Una calle semidesértica de Lavapiés. Comienza a caer la noche y el flujo diario, incansable y molesto de apestosas camionetas repletas de mercancía mayorista ya casi ha desaparecido. A lo lejos, en algún cruce oculto a la vista, se escucha aún el giro precipitado y ruidoso de una de ellas en su empeño por finiquitar su tarea, contribuyendo al desasosiego y hastío general. Un claxon estridente no permite escuchar el último susurro de un barrio que se lamenta y mira con desesperación hacia su alcalde, pidiendo una solución al eterno caos de ruido y tráfico en el que lo han convertido. Ya he dejado atrás la dolorida plaza de Tirso de Molina que se pregunta desolada cuando la dejarán por fin sin obras y elegante. Ando solo, embebido en mis propios pensamientos. Al fondo de la calle se observa una figura tambaleante rodeada de un grupo de niños que se jalean entre ellos con alegría y jolgorio. Me temo lo peor. Reduzco el paso. Hoy he tenido un mal día, estoy cansado. No quiero problemas y comienzo a intuir que van a ser inevitables. La prueba evidente es el andar beodo del hombre. El tipo consigue incluso caminar hacia atrás en algunas de sus interminables eses. Los niños siguen rodeándolo mientras se ríen, animando con su risa a un par de ellos que se acercan al borracho con decisión. Es una risa horrible, cruel, infantil y terrible. Es una risa que surge de la posibilidad de humillación del otro, del débil. Es la risa colectiva del poder instantáneo y absoluto. Una señora atraviesa la escena, pasa entre los niños, no levanta la mirada del suelo y continúa su camino. Estoy alcanzando al grupo. El desgraciado es un ecuatoriano de unos cuarenta años, con el rostro demacrado y la mirada perdida, que va agarrado a un tetra-brick de vino tinto barato en el único gesto coordinado que parece poder realizar. Casi choca conmigo en una de sus eses inesperadas pero logro evitarlo mientras nuestra secuencia de acción-evasión provoca una risotada cercana a la histeria en los críos. Se ve que lo están pasando fenomenal. Miro al borracho con una mezcla de piedad, pena y asco. No le hablo, no le digo nada. Los niños una vez he pasado continúan con su juego que no es otro que ponerle y quitarle una gorra al borracho mientras le empujan y le insultan. Todo un alarde de imaginación e inteligencia. No hay ninguna compasión, ni siquiera un atisbo de ella en ninguno de ellos. No son mayores de doce años, de sus espalada cuelgan las mochilas del colegio, visten ropas y complementos de los que habitualmente se sirven los chiquillos para sentirse bien, diferentes. Son ocho o nueves que configuran un grupo que produce cierto escalofrío. Cualquiera de ellos podría ser alumno mío. Son terriblemente crueles, saben que su poder está en el grupo. Sin premeditación, sin dobleces ni justificaciones estériles, hacen el mal, machacan y ridiculizan a ese tío porque pueden y porque les divierte. Son niños, eso que erróneamente siempre representamos con candor y simpatía. Son cachorros, maleados más que educados, acaparadores, egoístas y crueles por instinto. Sólo la educación, la razón, la empatía y el pragmatismo permiten que nos moldeemos, pero en esta ocasión nadie parece que vaya a ejercer su responsabilidad con esos mocosos. La tribu hace tiempo desistió de ejercer su autoridad. Por lo tanto están solos, nadie de su entorno los vigila y los demás, el resto de la tribu, tenemos claro que sólo debemos ocuparnos de nuestros asuntos e intervenir en los problemas de desconocidos sólo si ello no conlleva ningún problema o peligro. No es el caso. Los señores de las moscas están desbocados. Agacho la cabeza y sigo mi camino. Adelanto a los monstruitos, ya voy a alejarme. Mi orgullo o tal vez un atisbo de dignidad me revuelve por dentro. Me giro, les suelto un grito estentóreo y extemporáneo. Nada creíble, más bien forzado: ¡¡¿¿dejadle ya en paz, no??!! Me miran, se miran, evalúan la situación como carroñeros que son. Me evalúan, les estoy jodiendo su rato de diversión y no les gusta. Tampoco ven nada por lo que realmente asustarse. Huelen mi indecisión y ése es su triunfo. Yo ya he cumplido, parecen alejarse de él un momento. Continúo mi camino. Igual que la señora antes que yo. Tras unos pocos pasos las risas comienzan a sonar de nuevo, se vuelven a escuchar los bufidos del ecuatoriano, el tipo está al límite del coma etílico por el alcohol ingerido y el esfuerzo que le está suponiendo la defensa de sus agresores. Vuelve a estar solo e indefenso. Aprieto un poco los puños, respiro hondo, me estudio. Hoy ha sido un mal día, ha sido un día de mierda, hoy no toca. Hoy no me pringo. No giro la cabeza, no vuelvo a mirar, ando con rapidez, tan sólo me permito un último vistazo al doblar la esquina que me llevará a mi casa caliente y acogedora. La escena de caza sigue igual. Hoy soy un mierda. Hoy me ha tocado ser un mierda. No me ha tocado, he elegido ser un mierda. Por miedo, por pereza, por falta de empatía y de compromiso. Por falta de humanidad.
Entro en el portal.
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