El bar se está vaciando semana a semana. Los nuevos modos de vender el fútbol, además de generar una cruenta guerra entre los poderes mediáticos de la ¿izquierda?, están provocando daños colaterales con los que yo no contaba. Era sábado por la noche, y aún llegando tarde me pude hacer un hueco en la semidesierta barra a tiempo de ver los dos primeros goles de
Raúl. A mi alrededor, un par de vejetes miraban en silencio catatónico el partido sin hacer ningún movimiento, tan erguidos en sus taburetes como momias egipcias que no tengo claro si hubieran reaccionado en el caso que de repente el camarero hubiera cambiado de canal y hubiera conectado con otro partido de alguna liga exótica; el silencio envolvía extrañamente el lugar y ni uno sólo de los parroquianos habituales de mi lado de la barra estaban presentes. Los bares no se adaptan a las nuevas ventanas del fútbol, el camarero comentaba amargamente a otro cliente que, entre que no podían dar todos los partidos del
Madrid porque sólo disponían de
Digital Plus y que a la gente le resultaba más barato quedarse en casa contratando los nuevos paquetes futboleros, este año el ambiente sobrecargado, ahumado y bullicioso del garito a la hora del partido estaba transformándose en algo más parecido a una reunión de monjas de clausura. Mientras lo escuchaba, pensé con cierta tristeza que yo mismo estaba cercano a la deserción y que sólo la imposibilidad de comprar aparatos de TDT de pago, por no estar disponibles en el mercado, hacía que siguiera ahumándome otro fin de semana más.
Llegó el descanso y con él me pedí mi whisky. Abrí mi revista y me dispuse a leer un rato mientras el local se iba llenando con una clientela que no era la habitual, con vestimentas extrañas al lugar, pequeños detalles que desentonaban en aquella tasca fronteriza entre Lavapiés y
La Latina. Matrimonios con varios hijos, todos muy arreglados, que pedían con afectada educación sus consumiciones y procuraban situarse de manera que no tuvieran que mezclarse con la fauna autóctona. Al minuto comprendí que debían ser los últimos vestigios dispersos de la marcha contra el aborto que había reunido a más de dos millones de personas esa tarde en las calles de Madrid (ese mismo tipo de cálculo explicaría que, en ese momento, más de cincuenta mil personas nos tomábamos una copa en ese bar. Tirando por lo bajo, vaya). De repente, una mano me agarró fuertemente del hombro haciéndome girar. Allí estaba el gitano del que
ya había hablado en alguna otra ocasión: con su porte distinguido, elegante, elevándose por encima de los demás, sonriéndome levemente mientras me alargaba la mano para estrechar la mía con fuerza inusitada. Llegaba tarde, un tanto desorientado por las nuevas reglas televisivas que hacían que perdiera las referencias, y creyendo que esta vez tampoco ponían el partido en el bar. Durante un segundo mis habituales alarmas saltaron: esta vez no me podía escapar, ninguno de sus contertulios habituales estaban allí para que su atención se desviara y yo pudiera continuar con esa extraña misantropía mía, que hace que me interesen tanto las actividades y actitudes de los seres humanos cuando están en reunión como tan poco interaccionar con ellos creando lazos que siempre, posteriormente, terminan siéndome molestos. Esta vez la salvación educada era imposible. Mis viejas defensas estaban alzadas, todas las alarmas encendidas y a punto estaba de cometer un desaire borde de los míos a quién desde luego no lo merecía. Entonces me relajé (debe ser la edad), aparté a un lado todas mis manías, dejé la revista en la barra y le pregunté dócilmente cómo estaba. No hacía falta más, era la señal que él esperaba y no la desaprovechó: se acercó más a mí y comenzamos a hablar. Era un personaje particular, extraño, con cierto halo romántico, que evidentemente ocultaba algo que estaba a punto de contarme a nada que lo dejara hablar. Por una vez cambié mi rol habitual, abandoné mi posición de conversador monologuista, adopté un posición secundaria en la charla y lo dejé hablar, dejé que su historia, por fin, después de varios años, me fuera contada.
De manera pausada, controlando a duras penas el orgullo que sentía por su trayectoria, por su vida, me contó, primero, de la familia de la que provenía, una familia que respiraba flamenco por los cuatro costados. Era hijo y hermano de cantantes de cierta fama, era tío de una chica joven y televisiva también perteneciente al mundo del espectáculo y la canción cuya foto de su boda, manoseada y desgastada (seguro que de tanto mostrarla para presumir), me enseñó con orgullo para demostrarlo y él mismo era todavía cantante en activo (“
te voy a traer un CD mío que grabé, para que lo pongas en el coche, verás que bonito”, me decía); me contó también de sus andanzas en los ochenta por Japón, por Italia, por países lejanos que se apasionaban con su arte, de las fiestas, de las hermosas mujeres que había conocido y besado, de su interés por las cosas, por esas otras culturas que había conocido: “
yo soy un gitano culto (me decía con gravedad),
me gusta respetar a los demás, y soy culto no porque haya leído mucho, sino porque he vivido esas cosas yo mismo, como le decía a algunos novelistas con los que he hablado: lo que tú escribes, yo lo he vivido”. Mientras hablaba despacio, relajado, bebiendo pequeños sorbos de la coca cola que había pedido y me iba desplazando lentamente de mi posición de privilegio para quedarse él (con todo merecimiento) con ella, yo lo miraba, observaba los surcos de su cara, las arrugas bajo sus ojos, su ropa avejentada pero elegante, y notaba su temblor, un temblor preludio de la devastación final, un temblor incontrolable que sólo ahora entendía que siempre intentaba encubrir adoptando posturas con las que encerraba a su propio cuerpo, con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, pero que ahora que se explayaba, feliz y satisfecho, olvidaba por momentos esconder, hasta que lo recordaba y obligaba a su mano a apoyarse fuertemente en la barra para contener lo incontenible, y microgestos nerviosos mapeaban su cara provocando leves movimientos en la superficie de su piel.
El partido comenzó de nuevo y la atención de ambos en la conversación fue decayendo. Su interés, de nuevo, se concentró en su
Madrí y su emoción, el fútbol. Uno diez minutos después un chaval joven, que no llegaba a la treintena, entró en el bar y se puso a su lado. Vestía de punta en blanco, muy arreglado, y se le veía, desde que entró a saludar, con enormes ganas de marcharse para comenzar su noche. Tras unos minutos de conversación intrascendente sobre el partido con el gitano, se despidió rápidamente y volvió a dejarnos solos. Al momento se me acercó, y hablando en voz baja, confidencialmente, me comentó que era su hijo: “
muy buen chico, trabaja en El Corte Inglés”, sentenció. Sonreí y el silencio volvió a unirnos.
Un rato más tarde, al final del partido, nos despedimos con prisas con otro fuerte apretón de manos. Mientras andaba hacia casa no podía dejar de pensar otra vez que pronto yo también desertaría y dejaría de ir a ese bar. Y lo veía entrar a él, de nuevo solo, en el bar, oteando, buscando caras conocidas, sus anclas futboleras, sin reconocer a nadie pero sin preocuparse por ello, acercándose a algún tipo nuevo de la barra, presentándose, quitándole educadamente el sitio, charlando sobre su vida, mostrando aquella foto. Una vez más.