30 agosto 2006

La teoría del ímpetu (y dos)

(Continuación del post anterior)

¿Cómo, pues, reconocer el ímpetu en los que nos rodean? Inevitablemente la única forma de detección posible y con la cuál debiéramos tener una probabilidad alta de acierto es mediante las conversaciones. En este ámbito, salvo con aquéllos que tienen atrofiadas o no desarrolladas unas mínimas herramientas de socialización, se debe descubrir cuál es el ímpetu de la gente. Mi preocupación y agobio (por el aburrimiento que además supone) es constatar que dicho rasgo no sólo no crece o se mantiene, sino que involuciona y se atrofia. Falta interés, falta tiempo, falta fuerza, falta sinceridad en las relaciones. Se imponen aburridas convencionalidades que proporcionan multitud de encuentros y conversaciones repletas de banalidades y tonterías. Se implementan unas normas sociales en las que no ser tú mismo es la clave de dichos encuentros. A medida que pasan los años parece natural y necesario aparentar ser otra cosa de la que eres de manera continua. Se establece una especie de código de conducta social en la que ocultamos nuestras aristas, nuestro fondo, nuestras verdaderas ideas sobre lo que hablamos, y este hecho aun siendo útil para permitir una amable convivencia (y por ese motivo es defendido por algunas personas que considero inteligentes) termina degenerando en un anquilosamiento permanente de las relaciones de la tribu, que impide el flujo de ideas entre diferentes personas y que obstaculiza la consecución de puntos de vista distintos al propio. Además, como en las mejores novelas de ciencia ficción, uno en el ámbito laboral y social se puede pasar tanto tiempo siendo la persona que no es, que finalmente termina por no serlo, por olvidar quién es o quién fue (o peor, recordándolo pero asumiendo que nunca puede utilizar ese rol, su propio yo, porque ya no tiene tiempo u ocasión). Se extiende y perpetúa así el estancamiento de cada uno de nosotros en las posiciones previas, antiguas. Cada vez es menor el reciclaje y la herrumbre comienza a parecer en muchos de los discursos.

Las causas son diversas, y yo desde luego no las conozco todas. En primer lugar, el tiempo. Para pensar y formarte tienes que tener la posibilidad de contar con tiempo. Aceptando (sería este asunto debate para otro post) que esta sociedad no nos lo permite pero que tenemos más de lo que tenían hace 300 años nuestros antepasados, debemos mejor pensar en tratar de optimizar el tiempo que tenemos. No de una manera capitalista, sino desde una vertiente más humanista, de formación y análisis del mundo que nos rodea, buscando un progreso real en el campo en el que el ímpetu de cada persona esté más desarrollado. A este tiempo, o la falta de él, se le añaden una serie de obligaciones sociales virtuales que han aparecido de la noche a la mañana y que ni de lejos intuíamos que íbamos que tener que someternos a ellas cuando cumplíamos los veinte: familia, eventos relacionado con el trabajo, bodas, relaciones laborales innecesarias... El trabajo, o la falta de él, es otra excusa extendida para estancarse mentalmente. Siendo ésta una realidad evidente y entendible, queda fuera de esta discusión, porque tratamos de aquellas personas que no tienen que sobrevivir, y por tanto no debiera servir como excusa en absoluto (y repito que se trata de un mal ampliamente extendido. Siempre es mejor echar balones fuera que aceptar que tú eres el principal causante de tu abandono personal).

Cuando éramos adolescentes y jóvenes veinteañeros, en muchos de nosotros el impulso parecía fluir con naturalidad. Era fácil encontrarte con gente con tus necesidades y desarrollarte con ellas y a través de ellas. ¿Por que era tan sencillo entonces? ¿Por qué es difícil encontrarlo ahora en muchos de los que entonces lo tenían o parecían tenerlo? Se podría apuntar como causa inicial la pose veinteañera universitaria (para aquellos que estuvimos en la universidad). Durante una época, según donde te movieras, era importante tratar de destacar en el campo en el que pudieras para prevalecer socialmente, y con respecto al otro sexo. Pero aun contando con este factor parecía haber mucho ímpetu entonces en los vehementes y encendidos discursos que cambiaban el mundo, el cine, la literatura, la sociedad o la política. Existían y convivían multitud de puntos de vista que se confrontaban con naturalidad e incluso con cierta sana violencia. ¿Dónde quedó? Tal ves simplemente fuera que ese ímpetu no se sustentaba en nada real, consistente, salvo en el vigor y la falta de responsabilidad de la edad. Faltaban lecturas que hiciesen evolucionar los planteamientos. Era divertido, pero retrospectivamente, un tanto insustancial. Demasiadas consignas sin preparación. Demasiadas soflamas bienintencionadas. Demasiado desdén para aceptar otras visiones, menos radicales pero más sinceras. Pero sin nada en lo que apoyarse, detrás de esas posiciones se fue descubriendo demasiada nada. Y tras ella, inevitablemente, el posicionamiento en posturas conservadoras (no necesariamente políticas).

La desertización avanza sin remisión. El estancamiento es generalizado, las conversaciones duran menos, son más aburridas. Se repiten demasiadas tonterías, se utilizan bases de datos almacenadas hace más de diez años porque no ha habido renovación... Hay más cansancio, más dejadez, menos necesidad de aparentar lo que ya es evidente que no se es. Los grupos parecen conformados e infranqueables. El error que eso supone es mayúsculo. En defensa de una amistades inquebrantables uno se reúne siempre con la misma gente, con los que se repiten siempre los mismos tópicos. Los temas de conversación se limitan cada vez más, pues las puertas que uno intenta abrir el otro ya no las quiere franquear; y lo que es peor no quiere que le cuentes lo que hay detrás porque supondría un esfuerzo ya inaceptable. Y esta actitud reacia a adentrarse por nuevos caminos se suele intuir con claridad, por lo que ya el primero, cansado, acaba por no intentar siquiera comenzar. Cerrándose así el círculo del silencio social, un silencio ensordecedor, cómplice tal vez, pero poco enriquecedor. Uno a uno parece que vamos cayendo todos, derrotados en pequeñas batallas que no conseguimos vencer, que no nos destrozan del todo pero que nos van haciendo mella lentamente, arrastrándonos hacia la introspección, el escepticismo o la anorexia mental. Por otro lado encontrar gente nueva con la cual conectar puede ser aún más difícil, porque las relaciones que con la edad se genera suelen ser desgraciadamente ficticias y habitualmente artificiales. Todos caminamos con la coraza social encendida a pleno rendimiento en estos nuevos contactos, complicándose así hasta casi lo imposible la creación de nuevas amistades realmente fructíferas (no sólo agradables).

Tal vez sea ésta una teoría que rezuma cierto pesimismo. No puedo evitarlo. Escribo lo que siento y percibo. No obstante no todo está perdido, sólo hace falta trabajar sobre ello. Aun se encuentran momentos, conversaciones, situaciones e ímpetus ciertamente emocionantes, interesantes y apreciables. Personas que merecen la pena , de las cuáles aprender y con las que por supuesto divertirse. Habrá que perseverar. Y nunca abandonar la búsqueda.

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