Un video casero que tal vez opte a peor grabación de la
historia. Hora y media de imágenes sin editar, sin discurso, sin que nadie
articule una sola idea sobre lo que en cada momento se graba, sin porqués. Sólo
una cámara en las manos de mis hermanos, en las manos de unos inconscientes
audiovisuales que no sabían que estaban componiendo un impresionante fresco
familiar, el único existente, el definitivo, que rezuma autenticidad debido
precisamente al mar de continuo artificio por el que navega.
El evento-excusa era la comunión de mi sobrino, allá por
mayo del año 2000, durante mi primer año estudiando Astrofísica en Tenerife. Evidentemente
no era mi intención viajar a tierras andaluzas para asistir a ella y a alguien
se le ocurrió que nada mejor que grabar los fastos para que posteriormente yo
pudiera ver esas imágenes. A mí entonces todo lo relacionado con la familia me
daba igual. Literalmente. Me la sudaba. Vivía inmerso en esa primera y especial
burbuja de libertad alucinógena que la huida del nido familiar construye. Vivía
en ese momento en el que equivocadamente uno considera que nunca le va afectar
nada de lo que quede atrás, en ese momento en el que la llamada de la sangre no
parece más que otro puto artificio cultural, en ese momento en el que por primera
vez se descubre que uno puede sacudirse el sometimiento indecente que impone la
estructura de poder familiar y viajar libre según los propios deseos y
motivaciones
He visto ese video dos veces. Sólo dos. Con una distancia
temporal de casi 14 años. En el 2000. Y en 2014. Son enormes las diferencias
entre las emociones que una y otra visión me provocaron. La primera vez lo vi
en VHS, meses después de la comunión, estando aún Tenerife. Recuerdo asistir a
la impúdica desnudez emotiva de mi familia con una mezcla de agrado condescendiente
y distanciamiento. Aquello que veía ya no era mi presente, era parte de mi pasado.
Y esos que interpretaban aquella cinta (mis padres, mis hermanos, mis cuñados
circunstanciales) poco tenían que
decirme por entonces, apenas era capaz de escucharlos, apenas sentir por ellos un
cariño calculado y egoísta. Difícilmente podía no juzgar (tal vez con injusta
acritud) sus palabras, sus actitudes y sus comportamientos. Igual porque el pasado
inmediato es aquello de lo que con más fuerza uno se quiere desprender cuando
necesita intentar aprender a volar sin ataduras.
La segunda vez fue hace un par de meses. Durante más de una década ese VHS que contenía la única copia existente de esa fiesta se perdió. Varios viajes, dos o tres mudanzas y el habitual desorden que me rodea hicieron que fuera incapaz saber donde andaba esa cinta. Llegó un momento, hace un par de años, en el que pensé que realmente la había extraviado para siempre, aunque siempre me rondara la idea de que una búsqueda profunda haría que finalmente la encontrara. Así fue. En navidades recopilé varias cintas que andaban escondidas en casa de mi madre dispersas entre viejos recuerdos. Una vez en Madrid, dos meses después, le quité las telarañas al viejo reproductor de VHS y durante una tarde estuve probando una tras otra cada una de las cintas hasta que por fin di con ella. El primer impacto fue brutal: a pesar de la distorsión de la imagen provocada por el deterioro de la cinta lo primero que vislumbré fue a mi padre, muerto hace ya doce años, atravesando el paso de cebra que une Ciudad Aljarafe con Los Alcores. Apagué el video, nervioso. Saqué la cinta y sin más dilación caminé hasta un negocio cercano que ofrece la posibilidad de transformar cintas VHS en DVD. Tres días después recogí el DVD. Lo guardé. Esperé aún una semana más hasta que una noche, ya de madrugada, y en soledad, me decidí a ver la grabación completa.
La segunda vez fue hace un par de meses. Durante más de una década ese VHS que contenía la única copia existente de esa fiesta se perdió. Varios viajes, dos o tres mudanzas y el habitual desorden que me rodea hicieron que fuera incapaz saber donde andaba esa cinta. Llegó un momento, hace un par de años, en el que pensé que realmente la había extraviado para siempre, aunque siempre me rondara la idea de que una búsqueda profunda haría que finalmente la encontrara. Así fue. En navidades recopilé varias cintas que andaban escondidas en casa de mi madre dispersas entre viejos recuerdos. Una vez en Madrid, dos meses después, le quité las telarañas al viejo reproductor de VHS y durante una tarde estuve probando una tras otra cada una de las cintas hasta que por fin di con ella. El primer impacto fue brutal: a pesar de la distorsión de la imagen provocada por el deterioro de la cinta lo primero que vislumbré fue a mi padre, muerto hace ya doce años, atravesando el paso de cebra que une Ciudad Aljarafe con Los Alcores. Apagué el video, nervioso. Saqué la cinta y sin más dilación caminé hasta un negocio cercano que ofrece la posibilidad de transformar cintas VHS en DVD. Tres días después recogí el DVD. Lo guardé. Esperé aún una semana más hasta que una noche, ya de madrugada, y en soledad, me decidí a ver la grabación completa.
Sin deudas que cobrar, sin rencores, desde la distancia, con paradigmas familiares en plena transformación, durante hora y media contemplé en silencio a mi familia, a mis hermanos, a mis ocho hermanos, a mis padres, a mi madre, expuestos, sin filtros, como eran, como siguen siendo en muchos casos, sin edulcorantes, sin concesiones al engaño. Y reconozco que sentí una enorme simpatía por ellos. Sonreí contemplando sus excesos, su grandilocuencia, me sorprendí observando las enormes diferencias que ya entonces se vislumbraban entre unos, "los mayores”, y los otros, “los pequeños”, identificando con facilidad sus dobleces, sus miedos, sus debilidades, sus ansias de libertad, sus enormes ansias de felicidad, sus defectos, la imposibilidad de comunicación entre ellos. Una familia numerosa, la mía, tan compleja. Y tan convencional.
Los Almeida nos estamos haciendo mayores. Año tras año. Golpe tras golpe. Una familia más, como tantas otras. Con ínfulas, traiciones, alianzas, lealtades, verdades lacerantes mal digeridas. Con mucho dolor acumulado. Tanto dolor. Un dolor que no se puede compartir pero que hace daño, mucho daño. No, la familia no es una mierda. Pero es un coñazo, un verdadero coñazo emocional. Algo de lo que no te puedes desprender aunque lo intentes, que te alcanza, que te afecta, que te cambia para siempre. Y ahí seguimos. Siempre de alguna forma jodidos. Sin solución.