09 febrero 2013

Regresiones

Te vas haciendo mayor. Tan idiota como real advertirlo. Lo notas en los detalles, en los pequeños detalles. A veces lo sientes cuando hablas con los que siempre te proporcionaron conversaciones viscerales, repletas de emociones pero hoy sólo les ofreces diálogos sin tensión, sin riesgo, medidos. O cuando abandonas una discusión y te refugias en un silencio que puede ser interpretado como comprensivo, cuando sólo es producto de un aburrimiento infinito que se alimenta de un desprecio soterrado Y asumes que el problema no está en ellos, o al menos no está sólo en ellos, sino que es dentro de ti donde tienes que mirar, analizar. Tal vez la respuesta esté en los años acumulados, en las pasiones agotadas, en las batallas perdidas. No quieres molestar, crees que ya no te merece la pena, que has encontrado el equilibrio justo, justo cuando más desequilibrado te encuentras, ese equilibrio maduro que se aleja de la arrogancia adultescente, tan explosiva como dañina, sólo para terminar ahogado en una especie de mar muerto adulto, en el que todo lo respetas y valoras, lo comprendes, todo vale, sobre la base de la necesidad de mantener unas saludables relaciones sociales que, en el fondo, tal vez te la sude conservar. Pero algo no funciona del todo, sientes como por dentro la ira se acumula, las tonterías te inflaman, quieres volver a ser quien eres, ése con el que te sientes a gusto, te miras y te mides, valoras, sientes cercana la explosión, sin saber con quién será ni por qué, esa explosión que te devuelva a la realidad, que te devuelva a la incomprensión general, a tu cueva.

Cada vez más harto de las medias tintas, de engañosas empatías, de silencios que parecen cómplices. Cada vez con más ganas de volver a tocar los cojones. Como siempre. Como debe ser.

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