Te vas haciendo mayor. Tan idiota como real advertirlo. Lo
notas en los detalles, en los pequeños detalles. A veces lo sientes cuando
hablas con los que siempre te proporcionaron conversaciones viscerales, repletas
de emociones pero hoy sólo les ofreces diálogos sin tensión, sin riesgo,
medidos. O cuando abandonas una discusión y te refugias en un silencio que
puede ser interpretado como comprensivo, cuando sólo es producto de un aburrimiento
infinito que se alimenta de un desprecio soterrado Y asumes que el problema no
está en ellos, o al menos no está sólo en ellos, sino que es dentro de ti donde
tienes que mirar, analizar. Tal vez la respuesta esté en los años acumulados,
en las pasiones agotadas, en las batallas perdidas. No quieres molestar, crees
que ya no te merece la pena, que has encontrado el equilibrio justo, justo
cuando más desequilibrado te encuentras, ese equilibrio maduro que se aleja de
la arrogancia adultescente, tan explosiva como dañina, sólo para terminar ahogado en
una especie de mar muerto adulto, en el que todo lo respetas y valoras, lo
comprendes, todo vale, sobre la base de la necesidad de mantener unas
saludables relaciones sociales que, en el fondo, tal vez te la sude conservar. Pero
algo no funciona del todo, sientes como por dentro la ira se acumula, las
tonterías te inflaman, quieres volver a
ser quien eres, ése con el que te sientes a gusto, te miras y te mides, valoras,
sientes cercana la explosión, sin saber con quién será ni por qué, esa explosión
que te devuelva a la realidad, que te devuelva a la incomprensión general, a tu
cueva.
Cada vez más harto de las medias tintas, de engañosas
empatías, de silencios que parecen cómplices. Cada vez con más ganas de volver
a tocar los cojones. Como siempre. Como debe ser.
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