Sólo una cosa no existe.
Es el olvido.
Borges.
Otra vez. De nuevo la noche acechaba. Tras las cortinas de la
ventana de su dormitorio la oscuridad pérfida, insondable, comenzaba lentamente
a cubrir con su poderoso e inexorable manto todo lo que, hasta hacía poco
minutos, era propiedad de la luz, de la claridad, de la vida. Temía a la noche.
Lo atemorizaba. Volvería a dormir. A soñar. El sueño. El mismo sueño una y otra
vez. Siempre la misma visión. El mismo escenario. Desde hacía casi treinta
años. ¿O eran más? Recordaba al principio despertar, enérgico, y reírse al pensar
en él. Ya no. Tal vez porque ya no era una persona madura segura de sí mismo,
sino un viejo débil cargado de nostalgia por un pasado que no volvería. Todo
empezaba al sumirse en la inconsciencia. Se encontraba sin saber cómo ni por
qué en una gran extensión de terreno, llana, sin límites visuales aparentes,
sin vegetación. O casi. Tierra gris, quemada, reseca y estéril. En el centro un
único árbol, enorme, de aspecto tétrico y corroído por el tiempo aparecía,
muerto en apariencia, con enormes ramas que dibujaban extraños arabescos en el
aire antes de caer, al fin, hasta casi rozar el suelo. Por doquier sobrevivían
a duras penas pequeños arbustos de menos de medio metro de altura, como únicos
rescoldos de una naturaleza que parecía haber renunciado a poner su semilla en
lugar tan despreciable. Era de noche. Oscuras y densas nubes copaban el cielo escondiendo casi por completo a la luna. Poco a poco sus ojos se iban acostumbrando
a esa negritud, ritual por el que tenía que pasar en cada ocasión para poder,
por fin, vislumbrar un suelo que hasta ese momento sólo intuía. Era entonces
cuando finalmente los veía. Cadáveres. Cuerpos de hombres y mujeres que se distribuían sin
ningún orden a lo largo de toda la llanura. Todos incompletos. Algunos sin
piernas, otros sin brazos. Algunos a los que les faltaban dedos en las manos o
en los pies. Otros con las bocas entreabiertas, en las que se podía distinguir
con claridad la ausencia de dientes o lenguas. Arrancadas. Los había sin uñas o
a los que le faltaban tiras de piel en algún lugar de su anatomía. Mujeres con
senos cortados y palos introducidos en sus genitales. Hombres sin sus
testículos. También se veían cuerpos extrañamente inflados, con el aspecto
informe e irreal del cadáver recién sacado del mar, mientras otros, calcinados,
presentaban sus brazos en alto, retorcidos, como en un último y desesperado
intento de pedir auxilio. Había un detalle, importante, que denotaba lo
fantástico del sueño: ninguno de ellos poseía facciones. Eran sólo eso, cuerpos
con cabezas, pero en éstas, nada. Ni pelo ni orejas. Ni ojos ni nariz. Sólo la
existencia de una boca les otorgaba un aspecto levemente humano.
Él caminaba entre ellos, sin poder evitar
pisarlos. Los miraba sin sentir pena ni compasión. Más bien con
desprecio. O con indiferencia. No sabía el porqué, pero intuía que eran basura,
despojos, gente que no merecía ninguna de las prebendas que Dios había otorgado
a los hombres. Ni siquiera la principal, la vida. En ese momento, tras el
horizonte, el sol comenzaba a salir y cada uno de sus rayos, al alcanzar a los
cuerpos los destruía violentamente, haciéndolos desaparecer. Él sentía como su cuerpo, dormido, se estremecía de placer. Finalmente ese
sol castigador lo iluminaba desde lo más alto del cielo, a él, sólo a él, en el
centro de esa tierra yerma y desierta. Dueño absoluto de ella, sin nada ni nadie, salvo la inquietante presencia del monstruoso árbol, que le hiciese sombra.
Solía despertar en ese maravilloso instante. Por entonces, claro, no temía a la
noche. Era poderoso, lo sabía. Y lo disfrutaba. A pesar de ello jamás se lo contó a ninguno de sus cercanos, ni siquiera cuando con el paso de los años comenzaron a
producirse ligeras y extrañas variaciones. Al principio no hubo problemas. Tan sólo era
que el número de cadáveres esparcidos por aquella tierra estéril aumentó de manera
considerable, llegando a ser tantos que había lugares por los que no se podía
caminar si no era ya directamente sobre ellos. Y la incomodidad. Recordaba también cómo fue creciendo la incomodidad. Esta situación seguía solucionándose con ese amanecer
redentor que lo liberaba de estorbos y lo erigía de nuevo como el único dios de
su propiedad.
No recordaba la fecha exacta. Cuando el cambio
sustancial, el que introdujo el terror se produjo. Lo que convirtió, de manera
definitiva, el sueño en pesadilla. ¿Hacía ya diez años de ello? En su paseo nocturno
por la inconsciencia uno tras otro, noche tras noche, uno por noche, cada uno
de los cadáveres, con su fantasmagórico y aterrador aspecto, se fue levantando del
suelo, y cuando el resto de yacentes desaparecían destruidos por la luz, ellos
quedaban en pie, con la cabeza girada hacia él, como si lo mirasen sin ojos, lo
señalasen sin dedos y lo acusasen sin voz, hasta que, sudoroso y febril,
conseguía despertar. Este alzamiento no era desordenado, como creyó al inicio.
Lo seres (no podía llamar hombres a aquellos cuerpos informes) iban
estableciendo una especie de círculo alrededor del gigantesco árbol muerto,
rodeado todavía éste, a su vez, de cientos de postrados cadáveres. Notaba cómo
lo acechaban, los escuchaba susurrar en un tono tenebroso. Siseaban. Gemían. ¿O
era el viento? Hacía unos años había viajado a Europa para que
un especialista lo tratase, puesto que su cuerpo había llegado a un grado de extrema
debilidad. La causa, por supuesto, sus vanos intentos, incluso con pastillas, de
no dormir. Ya no lo soportaba. No quería volver cada noche allí. Le aterraba. Aquello lo estaba matando. Pero su estancia
europea y el tratamiento que le aplicaron no sirvieron para nada e incluso se
le agudizó el problema por lo que, cuando consiguió regresar a casa, ingenuo
él, llegó a pensar que sería entonces cuando los muertos le dejarían descansar.
Craso error.
Así, día tras día, aislado ya de un mundo al que no pertenecía, había llegado hasta hoy. En los últimos tiempos sentía que cada noche, cada nueva reedición de su horrible pesadilla, anunciaba un nuevo giro, un vuelco, algo que iba a suceder. Tal vez un final, una explicación. En la
noche anterior todos los cuerpos habían quedado en pie, ninguno de ellos fue ya
destruido. Todos girados hacia él. En silencio. Ya no se escuchaba nada. El viento debía haber desaparecido. Quizás... ¿Esta noche?
Era muy tarde. Como siempre la enfermera de turno
(ya ni las reconocía) le había traído y hecho tragar, con la habitual mezcla de
benevolencia e indiferencia de las de su gremio, el lote de fármacos, incluidos
somníferos, con los que cada día intentaba seguir engañando a la muerte. Se
había levantado una suave brisa que mecía las cortinas levemente. Sin darse
cuenta, poco a poco, las paredes de sus cuarto se fueron difuminando. Pasó al
sueño en un instante. Como siempre. De nuevo estaba allí, en la que antaño consideró su
propiedad más segura. Tuvo, como siempre, que acostumbrar otra vez los ojos a
la oscuridad y, lentamente, empezó a vislumbrar sombras en todas las direcciones.
Miles y miles de sombras en círculos que parecían no haberse movido de su
posición desde la pasada noche. Quietas. Expectantes. Como buitres a la espera. De repente el árbol, aquel árbol cuya figura y forma conservaba en
su memoria desde hacía tantos años, comenzó a desaparecer, a volatilizarse en
el aire. Todo lo demás permanecía estático a su alrededor. Él también. El
tiempo parecía haberse detenido hasta que, por último, el árbol desapareció por
completo. En su lugar, en el mismo sitio donde siempre había estado, observó la
presencia de otro cadáver postrado que, con parsimonia, se levantó. Mientras
eso ocurría el resto de cadáveres empezó a abrir un pasillo cuyo destino final era él. Siempre con las cabezas vueltas hacia su posición, controlándolo, con un rictus
inexpresivo en la boca.
Ese último cadáver caminó con paso firme y
seguro por ese pasillo. Percibía algo extraño, diferente en él, pero...
¡Maldita vejez! Su vista, siempre excelente, ya también le fallaba... ¡Hasta en
sueños! Sí. Este rostro tenía algo distinto. Sus facciones estaban marcadas. Además... ¿Erá él? No podía ser, lo conocía... ¿Salvador? Había pasado tanto tiempo desde que se enfrentara a
él, desde que tuviera que obligarle a morir por el bien del país. Siempre lo había
considerado un peligro. Una anomalía histórica que hubo que eliminar. Ya lo alcanzaba, estaba frente a él... ¿Qué
querría?... ¿Que le pidiese perdón por lo que hizo?... ¿Una disculpa final?...
Comenzaba a esbozar esa sonrisa de superioridad que tanto aterró a sus enemigos cuando observó que Salvador empuñaba un arma que
levantó con parsimonia, apuntándole al corazón, sin dirigirle una sola palabra.
Se asustó. Sintió miedo. Sus pies parecían de plomo, no podría huir, además, ¿adónde?. Lo miró,
suplicante, esperando clemencia. No obtuvo ninguna respuesta. Miró entonces a
su alrededor, buscando cualquier ayuda que le pudiera ofrecer alguno de los
otros, cualquier gesto. Nada. El fin parecía inevitable. Iba a morir. Comenzó a llorar. De repente sintió cómo un rayo de luz acariciaba su mejilla. El sol comenzaba a aparecer, perezoso, tras el horizonte. Él lo
salvaría. Después de todo no permitiría el asesinato de uno de sus hijos predilectos, él, que tanto había hecho por mantener el orden natural.
Los destruiría. A todos. A Salvador. A los demás. Sí. Como tantas veces
en el pasado, pero... ¿qué sucedía?... ¿por qué no pasaba nada? Todos seguían
allí y el arma de Salvador seguía apuntando a su corazón. El sol
ascendía despacio en el cielo, iluminando pasivamente el escenario del drama.
Justo cuando llegó a lo más alto, en esas cabezas de muertos, sin pelo ni orejas, sin
ojos ni nariz, apareció una sonrisa torva, dura que fue degenerando en
estruendosa risa cruel, sardónica, brutal. Enloquecedora.
Con el fragor casi no escuchó cómo saltaba el
seguro de la pistola. Sintió los ojos de Salvador clavados en los suyos.
No había un ápice de piedad en ellos. Sólo venganza. Tal vez justicia. Seguro, placer.
El disparo retumbó a lo largo de toda la llanura.
Última hora. Agencias:
“El ex dictador chileno Augusto Pinochet
falleció ayer noche mientras dormía a causa de un infarto de miocardio, según
fuentes confirmadas del gobierno chileno. Pinochet se encontraba confinado en
su residencia a la espera de los más de trescientos juicios que tenía
pendientes por crímenes contra la humanidad...”
La Laguna, verano 2000