Pero la virulencia de nuestra crisis, el desfalco al que
estamos siendo sometidos los españoles, la revelación de que nunca vivimos
realmente en democracia y que nuestro régimen era tan autoritario y tan ajeno a
los designios del pueblo como siempre fue en sus diversas mutaciones
históricas, no debe hacernos perder la perspectiva global, los efectos
colaterales (positivos) no buscados pero evidentes que este sistema ha producido
en su loca carrera hacia el máximo beneficio, inmoral e inmediato. Las deslocalizaciones
industriales (que no sólo afectan a Europa sino también a EEUU, que ve como
cada día la que fuera su gloriosa industria nacional se desmantela, se trocea y
se desplaza a los países asiáticos, sin sindicatos y casi sin impuestos) y los
flujos de capital sin control han permitido que algunos de esos países
manufactureros y agrícolas que parecían condenados a ser eternamente “países en
vías de desarrollo” (aquello que estudiábamos de pequeños, como si fuera un
mantra) sueñen por fin con la posibilidad real de convertirse en países
desarrollados y con la llegada un futuro con más derechos sociales para sus
ciudadanos. En lo últimos veinte o treinta años en imposible negar que millones
de ciudadanos de parte del llamado tercer mundo (China, Brasil o India) han
visto como iban mejorando sus condiciones de vida debido a la implantación de
las industrias occidentales en sus países, con unas condiciones de trabajo
que rozan la esclavitud según los estándares occidentales pero que han proporcionado
al mismo tiempo unas mínimas estructuras de derechos y servicios sociales que
esos países nunca habían tenido. Por supuesto que es necesaria y justa la
crítica a unas deslocalizaciones que suponen un ominoso desempleo en un Occidente
que involuciona y cuyos trabajadores son chantajeados cada día a costa del
trabajo semiesclavo de Oriente. Pero es cínico criticar esto sin valorar
también la otra cara de la moneda: durante muchos años, mientras los occidentales
(y sobre todo los europeos) fuimos construyendo nuestros castillo de seguridad
a través de los estados de bienestar no sólo no nos preocupamos mucho en cómo
ayudar y fomentar que otros países alcanzaran nuestros logros sociales sino que
lo impedimos través de todo tipo de trabas comerciales, aduaneras o leyes
proteccionistas. Eso sí que fue competencia desleal. Creímos que era posible
vivir en utopías socialistas de bienestar, en islas de derechos sociales dentro
un mundo desolado y empobrecido, creímos poder dedicarnos al consumo
irresponsable a costa de seguir explotando y abandonando a su suerte a la mayor
parte de la población mundial. No nos
preocupamos cuando para nuestro inicial beneficio nuestras empresas nacionales
se fueron convirtiendo en internacionales, luego en transnacionales y
finalmente en omnímodas. Y dejamos de lado que se estaba construyendo un
capitalismo salvaje y expoliador como sistema socioeconómico rector que ya no
tenía que justificarse ni competir con un comunismo cuyos muros se derrumbaron
en el Berlín de 1989. Lo máximo que hicimos
fue envolvernos en la despreciable bandera de un oenegeísmo infame con el que
creímos eximirnos de la responsabilidad individual que el sistema de manera
colectiva nos obligaba racionalmente a atribuirnos. Es irónico: no hay solución
más capitalista que esta pretendida salvación individual de nuestras
conciencias. De esta manera, los 80 y los 90 fueron las décadas de la explosión
de la explotación de las “buenas conciencias occidentales”, a través de una
proliferación casi viral de las ONG´s de desarrollo que llegaban al tercer
mundo para introducir efectos paliativos y asegurar, tal vez sin pretenderlo, la
imposibilidad real de desarrollo de los países (a los que acudían como moscas y
como tal marchaban según la volátil opinión pública de los países ricos) al
sustituir pobremente, sin un plan concebido, el necesario papel del Estado en la
gestión de los servicios mínimos de sus ciudadanos. Mandábamos las sobras de
nuestras comidas, mientras llenábamos nuestros platos gracias a lo que les
robábamos. Y con ello acallábamos nuestras conciencias. Como en el Plácido de
Berlanga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario