O eso creíamos. Al menos nos desenvolvíamos con naturalidad
y cierta prepotencia en esa ficción que nos habíamos construido dentro del
minúsculo habitáculo que la sociedad cínica de nuestro padres nos había
arrendado a precio de oro con la falsa promesa de que, finalmente, nosotros
heredaríamos la Arcadia. Solo que sin prisas, sin agobios, porque ellos se
sentían todavía capaces, no debíamos precipitarnos ni dar pasos demasiado rápido, ellos
se encargarían del negocio, de dirigir el barco, de los asuntos serios,
mientras tanto nos dejaban disfrutar de las falsas mieles de la adolescencia
eterna porque al fin y al cabo, todavía treintañeros, éramos aún demasiado tiernos
para ese rollo de la vida adulta. Todo ello no era óbice para que se les
llenara la boca y se enorgullecieran con aquello de que sus retoños eran los
mejor preparados de la historia de España. Hipócritas, no por ello nos dejaban
de contratar de manera miserable, precaria o como becarios indefinidos. Hace ya
un tiempo, en los años dorados de la burbuja española,
escribí un par de posts
en los que trataba de explicar mi punto de vista, ya entonces desmitificador,
sobre
la generación mileurista,
los mileuristas sin voz los llamaba,
los
mileuristas adultescentes, nacidos en los setenta, al calor del cambio
social y político más importante de nuestro país. Éramos vistos con simpatía
condescendiente por nuestros mayores y, aunque superficialmente rebeldes, seguimos
dócilmente los caminos previamente abiertos por ellos sin aportar casi nada
propio, sin desenmascarar ninguna de las mentiras sobre las que se construyó la
España democrática. Casi nadie se escapó fuera del redil. Recibíamos continuos
elogios por nuestra formación pero eso, sospechosamente, no se iba traduciendo
en una mejora de nuestras condiciones laborales. De hecho, en ocasiones, casi
parecía que nuestros estudios eran su trofeo, su logro, un regalo que nos
habían hecho, por el que teníamos que darles continuamente las gracias y otro
motivo más para aceptar sin rechistar las precarias condiciones (decían que
iniciales) que el mundo laboral nos ofrecía. Nos convertimos en los mileuristas:
jóvenes preparados (o no tanto) que iban encadenando contrato precario tras
contrato precario o beca tras beca en todos los campos laborales. Ahora que se empieza
a hablar con nostalgia de los años dorados de la burbuja, cuando España crecía
por encima de la media europea y estábamos en la Champions League de la
economía de la estafa, no debemos olvidar que
en 2006 casi el 60% de los asalariados españoles era ya un puñetero mileurista, lo que unido a los precios disparatados de la vivienda
(viviendas que nos vendían, no lo olvidemos, nuestros mayores, los que las
tenían o construían, nuestros padres, que se enriquecieron a nuestra costa)
hacía que la mayoría de los jóvenes comprendieran rápidamente que, careciendo por completo de espíritu de lucha ni estando preparados para la
confrontación social, más les valía hacerse a la idea de vivir el día a día,
sin planes de futuro, a la espera de las sustanciosas herencias que parecía que
se estaban amasando y de los espacios sociales y laborales que en algún momento
los otros les dejarían libres.
Y vaya si nos creímos bien nuestro papel de
comparsas sociales. Lo interpretamos de maravilla. Nos venía como anillo al dedo.
Habíamos sido educados para ello. Nos retiramos del mundo político y social. No
nos querían, ni nos iban a dejar acceder a él sin pelear, cierto, pero lo que
nadie pareció entender es que, en el fondo, a los que menos nos apetecía esa lucha era a
nosotros. Ya en aquel instituto, en el que casi todos estuvimos, así como después,
en la universidad, a la que terminamos colapsando, encontramos una rutina
semanal, suma de trabajo y evasión, que con nuestros primeros empleos
mantuvimos sin problemas: sin responsabilidades de ningún tipo (a las que
éramos alérgicos) la cosa consistía en trabajar como mulos durante la semana y
desfasar sin tregua durante los fines de semana. Era fácil, sencillo,
dominábamos como nadie la especialidad, llevábamos años entrenándola. Así
fueron pasando los años, casi sin darnos cuenta, y fuimos formando parejas al
mismo ritmo que las deshacíamos, y los hijos iban llegando casi sin querer, más
por imperativo fisiológico que de manera natural, y nos hacíamos mayores sin
quererlo, ni parecerlo. Y sobre todo sin sentirlo. Nada parecía romper el
frágil equilibrio en el que los adultescentes, ya treintañeros, eran tan
felices, en su burbuja social, con sus reuniones con los amigos, con su propia
mitología construida a base de historietas adolescentes que les hacían creerse
tan especiales, siempre con la televisión y la música como ejes de la nostalgia
sentimental, con la melancolía por el recuerdo de aquellos veranos infinitos y con
el (extraño) orgullo de haber sido los últimos españoles que habían crecido en
la calle, sin conexión a Internet, sin redes sociales virtuales, la verdadera
brecha generacional que marca la diferencia con los que verdaderamente hoy sí
son jóvenes.
Trabajábamos y ganábamos dinero. Un dinero miserable con el
que teníamos que vivir a crédito, hipotecando nuestros futuros, claro, pero
entonces eso no nos importaba, teníamos la liquidez necesaria para seguir
siempre de fiesta, para invitar a esa última ronda que siempre se convertía en
la penúltima, de fiesta y de risas, con los amigos, exprimiendo los minutos
casi con desesperación. La vida era lo otro, el trabajo, el mal necesario, las
condiciones laborales cada vez más precarias, algo de lo que tampoco había que
hacer un drama, no había que dar la brasa, ni joder el momento, ni la diversión,
bastantes malos rollos había que tragarse durante la semana para seguir con las
malas energías cuando nos juntábamos. Se dejaba a un lado la vida real y los
mileuristas adultescentes, cuando se juntaban, se sumergían en su propio
universo, construido a su medida, donde eran los reyes de la creación, donde
sus historias eran las más divertidas y sus carcajadas las más sonoras. Fuera,
el invierno estaba llegando. Y el frío empezaba a calar los huesos. Pero dentro
se estaba tan bien… Los amigos como tótem, los amigos de siempre a ser posible,
los de toda la vida, las viejas historias, las cervezas, las risas. Aunque todo
estuviese ya podrido y el olor del cadáver ya no se pudiese ocultar. Reencontrarse
con los amigos, con las novias (o esposas, ya), con los novios (o maridos, ya) y
desbarrar. El botellón, que había sigo el eje en torno al cual giraron nuestros
jóvenes inicios sociales, seguía marcando la pauta, aunque ahora se pudiese
entrar por fin en los bares o tuviéramos viviendas propias donde juntarnos: el
alcohol siempre debía correr, con él siempre terminaban sucediendo cosas; muchos
se sumergían también en otras drogas dulcemente evasivas. Los conciertos, la
música y las risas, siempre las risas, las chicas, los ligues, los chicos, las
historias, y las risas…. Ahora vienen los que dicen que ya lo preveían, los que
dicen que ellos ya nos advertían de que esta ficción no se podría mantener durante mucho tiempo,
que nuestra falta de conexión real con la sociedad se terminaría pagando, pero
en el fondo el contexto impedía entonces que cualquier crítica trascendiese: no
había espacio ni tiempo para ello, lo máximo que sucedía es que se integrase en
una noche más de farra y fuese el
elemento serio de la noche hasta que la juerga y la diversión se impusiesen una
vez más. En el fondo, nadie quería
realmente ser el agorero que destruyera
el buen rollo de nuestros encuentros, nadie quería ser el que mostrara la
realidad a los que vivían tan felizmente dentro de la caverna, el que
advirtiera que era más que evidente que no estábamos siendo capaces de
integrarnos como adultos en la sociedad, que seguíamos viviendo bajo códigos
adolescentes cuando estábamos ya cerca o inmersos en la treintena. De ahí el acierto
del término adultescente para delimitar lo que éramos.
Ejercíamos de niñatos porque
era lo que mejor sabíamos hacer y porque, en el fondo, nadie quería ni esperaba
que hiciésemos otra cosa.
En el fondo solo nosotros, los adultescentes ya envejecidos,
los que pertenecemos a la generación mileurista, los treintañeros o los que ya,
con sorpresa, celebraron su cuarenta cumpleaños sin entender muy bien cómo
podía eso suceder, podemos entender el desastre sentimental que el presente nos
depara. Muchos sabíamos que algo no funcionaba en nosotros, que el artificio no
duraría para siempre, pero la marea era tan fuerte que era imposible no verse
arrastrado de una manera u otra por ella.
Éramos tan felices. O creíamos serlo.
El futuro no existía. Vivíamos un presente perpetuo porque envejecer, madurar,
no estaba entre nuestras coordenadas vitales. Esa vida en presente continuo enmascaraba esa nostalgia
infinita, dramática, casi enfermiza, escrita a fuego en el ADN de nuestra
generación del pasado adolescente. Seres melancólicos que veíamos aquellos
años como los últimos en los que disfrutamos de una libertad auténtica y vislumbrábamos
lo que ahora ya reconocemos como una verdad aterradora: nunca volveríamos a ser
tan felices. Estamos tarados para la vida adulta. No está hecha para nosotros. Nunca
creímos en ella, nunca quisimos acceder a ella, no sabemos cómo vivirla.
Los años nos fueron cayendo encima. Sin darnos cuenta nos
casamos, tuvimos hijos y compramos casas. Al fin y al cabo, no había que tirar
el dinero y parecía que lo mejor era invertir en lo que fue la última gran mentira de
nuestros mayores: la vivienda, el valor que nunca bajaría. Puede producir una
risa conmiserativa hoy pero ese era el mensaje persistente que nos llegaba por
entonces. Y les volvimos a hacer caso. Con fe ciega. Nos volvimos a equivocar,
claro. Nos dimos cuenta, sin darle por supuesto la menor importancia, que era
imposible que pudiéramos soportar la carga económica que suponían estas
viviendas con los sueldos que teníamos en cuanto sufriéramos cualquier bache.
Daba igual. La utopía liberal de la burbuja seguía vigente: pleno empleo,
precario y miserable, sí, pero para siempre. Vivíamos ya en los albores de 2008
y pronto nos tendríamos que familiarizar con las hipotecas subprime (como las
nuestras), descubriríamos la existencia de Goldman Sachs y Leopoldo Abadía se convertiría
en el gurú económico del momento… La historia nos atropelló mientras nos
tomábamos la última copa. De repente, como con aquellos ciegos de Saramago,
empezamos a escuchar inquietantes historias de conocidos, o de amigos de amigos,
o de conocidos de amigos de conocidos... Se quedaban en paro, perdían su
trabajo, no encontraban nada nuevo en lo que trabajar, sufrían… Poco a poco
dejabas de verlos, desaparecían del circuito. Al principio pudimos hacer como
que no existían, eludirlos, seguir como si nada pasase, pero las historias
seguían circulando, no dejaban de crecer, al tiempo que en los medios la prima
de riesgo se erigía como un agujero negro informativo alrededor del que giraba toda
nuestra realidad, todas nuestras vidas sometidas a su imperio, arrastrándonos
lentamente pero sin remisión hacia el abismo.
Los problemas económicos y el
paro comenzaron a extenderse implacablemente sobre todos y nosotros, los
mileuristas adultescentes, nos vimos atrapados por la gran tormenta:
propietarios de viviendas cuyas hipotecas no podíamos pagar o cuyo pago significaba
la asfixia económica total, con trabajos precarios y mal pagados que iban
desapareciendo, muchos con hijos recién nacidos, nos dimos cuenta de que, a
pesar de nuestros manidos discursos antisistema, no sólo participábamos del
sistema sino que además íbamos a recibir todas las hostias sin protección
alguna. Empantanados, sin poder caminar hacia delante, sin poder volver hacia
detrás y sin poder huir como hacían los jóvenes veintañeros que estaban igual o mejor
formados que nosotros pero no soportaban todavía ningún tipo de cargas, ni económicas ni
emocionales. Absolutamente jodidos. La realidad nos arrasó. Cerró el último
bar. Acabó la fiesta. Nos quedamos solos, frente al espejo, sin reconocernos.
Desde hace ya un tiempo nadie puede negar que las reuniones
con los amigos, las cervezas del domingo o las escapadas nocturnas han perdido
su sabor. Cada vez hay menos risas, la evasión se ha vuelto imposible, la
realidad nos ha impuesto su agenda y se nos ha endurecido el rostro y el alma.
Es curioso observar cómo treintañeros largos, que en toda su vida se han preocupado por leer un periódico,
cuya máximo activismo político era recordar votar una vez cada cuatro años a
quien estéticamente mejor se aviniera a sus escasas ideas, se enzarzan en agrias
y pobres discusiones intentando desmadejar la madeja social que los ha puesto
frente al abismo. Como malos actores interpretando un papel para el que nunca
estuvieron preparados, balbucean soluciones extremas que ni ellos mismos se
creen o escupen todo su rencor sobre la casta política que sigue haciendo
méritos para servir de tontos útiles a toda esta estafa social en la que ha
derivado la crisis del capitalismo de casino. Las conversaciones terminan
encanallándose, las reuniones decayendo y los silencios imponiéndose. Todo se
pudre.
Éramos tan felices, nos contaba Michi, el menor de los
Panero, a cuenta de su infancia en la extraordinaria película de Jaime
Chávarri, El desencanto. Es posible que mantener la leyenda, al estilo
fordiano, sea más útil para sobrevivir, pero la mentira se hace más complicada
de creer en este presente frío y acerado en el que vivimos. Veinte años
después un Michi maduro, cercano ya a la muerte, se reía con cinismo de aquella
afirmación en la continuación de la saga familiar que filmara Ricardo Franco.
Nosotros tampoco éramos tan felices. Pero nos esforzamos mucho en creerlo.