De esta crisis no vamos a salir nunca. O al menos, no vamos
a salir jamás de vuelta al mundo de fantasía dentro del cual vivíamos cuando
nos alcanzó. Hace ya un tiempo que parece que la sociedad española padece una peligrosa
especie de amnesia autoinducida, ha olvidado el origen, el porqué, el principio
de todo, lo que nos llevó a la ciénaga putrefacta en la que nos revolcamos cada
día, lo que nos condujo al insondable abismo en el que miles de españoles
pierden sus trabajos mientras todos perdemos la posibilidad de un futuro digno
y de un presente en el que no vivamos de rodillas, temerosos, siempre con miedo
y perdiendo lentamente la poca dignidad que aún intentamos mostrar. La crisis
del capitalismo especulativo, la crisis del sistema ludópata, asesino e irracional
que se hizo con el control de los Estados a través de sus instituciones más relevantes
y, poco a poco, fue apropiándose de todos los recursos públicos para
privatizarlos, exprimirlos, extraer brutales réditos instantáneos en beneficio
de unos pocos mientras hipotecaba el futuro de todos mediante una cínica
globalización de capitales que fluyeron sin control, fue ocultada durante años
de manera interesada por los grandes poderes financieros pero también eludida, de
manera estúpida, por una ciudadanía ciega, que no quería que nadie la
despertase de su sueño, inmersa en una utopía consumista basada en el crédito, que
le permitía disponer de un dinero que no tenía para vivir unas vidas cuyo ritmo
de consumo no podía mantener. Lo escribo y me aburro a mí mismo. Estas ideas ya
han fosilizado dentro de mí. Me parecen tan evidentes que me sorprende el éxito
de aquellos que quieren enmascarar la realidad del origen del problema en la incapacidad
o la corrupción de nuestros políticos, o trasladar toda la responsabilidad a la
ciudadanía. Es la economía, estúpidos, es el sistema el que ha quebrado y jamás
se podrá recuperar. El sistema es el problema y el foco de infección. Fin de la
ficción en la que vivió Occidente. Despertemos del sueño y reflexionemos cómo
acabó convirtiéndose en pesadilla. Nuestros políticos son tan mediocres hoy
como lo fueron siempre y lo único que ha cambiado es que por fin una gran
mayoría ciudadana no puede seguir ya autoengañándose más y ha adquirido
conciencia plena sobre ese problema. Pero no son los culpables de este fracaso
social. En absoluto. Ni de lejos. Son exactamente como deben ser, ejercen la política
exactamente como deben hacerlo tal y como están construidas hoy las democracias
occidentales, asumen su compromiso y ofrecen su lealtad al poder real, que no
reside en el pueblo sino en el capital, y aceptan sin rubor su rol subsidiario.
Algunos, de paso, se enriquecen ilícitamente o solucionan su futuro laboral. Son
miserables tal vez, pero no los responsables. Son tan sólo los tontos útiles,
los colaboradores necesarios, pero su mediocridad intelectual y su falta de carisma,
arrojo, valentía y capacidad no sólo los invalida para sacarnos del agujero y
para liderar la regeneración por sí solos, sino que también los invalida para
asumir la responsabilidad de ser los causantes principales por su mala gestión
de una crisis tan brutal como la que soporta Occidente. Una crisis que se va a
llevar por delante los estados de bienestar europeos tal y como los conocemos,
que aún no ha acabado y en la que los supuestos vencedores, los que se atreven
a dar lecciones (como Alemania ahora, como hace no tanto hacíamos nosotros
mismos) finalmente también se verán afectados por el tsunami y, directa o
indirectamente, sus ciudadanos también verán recortados su derechos sociales,
aumentadas sus jornadas laborales, disminuidos sus salarios y precarizados sus
empleos. La hoja de ruta está clara. Y no hay forma de volver atrás. Al menos
es imposible hacerlo por el camino por el que hemos llegado hasta aquí
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