ido comprendiendo que existe un desajuste real, una contradicción fundamental entre lo que siento y lo que se espera de mí, entre lo que me gustaría ser y la proyección que los otros hacen de mí. Me aburre mi antiguo yo, me aburren aquellas discusiones infinitas donde quedar por encima era mucho más importante que escuchar lo que el otro decía. Me aburren los guantazos dialécticos gratuitos. Me aburre la soberbia solipsista. Me aburren los que nunca escuchan, los que dicen que escuchan sin escuchar, los que se refugian en un yo misántropo y egocéntrico para esconder su miserable realidad. Lo que haces, lo que dices, solo importa si termina importándole también a alguien más. No porque lo que hagas o digas vaya a ser mejor o peor en función de eso, sino porque de nada vale la lucidez en el vacío, la inteligencia en el desierto, la brillantez en el erial. Me acerco a los cuarenta, los muertos colonizan desde hace años mis sueños, cada vez me apetece menos la contienda estéril, la sórdida esgrima, el enfrentamiento gratuito. Tal vez sea hora de asumir que yo también estoy cambiando de piel, mutando. Sin saber bien a qué.

23 febrero 2015

La cafetería más triste del mundo

Ceno en soledad tras un largo día dentro de la bestia. Tras casi dos años nos reclamó de nuevo. Por fin tengo un rato solo para mí, para ordenar mis pensamientos y gestionar a duras penas mis miedos, mientras mastico de manera mecánica, alimentándome por mera rutina horaria. Delante de mí, en la cafetería más triste del mundo, tres mujeres que no parecen alcanzar aun los treinta años conversan animadamente, sentadas alrededor de una de las mesas. Mientras me explico, me animo, me hundo, me discuto y me construyo un relato de tranquilidad las observo distraído, sin mucha atención. Una de ellas, de repente, se levanta, va a marcharse, comenzando así el inevitable ritual de despedida, con abrazos intensos, besos y sonrisas un tanto exageradas. Tras desaparecer, las otras dos vuelven a sentarse y comentan algo que no alcanzo a escuchar pero que les hace sonreír a ambas de manera cansada. Se nota que son hermanas, siguen hablando, siguen sonriendo, casi ríen… De repente se hace el silencio, una de ellas se queda mirando un instante al infinito y rompe a llorar. Su cara transmite ahora una angustia incontenible. La otra, sin decir nada, sin que tal vez pueda decir nada que merezca la pena en esos momentos, con una enorme tristeza, despacio, le echa la mano sobre el hombro y aprieta fuerte, apenas un instante, haciéndole saber a su hermana que está ahí, que la entiende, que siente lo mismo, que nada puede hacer salvo ofrecerle ese mínimo contacto, con la esperanza de que sirva para que comprenda que no está sola. No parece tener la más mínima intención de parar ese momento, solo permitir que fluya y que sirva como desahogo necesario. Son solo unos segundos. Después, la primera hermana se recompone, se limpia las lágrimas por debajo de las gafas y comenta algo. Solo entonces la otra retira el brazo, lentamente, terminando el contacto con una leve caricia, sonríe. Continúan charlando. Yo bajo la mirada, las dejo solas, y recuerdo, nos recuerdo, y siento como una ola de afecto hacia ellas crece en mi interior. Hoy a mí no me ha tocado vivir ese carrusel de emociones que ellas están sufriendo, las de verdad, no las que apenas intuimos a través de la ficción, esos arrebatos incontrolables de dolor entremezclados con las conversaciones más banales, con las sonrisas más estériles, las más vacías, las menos comprensibles. Quizás las más necesarias. A mí todo me ha salido hoy bien. Nuestro paso por la bestia será efímero,  no volveré solo a casa. Volveré de nuevo acompañado. Levanto la cabeza y miro por última vez a mi alrededor. De la veintena de mesas que están montadas a esa hora de la noche ni la mitad están ocupadas y en varias de ellas solitarios como yo mastican de manera mecánica, alimentándose, tal vez, por mera rutina horaria. Pido la cuenta. Necesito irme de ahí ya. Pago y huyo. Sin volver la vista atrás.

18 mayo 2014

Un video casero

Un video casero que tal vez opte a peor grabación de la historia. Hora y media de imágenes sin editar, sin discurso, sin que nadie articule una sola idea sobre lo que en cada momento se graba, sin porqués. Sólo una cámara en las manos de mis hermanos, en las manos de unos inconscientes audiovisuales que no sabían que estaban componiendo un impresionante fresco familiar, el único existente, el definitivo, que rezuma autenticidad debido precisamente al mar de continuo artificio por el que navega.  

El evento-excusa era la comunión de mi sobrino, allá por mayo del año 2000, durante mi primer año estudiando Astrofísica en Tenerife. Evidentemente no era mi intención viajar a tierras andaluzas para asistir a ella y a alguien se le ocurrió que nada mejor que grabar los fastos para que posteriormente yo pudiera ver esas imágenes. A mí entonces todo lo relacionado con la familia me daba igual. Literalmente. Me la sudaba. Vivía inmerso en esa primera y especial burbuja de libertad alucinógena que la huida del nido familiar construye. Vivía en ese momento en el que equivocadamente uno considera que nunca le va afectar nada de lo que quede atrás, en ese momento en el que la llamada de la sangre no parece más que otro puto artificio cultural, en ese momento en el que por primera vez se descubre que uno puede sacudirse el sometimiento indecente que impone la estructura de poder familiar y viajar libre según los propios deseos y motivaciones

He visto ese video dos veces. Sólo dos. Con una distancia temporal de casi 14 años. En el 2000. Y en 2014. Son enormes las diferencias entre las emociones que una y otra visión me provocaron. La primera vez lo vi en VHS, meses después de la comunión, estando aún Tenerife. Recuerdo asistir a la impúdica desnudez emotiva de mi familia con una mezcla de agrado condescendiente y distanciamiento. Aquello que veía ya no era mi presente, era parte de mi pasado. Y esos que interpretaban aquella cinta (mis padres, mis hermanos, mis cuñados circunstanciales)  poco tenían que decirme por entonces, apenas era capaz de escucharlos, apenas sentir por ellos un cariño calculado y egoísta. Difícilmente podía no juzgar (tal vez con injusta acritud) sus palabras, sus actitudes y sus comportamientos. Igual porque el pasado inmediato es aquello de lo que con más fuerza uno se quiere desprender cuando necesita intentar aprender a volar sin ataduras.

La segunda vez fue hace un par de meses. Durante más de una década ese VHS que contenía la única copia existente de esa fiesta se perdió. Varios viajes, dos o tres mudanzas y el habitual desorden que me rodea hicieron que fuera incapaz saber donde andaba esa cinta. Llegó un momento, hace un par de años, en el que pensé que realmente la había extraviado para siempre, aunque siempre me rondara la idea de que una búsqueda profunda haría que finalmente la encontrara. Así fue. En navidades recopilé varias cintas que andaban escondidas en casa de mi madre dispersas entre viejos recuerdos. Una vez en Madrid, dos meses después,  le quité las telarañas al viejo reproductor de VHS y durante una tarde estuve probando una tras otra cada una de las cintas hasta que por fin di con ella. El primer impacto fue brutal: a pesar de la distorsión de la imagen provocada por el deterioro de la cinta lo primero que vislumbré fue a mi padre, muerto hace ya doce años, atravesando el paso de cebra que une Ciudad Aljarafe con Los Alcores. Apagué el video, nervioso. Saqué la cinta y sin más dilación caminé hasta un negocio cercano que ofrece la posibilidad de transformar cintas VHS en DVD.  Tres días después recogí el DVD. Lo guardé. Esperé aún una semana más hasta que una noche, ya de madrugada, y en soledad, me decidí a ver la grabación completa.

Sin deudas que cobrar, sin rencores, desde la distancia, con paradigmas familiares en plena transformación, durante hora y media contemplé en silencio a mi familia, a mis hermanos, a mis ocho hermanos, a mis padres, a mi madre, expuestos, sin filtros, como eran, como siguen siendo en muchos casos, sin edulcorantes, sin concesiones al engaño. Y reconozco que sentí una enorme simpatía por ellos. Sonreí contemplando sus excesos, su grandilocuencia, me sorprendí observando las enormes diferencias que ya entonces se vislumbraban entre unos, "los mayores”, y los otros, “los pequeños”, identificando con facilidad sus dobleces, sus miedos, sus debilidades, sus ansias de libertad, sus enormes ansias de felicidad, sus defectos, la imposibilidad de comunicación entre ellos. Una familia numerosa, la mía, tan compleja. Y tan convencional. 

Los Almeida nos estamos haciendo mayores. Año tras año. Golpe tras golpe. Una familia más, como tantas otras. Con ínfulas, traiciones, alianzas, lealtades, verdades lacerantes mal digeridas. Con mucho dolor acumulado. Tanto dolor. Un dolor que no se puede compartir pero que hace daño, mucho daño. No, la familia no es una mierda. Pero es un coñazo, un verdadero coñazo emocional. Algo de lo que no te puedes desprender aunque lo intentes, que te alcanza, que te afecta, que te cambia para siempre. Y ahí seguimos. Siempre de alguna forma jodidos. Sin solución.



07 marzo 2014

Historias del Cubata Mecánico


Despierta chaval, que ya es domingo, apenas has dormido esta noche y tienes que desayunar. Hoy no vas al campo, no al menos a ese campo familiar, hoy no pasarás el día en la prisión rural, hoy libras, hoy toca fútbol, aunque para deporte el que ya hiciste anoche, los 1500 metros aljarafeños, desde San Juan, desde Los Comerciales, a toda prisa, a la carrera, con el whisky amenazando con salir en cualquier momento por el gaznate en tu loca carrera de regreso a casa, antes de que las puertas de Mordor se cerrasen. Llegaste a tiempo, a duras penas, el cancerbero se bamboleaba en su sillón con la mirada fija en el reloj, en ese reloj. Migue ya estaba en casa, me alegró verlo, como siempre, desde siempre, aunque jamás se lo dijera, miserias de hermano mayor. Te acostaste como pudiste, fingiendo torpemente dignidad, agradeciendo que ya en la cama los posters de Star Wars colgados en la pared parecieran esta noche respetarte a ti y a las leyes de la física, manteniéndose en su sitio, sin moverse, sin que la mareante luz de sables láser incontrolados te condujera a indeseables epílogos etílicos. La noche pasó y llegó la mañana. No hay resaca, no puede haberla. Hoy toca fútbol, hoy juega el glorioso, hoy jugamos nosotros, el único nosotros que conocí durante mi adolescencia, esa adolescencia que estaba a punto de acabar aunque yo aún no lo supiera, aunque aún no fuera consciente de ello ni estuviese preparado, el nosotros de una amistad que parecía eterna. Hoy juega El Cubata Mecánico, hoy tenemos partido en la liga más importante de Sevilla, la que no jugaba ni el Betis ni el Sevilla, la liga de distritos, la de fútbol sala, a las once de la mañana, en las instalaciones deportivas de ese descampado cuyo nombre ya ni siquiera recuerdo. Coincido con Migue en la cocina para desayunar, the others deambulan por la casa, fantasmas sin rostro, aún sin historia ni leyenda; nosotros nos miramos: el Cañitas del equipo parece en forma, con ganas, las tostadas desaparecen con rapidez, vamos tarde, hemos de prepararnos y la habitación nos espera. Con el respeto debido al ritual nos enfundamos en el traje blanquinegro de superhéroe futbolero mientras dejamos que la música de Jerry Goldsmith para Desafío total, grabada en cinta de casette TDK, nos envuelva e inunde la habitación. Terminamos de atarnos las botas en completo silencio, mientras la música nos prepara para la batalla. Hoy jugamos al futbol, hoy somos futbolistas, hoy somos superhéroes. Sin ser conscientes de lo poco que nos queda para dejar de serlo. Sin comprender que en poco tiempo la magia desaparecerá para siempre.

Caminamos con prisa hasta el punto de reunión. El Magalla y El Conejo (Manolo y Javi), nos esperan en la calle. Hoy vamos en dos coches. Nosotros montamos en el de Magalla, con El Conejo; los hermanos Aguayo, montan en el de Luis (El Pato, también conocido por El Palillo). Nosotros recogeremos a Manolito en su casa. Su  estado es lamentable. Hace pocas horas que se acostó. Es evidente que la noche fue larga para él pero eso no le ha impedido cumplir con su obligación superior, con su compromiso futbolero, con nosotros, con el equipo.

Porque somos un equipo Mecánico, como un Cubata, con cambios establecidos cada cinco minutos para que nadie se cabree, sin preocuparnos por las necesidades reales que demanda el partido. Pocas veces se vio un equipo de fútbol en ninguna competición tan apasionado como el nuestro, tan emocional, tan comprometido y tan, tan, tan terriblemente malo. Joder, qué malos éramos. Desde un portero con miedo al balón hasta un tipo que se marcaba solo regateando siempre hacia la banda hasta cerrarse el espacio. Desde un mediocentro defensivo que poco barría hasta defensas hermanos con tendencias depresivas. Desde un tipo tan delgado que carecía de fuerza para proteger un balón hasta un delantero con ínfulas que tenía miedo a golpear con fuerza el balón. Y por allí también corría como pollo sin cabeza un Manolito todo pasión, todo emoción, con tan poca calidad como mucho corazón. Somos muy malos, sí, tal vez, pero no lo aceptamos, nos negamos a asumirlo, no nos lo creemos, eso nos hace grandes, muy grandes, por eso corremos como cabrones. Y hoy, aunque parezca increíble, vamos ganando. Y yo estoy crecido, he metido el 1 a 0.  Tal vez sea el primer partido de la liga que podamos ganar. Estamos empezando la segunda parte. De pronto, intentando llegar a un balón dividido, con el miedo que siempre sentí al enfrentamiento físico, siento un terrible dolor en la uña del dedo gordo del pie. Grito por el daño, siento como si me clavasen cristales en la piel, pido el cambio, me voy a la banda, me saco la bota y miro el desastre. Con tanto sufrimiento como rabia veo cómo la uña del dedo en cuestión está medio levantada, observo cómo la sangre se acumula en un dedo que se amorata por momentos, pero siento cómo el dolor racional es amortiguado hasta casi desaparecer por el chute de adrenalina que me está provocando ese puto partido intrascendente. Me quedo fuera, no debiera volver a salir al campo, parece que hoy ya no volveré a jugar. Nos empatan, mala suerte, o no, es la historia de siempre. Manolito está fuera del campo, allí, al fondo, junto a la banda, vomitando el whisky de la anoche anterior. Ya no hay más cambios, uno de los Aguayos se ha ido, encabronado, en una de sus arrancadas emocionales, tan sentidas y siempre tan incomprensibles. A estas alturas perdemos 2 a 1 y yo ya quiero volver, yo ya quiero jugar una vez más, otra vez más, la última que recuerdo, la uña ya está jodida, qué más da joderla un poco más, qué más da sangrar, qué más da sufrir. Pido volver a entrar, nadie se niega, al fin y al cabo qué más da. Quedan poco más de 10 minutos, seguimos jugando con tan poca cabeza como siempre pero de repente, tras una jugada aislada y colectiva, logro el empate, sin forzar, empujando el balón a puerta vacía. Casi no puedo apoyar el pie. El partido va muriendo, parece que el empate será el resultado final, de repente me llega la pelota a la altura del mediocampo, un bicho viene hacia mí como si fuera una locomotora, de manera instintiva lo eludo con el único regate que en mi vida aprendí, el que patentara Laudrup y mejorara Iniesta, ya corro hacia la portería y con un amago, en carrera, me quito de en medio a un segundo defensor, sólo me queda ya el portero, y la portería, no tengo cojones para tirar, siento cómo la uña tiembla, siento dolor en cada zancada, regateo también al portero, ya no queda nadie para defender, acabo de hacer la jugada de mi vida, a puerta vacía, con el interior del pie, sin fuerza, sólo empujando el balón, marco el gol de la victoria.

Me vuelvo loco, salto de alegría, como si hubiera ganado una liga, o un mundial, y ellos también, los veo a todos correr hacia mí: a Luis, El Palillo, el dandi del grupo, el entrañable ligón, el tipo al que la vida obligó demasiado pronto a aceptar responsabilidades vitales demasiado trascendentes; a Javi, El Conejo, el portero que, como en un cuento de Cortázar, un día cogió miedo al balón, el amigo capaz de interpretar sin atisbo de duda el diálogo de Greedo con Han Solo en aquella cantina de Tatooine; a Manolo, El Magalla, que me abraza riéndose, tan injustamente acosado en su infancia, una persona sin dobleces, un tipo esencialmente feliz, un rocker, incapaz de traicionarte; corren hacia mí también Los Aguayos, tan diferentes: uno tan contradictorio, otro tan sensible, los dos siempre tan dispuestos, tan amables; me agarra del cuello Manolito, el fichaje final de nuestra amistad adolescente, tan pasional y tan  intenso, un grande, un tipo fantástico, siempre tan insatisfecho; y Migue, por supuesto, qué decir de Migue, El Cañitas del equipo, el pulmón de mi vida infantil, adolescente y adulta, mi hermano pequeño, mi confidente, mi amigo. Todos rodeándome, todos tan idiotas, todos tan absurdamente felices…

Ya no sueño por las noches con el fútbol. No sé cuando dejé de correr enfundado en las trece barras verdiblancas sorteando contrarios desde el centro del campo, en un Benito Villamarín a rebosar,  hasta conseguir un gol maradoniano contra el Sevilla que ponía al estadio en pie. Era un sueño recurrente desde que era niño, que a veces yo mismo provocaba segundos antes de caer en la inconsciencia nocturna, paladeándolo con placer, hasta que un día, hace ya unos años, voló, desapareció, casi sin darme cuenta, sin despedirse. Tal vez por eso recurro hoy a la memoria, al artificio del recuerdo reconstruido, antes de que ella también se haga mayor, madure y olvide gestas idiotas como la narrada, tan intrascendente como heroica.

Fue un gran día. Cuando éramos grandes, los más grandes, cuando El Cubata Mecánico perdía partido tras partido en una liga intrascendente de futbol sala sevillano y nosotros entrenábamos para esos partidos de fin de semana como si la vida nos fuera en ello. Historias del Cubata Mecánico, historias de fútbol que no son más que historias de amistad. Hace ya mucho tiempo.

23 diciembre 2013

1943-2013: 70 años

Cumple 70 años, siete décadas de existencia, de lucha. Nacida en la oscuridad y la miseria de la posguerra española, casada apenas con veintiuno, diez hijos, mis hermanos y yo, una vida entregada, de otra época. Tres hijas muertas: una al nacer, Alicia, el fantasma familiar, cuyo nombre lleva ahora una de sus nietas; las otras dos, Mercedes y Mari, masacradas en la treintena por el monstruo, por el puto cáncer, que truncó el futuro y convirtió la vida en un presente continuo para el resto. Y un marido, mi padre, siete años mayor que ella, extraño y contradictorio, que apenas le duró hasta los sesenta y cinco. Es una superviviente, de la vieja guardia, pertenece a otro mundo, a un mundo que se desvanece ante nuestros ojos, que desaparece para siempre, con otros códigos y diferentes expectativas. Ha envejecido sin que me dé cuenta, sin que lo note ni lo acepte. Tampoco ella. Y eso le da vida, le permite seguir jugando una prórroga eterna. Aunque pasen los años. Y la tentación de claudicar a la tristeza se agigante y sea cada vez más seductora.

La recuerdo envuelta siempre en colores vivos, reflejo de una vitalidad abrumadora, negándose al negro depresivo y autocompasivo al que sucumbió su madre, dispuesta siempre a la risa fácil, a la charla ocasional que se transforma en infinita, incapaz de comprender motivaciones vitales que excedan los límites marcados por la defensa de su prole, de su legado, de lo que ha sido, tal vez sin ser muy consciente de ello, su más importante proyecto vital. Testaruda, con carácter, visceral y emotiva. Nunca lo suficientemente valorada ni respetada. Ni por su marido ni por sus hijos. Y qué decir de una sociedad que sólo la vio siempre como una ama de casa cuyo criterio era de escaso valor. Nada más lejos de la realidad. No he visto jamás en nadie la capacidad de adaptación y de evolución que ella tuvo. Siempre dispuesta a ver más allá, a aceptar sin dudar algunos de los brutales cambios sociales a los que ha asistido, algunos de los cuales venían a destrozar sus paradigmas vitales. Paradigmas bajo los que se había educado y bajo los que había entendido que tenía que educar a sus hijos.

Pero no es una mujer de película. Afortunadamente, claro. Porque la vida no es una ficción. En la ficción ella, como arquetipo, nunca hubiera errado, siempre estaría ahí para todos, sería tan empática como irreal, inasequible al desaliento, capaz de dar a todos lo que cada uno de nosotros hemos necesitado en cada momento. Nadie es así. Sólo los egoístas, los que pretenden que el mundo gire a su alrededor, pueden pretender eso de alguien. A mí lo que me emociona cuando pienso en ella es que conociendo su capacidad de rencor, sus inseguridades, o su angustia cuando las cosas difieren a lo que su cabeza ha diseñado, sea capaz de dar un salto al vacío, de no dudar, de mantener la lealtad, de dar cariño ilimitado, de arropar a los suyos, a su manera, hasta el final, con todas las consecuencias. Jamás, bajo ninguna circunstancia, olvidaré las más de treinta noches seguidas que acompañó a su hija, Mari, mi hermana, en lo que sería su lecho de muerte en aquel hospital. Negándose a cualquier otra posibilidad, gestionando su dolor a duras penas, manteniendo el tipo hasta el final. Aún hoy parece ayer cuando la miro, a cámara lenta, sentada en aquel sofá, incapaz de asimilar lo que veía: los estertores de su niña, o mejor dicho, del esqueleto viviente en el que se había convertido su niña de 34 años, cuyas manos agarraban desesperadamente Espe y Amparo, sus hermanas, mis hermanas, con las caras contraídas por el dolor y la incomprensión.

Ni una ni dos ni tres son la veces que pensé que finalmente ella no sería capaz de soportar tanto dolor, tanto sufrimiento. Y siempre, cada una de las veces, me equivoqué. La subestimé. Tal vez por eso, contemplando su extraordinaria capacidad de supervivencia, me divierte tanto ver cómo mis hermanos intentan influenciarla, incluso cómo yo mismo intento a veces hacerlo. Porque me encantan sus gestos y adoro el rictus de su cara cuando desprecia esos vanos intentos de manipularla. Cuando muestra la realidad de su carácter: obcecado, testarudo, inmune a estrategias paternalistas y condescendientes.

Se me acumulan los recuerdos y no caben en este post el agradecimiento y la lealtad que siento. El cariño. El amor por ella. Tampoco yo soy un hijo de película. Soy egoísta, vivo mi vida, me molestan las convenciones, soy incapaz de aceptar demasiadas obligaciones familiares. Pero tengo memoria. Y soy consciente de las deudas emocionales con ella contraídas. Deudas que jamás podré pagar.

En mis recuerdos infantiles me encuentro muchas veces enfermo, como tantas veces en mi niñez, en una cama, febril, indefenso. Ella siempre está allí, cuidándome. Como aquella vez que mientras soportaba en vela noche tras noche escribió un diario para contarles a mis médicos la evolución de mi enfermedad. O como cuando me abandonó para correr como una loca en busca de un médico que me ayudara mientras yo intentaba de manera desesperada respirar por cada poro de mi piel. O como cuando durmió junto a mí, otra vez noche tras noche, en el salón de nuestra casa para permitir descansar a mis hermanos, incapaces de soportar mi angustia respiratoria. O como cuando, ya enzarzado en una guerra sin cuartel contra mi padre, escapé de casa camino al monolito de Juanma mientras ella rompía puntualmente relaciones con su marido y se acostaba en la cama fría de un hijo incapaz de lidiar con un padre autoritario.

Yo le debo todo. Nada tengo que echarle en cara. Siempre fui capaz de comprender y controlar sus defectos. De entenderla. Siempre supe cómo encontrarla, cómo provocar su risa. Cómo demostrarle mi cariño. De pocas cosas me siento más orgulloso que de conseguir hacerla reír. De conseguir que escape por un momento de una realidad encorsetada.

Ni una sola queja. Ni una sola crítica. Un respeto descomunal. Y un cariño incuestionable. Amor sin medida. Eso es lo que siento por mi madre. Que cumple hoy 70 años. Que seguirá viviendo en medio de conspiraciones de medio pelo y traiciones insignificantes. Como en todas las familias. Que tal vez seguirá equivocándose en algunas cosas. Por supuesto. Pero respetando su espacio y siendo capaz de defender el propio se termina encontrando a una mujer extraordinaria, dispuesta a darlo todo por sus hijos. Una mujer de otro tiempo, de otra época, con un hijo que la adora y que siempre estará dispuesto a quererla. Sin duda alguna. Para siempre.

Un beso, mamá. Feliz cumpleaños.

19 octubre 2013

Respirar

La cosa está jodida, esta crisis no es como las otras, así la llamas tú también, crisis, aunque no tengas muy claro lo que eso significa. Pero es algo serio, seguro, la cara de tu madre no te tranquiliza como otras veces, no es capaz de ocultar su miedo, te mira, casi te grita cuando te pregunta cómo te sientes, es de madrugada, estás sentado en el salón, apenas puedes contestar, te acurrucas sobre los sillones, tu pequeño cuerpo se hace un ovillo, te sientes pequeño, tan pequeño, la casa parece vacía, todos duermen, Migue seguro que también, qué suerte, piensas… Aparece también por allí tu padre, con gesto serio, y eso es algo insólito, anormal, pero no hay tiempo para análisis profundos, sólo eres capaz de pensar ya en una sola cosa, sólo tienes un objetivo, primario, elemental: has de conseguir oxígeno, más oxígeno, en cada bocanada, en cada aspiración, y para ello debes poner en marcha todo tu cuerpo, cada parte de él, aunque los libros de ciencias digan que no sirven para ello. Respirar, una vez, y otra, y a ser posible otra vez más. Te pones a trabajar en ello, con cada músculo, con cada órgano, a través de cada uno de los poros de tu piel. Los obligas a dejar su actividad habitual para centrarse en lo único importante, respirar, como sea, una vez, y otra, y otra más, respira, aspira, espira, vive, no abandones. Tu madre ya no está contigo. Crees entender que ha ido a buscar a un médico. Comprendes que no le dará tiempo. Miras a tu padre, acongojado, y tras un segundo cierras los ojos, exhausto. Notas cómo te levanta y te lleva hasta la terraza. Te asomas al cielo, de nuevo en pie, fascinado por las estrellas mientra sientes el aire frío entrando en tus pulmones. Acompasas tu respiración al latido de tu corazón, sientes que por fin recompones el equilibrio, poco a poco, con enorme esfuerzo. Miras al infinito y la  noche decide por fin darte una tregua. Hoy no vas a morir. No toca. Respira, chaval. Es hora de dormir.

19 julio 2013

Un niño en la tormenta

Arrecia la lluvia. Hace ya mucho tiempo que no deja de caer sobre su cabeza. Hace frío. No parece que disminuya la intensidad con la que el agua lo golpea. Todo se pudre. Siempre. En su caso la podredumbre tan sólo llegó pronto, tan pronto. Mientras tanto sonríe, dulcemente, a todos, siempre, sin hacer distinciones, arrebatándote el alma. Tal vez sólo buscando de manera desesperada parte de la protección perdida, recomponer los fragmentos rotos de esa burbuja emocional que una mujer destrozada por la vida y la enfermedad construyera laboriosamente para ambos. Esa burbuja que terminó explotando, abrupta y dolorosamente mientras él, ajeno a todo, sin posibilidad aún de manejar el dolor, disfrutaba de su primer verano eterno junto a sus primos, sin poder comprender que mientras reía y jugaba con titos destrozados y primos inconscientes, su vida cambiaba para siempre y se iba a llenar, a pesar de los esfuerzos de todos, de encanallamientos, de malas caras, de miradas cómplices equivocadas, de penas compartidas que construyen falsas certezas inamovibles. Y, lo más importante, de una ausencia que nunca dejará de estar presente en su vida.

Está creciendo en medio de silencios incómodos y responsables, en medio de compromisos quebrados, de lealtades mal entendidas y de amores absolutos que maleducan. Inmerso en una guerra fría en la que los contendientes tal vez jamás van a poder demostrar tener la razón absoluta. Te mira de manera adorable, balbucea mientras nervioso intenta explicarte cualquier chorrada, se tira encima de ti buscando el refugio de tus brazos. Aunque hayan pasado meses desde de la última vez que te vio. Te rompe por dentro. Y sabes que es una ficción, que durará poco, que el amor infantil no se construye de memoria sino de un presente continuo en el que ya has desaparecido porque apenas hay espacio para todos los demás, que revolotean por su vida generando a su alrededor un ruido emocional que terminará por volverlo loco. O tan sólo idiota. Mientras, no puedes evitar quererlo. Tampoco dejar de sentir lástima por él, por su desorden vital, porque aún es incapaz de vislumbrar las ruinas familiares sobre las que debe aprender a crecer, rodeado de adultos incapaces de dejar de ver en él el reflejo cegador de la que se fue, de la que nos dejó, hasta incluso difuminar su existencia y sus necesidades. Vive envuelto por un aura deslumbrante y antinatural, a través de la que los demás encontramos el único camino posible para que ella siga presente, para que la memoria no nos traicione como con los otros y la deje arrinconada demasiado pronto. Las balas silban a su alrededor, el amor incondicional que ahora lo protege será finalmente dañino. Es un amor corrompido, contaminado por la pena, por el dolor y por la incomprensión.

En el fondo tan sólo es un ejemplo más del eterno enfrentamiento entre la lógica de la supervivencia infantil y la inevitable miseria de la lógica adulta. Lo terrible es como pretendemos acostumbrarnos a ausencias anormales, como las normalizamos, como creemos superarlas y seguir los dictados de la razón cuando es la rabia lo que nos corroe por dentro. Me sonrío cuando recuerdo las buenas intenciones. La familia es la gran ficción, el constructo cultural más poderoso, tal vez el más falso de todos, aunque necesario. La familia siempre termina rota, arruinada, quebrada por el tiempo, por las fricciones y la incomprensión. Tan sólo se sostiene gracias a los restos de lealtades y amistades construidas a fuego lento. Y por la existencia de algún ancla. Como la nuestra. Aún poderosa. Resistiendo las embestidas de la vida. Casi siete décadas después. A duras penas. Agotada por el paso del tiempo, envejecida por el sufrimiento, consumida por las disputas, pero siempre de pie, sin albergar duda alguna, protegiendo a sus cachorros, incluso a los de la segunda generación, restañando heridas, minimizando diferencias, como si nunca fuera a dejar de existir. La única que no se plantea traiciones o estrategias. Tan sólo abre la puerta de su casa y nos acoge. A todos. Y todos volvemos. Y nos encontramos. E intentamos reconocernos de nuevo. Resistimos. Mientras el crío juega por allí nosotros nos miramos, nos buscamos, intentamos entendernos. Y en silencio nos vemos más viejos, nos vemos mayores, diferentes. Nos vemos jodidos, perdidos. Más indefensos que nunca. Como el niño. Pero con menos futuro.