Este post lo escribí hace ya casi diez años para aquel otro blog, Cajatonta, en el que participé durante un tiempo. Pensaba que con los años su vigencia sería menor pero lo cierto es que, a pesar de la explosión de las redes sociales, el día a día nos demuestra la tremenda influencia que la televisión sigue ejerciendo a la hora de configurar el imaginario colectivo de la sociedad a través de la difusión de ideas primarias con alto contenido emocional. Me parece interesante recuperarlo (con leves modificaciones para conseguir una mejor comprensión general).
Es una advertencia. Una reflexión preocupada y combativa. Un planteamiento provocador que se asume como tal. Un grito razonado que intenta despertar las conciencias adormecidas y provocar debate. Escrito a finales de los 90, Homo Videns, la sociedad teledirigida, es un ensayo del afamado politólogo italiano Giovanni Sartori, Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en el año 2005, en el que el autor defiende la tesis de que la primacía de la imagen (representada por la omnipresente televisión) en la sociedad actual, significa un empobrecimiento letal de la capacidad del ser humano para conocer y entender, puesto que supone la atrofia de su capacidad de abstracción y del pensamiento simbólico.
El papel de la televisión como fuente de entretenimiento y diversión no es puesto en duda, ni criticado. Pero siendo esto necesario y vital para el ser humano no puede convertirse en el centro de su actividad, y actualmente esa es la principal función de la televisión, así como la de sus filiales visuales, los videojuegos y el propio Internet (con vida e intenciones propias pero con contradicciones evidentes, como su hipertexto, pretenciosa lectura no secuencial). De lo que duda Sartori (y con razón) es de su función formadora e informativa. Lo visual, que debiera ser un complemento y aliado útil de la palabra escrita y hablada, se ha convertido en el todo, en el ser. Lo que es, es lo que existe en la televisión. Sólo tiene sentido como ella lo muestra. Y en ella, la palabra ha quedado completamente supeditada a la imagen. El espectador pues, queda a merced de estímulos sensitivos, va desertando de sus capacidades cognitivas, y en ese tránsito se produce la sustitución del homo sapiens por el homo videns.
Es necesario entender que este planteamiento es una visión extremista de la realidad con el que se busca alertar de un problema, pero que las premisas de las que parte son ciertas y contrastables. La experiencia demuestra que los niños de hoy ven cientos de horas de televisión antes de aprender a leer y a escribir. Es decir, su impronta educacional es plenamente audiovisual, pasiva, destructiva respecto a la imaginación o la creación. Ello conlleva una regresión evidente a la hora de su expresión escrita y oral. En muchas ocasiones no hay manera de que los escolares se expresen con un mínimo de decoro a la hora de redactar o exponer cualquier idea. La palabra escrita se abandona, se la considera elitista frente a las nuevas formas (divertidas, entretenidas e interactivas) de difusión del conocimiento. A través de la imagen, por supuesto. Pero el ser humano es antes todo un ser simbólico y se mueve siempre en el campo de las abstracciones, aunque no quiera o no esté educado para ello. De ahí el empobrecimiento con el que especula Sartori respecto a la utilización y el entendimiento de concepciones mentales. Una mesa es fácilmente representable visualmente, pero, ¿cómo representar conceptos como libertad, felicidad o justicia? Sólo de una manera pobre, parcial y distorsionada.
Tal vez el siguiente sea el aspecto más polémico del ensayo de Sartori En su obra, como ya hemos visto, advierte sobre el empobrecimiento del entendimiento y la pérdida de la capacidad de abstracción. Para el autor ambos hechos estarían provocados por la primacía de la imagen (la televisión) sobre la palabra escrita. Y, según él, esta situación significaría un grave peligro para la democracia.
Para entender su planteamiento es necesario conocer lo que él considera que sucede con la información que emiten los medios, tanto audiovisuales como escritos. La televisión se ha impuesto a los medios tradicionales. No tiene competencia. Consigue algo que nunca o casi nunca consiguió la prensa escrita: los intermediarios no son relevantes, sólo el medio en sí. Algo es, o no es, tan sólo porque lo ha mostrado la televisión.
Esta circunstancia es crucial y nos lleva a analizar cuál es la información que se está ofreciendo por la televisión. Sartori la divide en dos tipos fundamentales: la subinformación, es decir, una información insuficiente, que provoca reduccionismos muy peligrosos y no sirve para conformar una opinión de peso; y la desinformación, una distorsión y manipulación de la información ni siquiera necesariamente consciente, fruto de las imposiciones del propio medio y de su afán por buscar siempre lo novedoso y lo excitante. El resultado es una aldeanización de la televisión. Es decir, una vez que se ha impuesto en el espectador medio que lo que no sale por la televisión no existe y que lo que no se ve no es relevante, la necesaria reducción de los costes de producción (mandar cámaras lejos es mucho más costoso) unida a la sentimentalización de las noticias, acarrea un regreso informativo a lo local, al suceso, a la mirada corta y localista, centrada tan sólo en lo que sucede en el propio entorno. Se obvian con ello las noticias de política internacional, o incluso nacional, alejadas en principio (falsamente) de los intereses y problemas de cada uno. Sólo se muestra aquello que es mediático y por tanto, susceptible de ser transformado en espectáculo. Las noticias deben ser excitantes y emotivas para mantener al público atado al sofá. De ese modo se potencia la aparición y difusión de posiciones extremas y personajes radicales.
El tipo de información que prolifera en la televisión afecta a la política y a los políticos, porque éstos son conscientes de que cada vez es más importante el cuidado de su imagen y lanzar soflamas mediáticas, y menos relevante el actuar de manera responsable en el ejercicio de sus funciones gobernantes. Políticos como aquel Julio Anguita de programa, programa, programa, desaparecen, dando paso a la nueva videopolítica (como la define Sartori). Ésta se va haciendo más y más dependiente de los sondeos y de la opinión pública y por tanto, menos independiente para tomar decisiones, siempre temerosa de perder apoyo popular. Los partidos políticos pierden entonces su poder como reserva ideológica, y el líder carismático y mediático vuelve al primer plano de esta sondeocracia.
Este el punto más controvertido de las tesis de Sartori. El autor parece dejarse llevar por la ensoñación de que en una época anterior la base intelectual de la sociedad estaba más preparada e informada, disponía de una prensa escrita plural, de calidad y era un referente cultural para el resto de la población (una opinión pública culta, no mayoritaria pero influyente). El pueblo votaba a sus representantes pero éstos, ante la incapacidad técnica de conocer las opiniones de sus electores, no tenían más remedio que tomar sus propias decisiones, apoyándose en sus partidos, en su ideología y en esa opinión pública no mayoritaria pero teóricamente preparada, hasta que se produjeran las próximas elecciones. Éste es un planteamiento claramente elitista. Además, Sartori parece confundirse (y no parece casual).
Por un lado reclama una televisión mejor y que sea desbancada de su papel preeminente informativo en beneficio de la palabra escrita. Indica, con razón, que el gran fracaso de las democracias de los Estados del Bienestar ha sido pensar que con la educación universal y obligatoria se crearían ciudadanos preocupados por la cosa pública. Y no ha sido así. La preparación con la que se responde a encuestas o sondeos por parte de la población es muy pobre, no se tiene la masa crítica de información necesaria ni las capacidades de juicio independiente desarrolladas, para opinar con criterio. Muchos apenas balbucean (intelectualmente hablando) la opinión inducida desde los medios. Pero ese fracaso no parece ser lo que moleste realmente a Sartori, sino que esa gran masa de personas desinformadas o mal informadas pueda llegar a influir en las decisiones políticas. No parece que el número de personas enteradas de temas políticos sea ahora menor que el de hace cincuenta años (entre otras cosas porque el grado de analfabetismo entonces era muy superior), por lo tanto lo que le perturba no es ese analfabetismo funcional actual del pueblo, sino que ahora lo que opina y se induce a opinar a esa masa es relevante y decisorio.
La posibilidad de la democracia directa o participativa está ahí. La democracia representativa se antoja obsoleta por la cantidad de mecanismos de consulta y participación que las nuevas tecnologías nos descubren todos los días. Asuntos como la participación de España en la invasión de Irak o el intento de implantación de contratos explotadores para los jóvenes en Francia lo demuestran. La preocupación justa que destila el pensamiento de Sartori es que la información que recibe la gente es pobre, insuficiente y manipulada. Bien. Pues entonces tendremos que mejorar la educación y replantearnos cómo se está ejerciendo. Otros autores como Gustavo Bueno, responsabilizan a los propios espectadores de la televisión que tienen. Defienden que ésta es el reflejo del pueblo. Pues vale. Puede ser, en parte. Pero este tipo de planteamientos pretendidamente lúcidos y acusadores no ayudan a buscar ninguna solución. Además, se podría responder, desde las tesis de Sartori, que ese público ya ha recibido, desde niño, una educación principalmente visual y pasiva, y por tanto ya ha visto atrofiada sus capacidades cognitivas.
Volvemos por tanto a la educación. No sirve buscar un control de lo que la televisión emite. Esas ideas de pensar por el pueblo por el bien del pueblo, pero sin él, nos retrotraen a otros momentos históricos. Es inasumible una marcha atrás Basta pues, tanto de elitismos como de conformismos. Hemos de luchar por conseguir una población educada y cultivada que pueda establecer verdaderos juicios críticos y que sean sus decisiones como espectadores, las que produzcan una televisión de calidad y útil. Hoy estamos lejos de esa bonita idea, pero ante regresiones elitistas o conformismos interesados ése debe ser el camino y el fin de lo que se busque.
Es una advertencia. Una reflexión preocupada y combativa. Un planteamiento provocador que se asume como tal. Un grito razonado que intenta despertar las conciencias adormecidas y provocar debate. Escrito a finales de los 90, Homo Videns, la sociedad teledirigida, es un ensayo del afamado politólogo italiano Giovanni Sartori, Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en el año 2005, en el que el autor defiende la tesis de que la primacía de la imagen (representada por la omnipresente televisión) en la sociedad actual, significa un empobrecimiento letal de la capacidad del ser humano para conocer y entender, puesto que supone la atrofia de su capacidad de abstracción y del pensamiento simbólico.
El papel de la televisión como fuente de entretenimiento y diversión no es puesto en duda, ni criticado. Pero siendo esto necesario y vital para el ser humano no puede convertirse en el centro de su actividad, y actualmente esa es la principal función de la televisión, así como la de sus filiales visuales, los videojuegos y el propio Internet (con vida e intenciones propias pero con contradicciones evidentes, como su hipertexto, pretenciosa lectura no secuencial). De lo que duda Sartori (y con razón) es de su función formadora e informativa. Lo visual, que debiera ser un complemento y aliado útil de la palabra escrita y hablada, se ha convertido en el todo, en el ser. Lo que es, es lo que existe en la televisión. Sólo tiene sentido como ella lo muestra. Y en ella, la palabra ha quedado completamente supeditada a la imagen. El espectador pues, queda a merced de estímulos sensitivos, va desertando de sus capacidades cognitivas, y en ese tránsito se produce la sustitución del homo sapiens por el homo videns.
Tal vez el siguiente sea el aspecto más polémico del ensayo de Sartori En su obra, como ya hemos visto, advierte sobre el empobrecimiento del entendimiento y la pérdida de la capacidad de abstracción. Para el autor ambos hechos estarían provocados por la primacía de la imagen (la televisión) sobre la palabra escrita. Y, según él, esta situación significaría un grave peligro para la democracia.
Para entender su planteamiento es necesario conocer lo que él considera que sucede con la información que emiten los medios, tanto audiovisuales como escritos. La televisión se ha impuesto a los medios tradicionales. No tiene competencia. Consigue algo que nunca o casi nunca consiguió la prensa escrita: los intermediarios no son relevantes, sólo el medio en sí. Algo es, o no es, tan sólo porque lo ha mostrado la televisión.
Esta circunstancia es crucial y nos lleva a analizar cuál es la información que se está ofreciendo por la televisión. Sartori la divide en dos tipos fundamentales: la subinformación, es decir, una información insuficiente, que provoca reduccionismos muy peligrosos y no sirve para conformar una opinión de peso; y la desinformación, una distorsión y manipulación de la información ni siquiera necesariamente consciente, fruto de las imposiciones del propio medio y de su afán por buscar siempre lo novedoso y lo excitante. El resultado es una aldeanización de la televisión. Es decir, una vez que se ha impuesto en el espectador medio que lo que no sale por la televisión no existe y que lo que no se ve no es relevante, la necesaria reducción de los costes de producción (mandar cámaras lejos es mucho más costoso) unida a la sentimentalización de las noticias, acarrea un regreso informativo a lo local, al suceso, a la mirada corta y localista, centrada tan sólo en lo que sucede en el propio entorno. Se obvian con ello las noticias de política internacional, o incluso nacional, alejadas en principio (falsamente) de los intereses y problemas de cada uno. Sólo se muestra aquello que es mediático y por tanto, susceptible de ser transformado en espectáculo. Las noticias deben ser excitantes y emotivas para mantener al público atado al sofá. De ese modo se potencia la aparición y difusión de posiciones extremas y personajes radicales.
El tipo de información que prolifera en la televisión afecta a la política y a los políticos, porque éstos son conscientes de que cada vez es más importante el cuidado de su imagen y lanzar soflamas mediáticas, y menos relevante el actuar de manera responsable en el ejercicio de sus funciones gobernantes. Políticos como aquel Julio Anguita de programa, programa, programa, desaparecen, dando paso a la nueva videopolítica (como la define Sartori). Ésta se va haciendo más y más dependiente de los sondeos y de la opinión pública y por tanto, menos independiente para tomar decisiones, siempre temerosa de perder apoyo popular. Los partidos políticos pierden entonces su poder como reserva ideológica, y el líder carismático y mediático vuelve al primer plano de esta sondeocracia.
Este el punto más controvertido de las tesis de Sartori. El autor parece dejarse llevar por la ensoñación de que en una época anterior la base intelectual de la sociedad estaba más preparada e informada, disponía de una prensa escrita plural, de calidad y era un referente cultural para el resto de la población (una opinión pública culta, no mayoritaria pero influyente). El pueblo votaba a sus representantes pero éstos, ante la incapacidad técnica de conocer las opiniones de sus electores, no tenían más remedio que tomar sus propias decisiones, apoyándose en sus partidos, en su ideología y en esa opinión pública no mayoritaria pero teóricamente preparada, hasta que se produjeran las próximas elecciones. Éste es un planteamiento claramente elitista. Además, Sartori parece confundirse (y no parece casual).
Por un lado reclama una televisión mejor y que sea desbancada de su papel preeminente informativo en beneficio de la palabra escrita. Indica, con razón, que el gran fracaso de las democracias de los Estados del Bienestar ha sido pensar que con la educación universal y obligatoria se crearían ciudadanos preocupados por la cosa pública. Y no ha sido así. La preparación con la que se responde a encuestas o sondeos por parte de la población es muy pobre, no se tiene la masa crítica de información necesaria ni las capacidades de juicio independiente desarrolladas, para opinar con criterio. Muchos apenas balbucean (intelectualmente hablando) la opinión inducida desde los medios. Pero ese fracaso no parece ser lo que moleste realmente a Sartori, sino que esa gran masa de personas desinformadas o mal informadas pueda llegar a influir en las decisiones políticas. No parece que el número de personas enteradas de temas políticos sea ahora menor que el de hace cincuenta años (entre otras cosas porque el grado de analfabetismo entonces era muy superior), por lo tanto lo que le perturba no es ese analfabetismo funcional actual del pueblo, sino que ahora lo que opina y se induce a opinar a esa masa es relevante y decisorio.
La posibilidad de la democracia directa o participativa está ahí. La democracia representativa se antoja obsoleta por la cantidad de mecanismos de consulta y participación que las nuevas tecnologías nos descubren todos los días. Asuntos como la participación de España en la invasión de Irak o el intento de implantación de contratos explotadores para los jóvenes en Francia lo demuestran. La preocupación justa que destila el pensamiento de Sartori es que la información que recibe la gente es pobre, insuficiente y manipulada. Bien. Pues entonces tendremos que mejorar la educación y replantearnos cómo se está ejerciendo. Otros autores como Gustavo Bueno, responsabilizan a los propios espectadores de la televisión que tienen. Defienden que ésta es el reflejo del pueblo. Pues vale. Puede ser, en parte. Pero este tipo de planteamientos pretendidamente lúcidos y acusadores no ayudan a buscar ninguna solución. Además, se podría responder, desde las tesis de Sartori, que ese público ya ha recibido, desde niño, una educación principalmente visual y pasiva, y por tanto ya ha visto atrofiada sus capacidades cognitivas.
Volvemos por tanto a la educación. No sirve buscar un control de lo que la televisión emite. Esas ideas de pensar por el pueblo por el bien del pueblo, pero sin él, nos retrotraen a otros momentos históricos. Es inasumible una marcha atrás Basta pues, tanto de elitismos como de conformismos. Hemos de luchar por conseguir una población educada y cultivada que pueda establecer verdaderos juicios críticos y que sean sus decisiones como espectadores, las que produzcan una televisión de calidad y útil. Hoy estamos lejos de esa bonita idea, pero ante regresiones elitistas o conformismos interesados ése debe ser el camino y el fin de lo que se busque.